miércoles, 26 de febrero de 2014

El cronista llega a El Colegio


El ingreso de Juan Villoro, que tendrá lugar el día de hoy, marca una nueva etapa en las siete décadas de historia de esta institución 

yanet.aguilar@eluniversal.com.mx  
Todo indicaba que 2012 era el año de Juan Villoro: recibía el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso por su extensa y versátil obra, y el sello Candaya publicaba Materias dispuestas: Juan Villoro ante la crítica, un libro que lo situaba entre los grandes de la literatura en español junto a Roberto Bolaño, Ricardo Piglia y Enrique Vila-Matas; pero llegó el 2013 y volvió, otra vez, a ser el año de Juan Villoro: recibió el Homenaje Nacional de Periodismo Cultural Fernando Benítez por la solidez de su obra y trayectoria en el periodismo de México; y se anunció su ingreso a El Colegio Nacional. Hoy dictará su discurso de ingreso y compartirá institución con su padre, el filósofo Luis Villoro.
Juan Villoro, el escritor y traductor nacido el 24 de septiembre de 1956, es sin duda uno de los más importantes cronistas iberoamericanos y una figura imprescindible en el actual panorama literario de México. Su obra es objeto de estudio en la academia mexicana, norteamericana, española y francesa; ha generado estudios en universidades, tesis de licenciatura y doctorales, análisis críticos de variedad de estudiosos e incluso es protagonista de un DVD documental Villoro en Villoro, un trabajo de 31 minutos de Juan Carlos Colín en el que críticos y amigos de Juan —incluida su hija Inés, de diez años— hablan con el autor sobre su proceso creativo.
Es un escritor todo terreno: cultiva la novela, el cuento, el ensayo, la crónica, el teatro, el periodismo y los libros para niños; es un autor fundamental para entender el México de las últimas tres décadas, por eso su obra ha despertado el interés en otras naciones y ha empezado a ser traducida al francés, alemán, italiano, inglés y portugués. En Francia circulan cinco de sus libros, el más reciente, Arrecife, fue editado el mes pasado con un tiraje de 4 mil ejemplares. No así en Estados Unidos, donde apenas comienza su historia con la traducción de Arrecife.
“Curiosamente, la obra de Villoro no ha sido traducida al inglés como correspondería para el mejor narrador de su generación y ciertamente uno de los principales intelectuales públicos de la actualidad. Hasta donde sé, sólo su última novela Arrecife está por aparecer en inglés. Algunos cuentos también han sido traducidos por separado. Estoy seguro que no pasará mucho tiempo para que los editores y lectores de Estados Unidos comprendan la importancia de su obra y contribuyan al reconocimiento que ha recibido internacionalmente con premios como el Villaurrutia, el Herralde y desde luego, su muy merecido ingreso al Colegio Nacional”, dice a EL UNIVERSAL, Oswaldo Zavala, profesor asociado del Graduate Center de la City University of New York (CUNY).
En una comunicación de ida y vuelta, como uno de los últimos libros de Juan Villoro a cuatro manos con el escritor argentino Martín Caparrós, las dos traductoras de sus libros en francés: Juliette Bárbara Ponce -quien además es su editora- e Isabelle Gugnon, comparten sus acercamientos al autor de El testigo, Los culpables, El libro salvaje y La casa pierde.
“Lo que me gusta es su genio para destacar lo absurdo y lo encantador de su país y traducirlo en unas narrativas llenas de humor y ternura”, señala Ponce, quien ha hecho la traducción de Los Culpables y en colaboración con Isabelle Gugnon las de Arrecife y El libro salvaje. Justo, Gugnon agrega: “También su arte de las referencias escondidas a su vida, a los escritores que le gustan, a la música”.
Las dos traductoras coinciden en que Juan Villoro tiene un estilo falsamente simple “cuando lo lees parece fácil, fluido, casi sin efectos especiales, pero al traducirlo descubres que es una trampa. Es un estilo muy trabajado, una simplicidad complicada”, dice Juliette Ponce. Isabelle arremete: “Cuando uno lo lee, tiene la impresión de que va a ser muy fácil traducirlo, y pasando a hacerlo, se da cuenta de que Villoro tiene duende para utilizar palabras sencillas en castellano, que necesitan casi siempre una sabia adaptación al francés”.
Obra que es materia de estudio
Oswaldo Zavala, quien junto con José Ramón Ruisánchez coordinó el libro Materias dispuestas: Juan Villoro ante la crítica, asegura que la obra de este narrador ha sido central en las producciones culturales de México en las últimas tres décadas y que su versatilidad al incursionar en múltiples géneros le ha permitido ocupar un lugar prominente en el campo literario como uno de los principales intérpretes de la realidad cultural y política en México.
“Villoro ha articulado uno de los mayores desmontajes del nacionalismo mexicano, y junto con pensadores como Roger Bartra y Carlos Monsiváis, nos ha enseñado a dilucidar críticamente la fuerza ideológica que insiste en la falacia de un ‘ser mexicano’ que esconde y borra las más perniciosas redes de poder en el país”, afirma Zavala.
Alejandro Hermosilla Sánchez, filólogo español y profesor de la Universidad de Murcia, asegura que Villoro es un referente central entre la antigua tradición de escritores mexicanos y la nueva. “Ha sabido mirar las vanguardias, el pop y el rock, movimientos de masas como el fútbol desde la tradición introduciéndolos en ella. Naturalizándolos. Y al mismo tiempo ha sabido explicar a las nuevas generaciones los más importantes rasgos de la escritores de la Revolución y posteriores épocas”.
Hermosilla reconoce en Juan Villoro una ventana para acercarse al México actual, una excelente puerta de introducción a partir del cual se podían rastrear diversas realidades con mucha mayor seguridad. “Villoro ha aportado transparencia, ética y seguridad para introducirse en México”. Zavala dice que Villoro es sin duda uno de los principales referentes de todo académico que se acerque a los estudios mexicanos desde prácticamente cualquier disciplina, incluida la literaria y en particular sus cinco novelas. “Es claro que estamos ante una obra de crucial relevancia política junto con una altísima factura estética y formal, que sitúa a Villoro a la par de Monsiváis, José Emilio Pacheco, Sergio Pitol, Roberto Bolaño y Ricardo Piglia, por mencionar sólo a algunos de los escritores más afines a su proyecto literario”.

martes, 25 de febrero de 2014

Dallas Buyers Club - 23 de febrero 2014





Por Luis Fernando Galván (@luisfer_crimi)

Un sonido punzante, eléctrico y agudo, parecido al de una larga e incesante interferencia, sirve para notificarnos, como espectadores, que el peculiar “héroe” de Dallas Buyers Club –un macho extrovertido y seductor con vestimenta de vaquero texano–, Ron Woodroof (Matthew McConaughey), está a punto de desmayarse. En una situación similar, pero evidenciando un problema de salud mayor, acude a los sanitarios de un aeropuerto porque sufrirá un infarto. El recurso sonoro, empleado en varias ocasiones, sirve para mantenernos alerta sobre cuántas veces el protagonista de la historia azotará contra el suelo.

McConaughey ofrece una enérgica actuación como vaquero con SIDA. La notable pérdida de peso, de alrededor de 20 kilogramos, refleja su disciplina y rigor físicos como actor. Su aspecto demacrado es explotado para enfatizar su devastadora cercanía con la muerte –a veces innecesariamente: durante una conversación con un doctor, aparece postrado en la cama y, a pesar de tener una bata de enfermo, ésta sólo le cubre el abdomen, enfatizando sus largas y huesudas piernas, y sus flacos glúteos–. Su lastimera apariencia física se complementa con los otros elementos que construyen la imagen y personalidad de Ron. Enormes gafas negras, un marcado bigote y el constante uso de sombrero definen al electricista como una decadente y agónica versión del vaquero macho. Es un hombre petulante y, a veces, intratable. Agresivo y malhablado, descarado y atrevido. Apenas sobrevive en un viejo y desgastado remolque, pero con su modesto empleo y las apuestas que organiza en el rodeo durante sus tiempos libres, obtiene el dinero suficiente para gastarlo en sus grandes pasiones: drogas y mujeres. El realizador canadiense, Jean-Marc Vallée (C.R.A.Z.Y., 2005; The Young Victoria, 2009), no duda en presentar las aficiones del personaje desde la secuencia inicial. Woodroof, en la oscuridad de un establo –situado debajo de las gradas–, mantiene relaciones sexuales con dos mujeres. Su cuerpo, enérgico y sudoroso, está con ellas, pero su mirada desorbitada, confundida y animal, la dirige hacia el arenoso terreno donde otro vaquero cae y el toro comienza a embestirlo.


Tragos de bourbon, decenas de cigarrillos, líneas de cocaína, toros salvajes, apuestas en el rodeo, encuentros con prostitutas, un empleo como electricista. Ésta es la rutina diaria de Woodroof; eficiente y arriesgada, y ejecutada más por costumbre que por satisfacción. Por una parte, Dallas Buyers Club muestra cómo la dinámica habitual –aquella certeza del quehacer diario– es, sí, aniquilada y destruida por una enfermedad terminal pero, por otro lado, y paradójicamente, su agonía se convierte en una urgente razón para alterar el desequilibrado rumbo de una existencia miserable.


En 1986, durante la administración de Ronald Reagan (quien sostuvo una postura política de indiferencia ante el crecimiento de la epidemia de VIH), Woodroof es diagnosticado con SIDA y le pronostican 30 días de vida. Con su actitud bravucona, desafía las probabilidades y busca alternativas fuera de un sistema de salud que no le brinda esperanza alguna. En ese entonces, a una importante compañía farmacéutica le fue permitido probar, en pacientes, AZT, una droga que, se creía, podría destruir células infectadas de VIH: “Nos guste o no, esto es un negocio”, le dice Sevard (Denis O'Hare) –el médico que atiende la primera vez a Woodroof– a su colega, la Dra. Eve (Jennifer Garner), quien se manifiesta en desacuerdo con que se experimente con los enfermos suministrándoles tratamientos tóxicos, cuyos efectos secundarios no se conocían, o ilusorios (para tener resultados confiables del periodo de prueba, no podían informar a los enfermos que trataban si se les estaba suministrando medicamento o placebo). El laboratorio se aprovechaba de la desesperación de los pacientes para usarlos como conejillos de Indias.

Woodroof es un integrante más de la comunidad homofóbica que estigmatizaba a los homosexuales señalándolos como los culpables y como únicos receptores de la epidemia del SIDA. Su primera reacción al enterarse de la enfermedad es la negación. Pero rápidamente se pone a investigar y se percata de que también los heterosexuales contraen el virus, principalmente, mediante el uso de drogas intravenosas y teniendo sexo sin protección; ambas, sus especialidades. Cuando le quitan el AZT que ha adquirido clandestinamente, acude a México buscando una solución en el Dr. Vass, un médico estadounidense al que le retuvieron la licencia y que maneja un hospital clandestino. Él le advierte sobre la toxicidad del AZT, que mata las células del organismo haciéndolo más susceptible a las infecciones. Lo informa sobra algo que los médicos convenientemente ignoran: el manejo de los síntomas debe ser una prioridad para el enfermo.  Y le receta tratamientos alternativos como el DDC, un antiviral poco tóxico, y el péptido T, una proteína no tóxica, y una dieta saludable.

Woodroof, experimentado narcomenudista, rápidamente se da cuenta del potencial comercial de este menú resucitador, y comienza a traficar este tratamiento subterráneamente. Lo ayuda Rayon (Jared Leto), un ingenioso transgénero maquillado para enfatizar su cada vez más deteriorada enfermedad, por las nominadas al Oscar Adruitha Lee (The Artist, 2011) y Robin Mathews (Oz the Great and Powerful, 2013).

Para llevar a cabo su empresa, una vez que el AZT es legalizado y puesto en venta, Woodroof se ve orillado a desafiar a las empresas farmacéuticas e instaura un club de compradores con la intención de esquivar las reglas de la FDA (Food and Drug Administration) sobre la venta de drogas y medicamentos en EE.UU. El club vende membresías mensuales que le da derecho a los pacientes de VIH a tener acceso “sin costo” a sustancias que prolongan sus vidas. Para adquirir las medicinas, cada vez tiene que encontrar soluciones más remotas: Japón, Israel y Holanda, son algunas de ellas.

Woodroof realiza un negocio al tiempo que emprende una causa noble para ayudar a aquellas personas –muchos de ellos, homosexuales a los que solía despreciar y humillar– que habían visto sus esperanzas quebrantadas al interior del consultorio médico y de la habitación del hospital. En una lectura superficial y aleccionadora, el vaquero podría convertirse en una figura modelo para los que se encuentran a su alrededor al romper la ignorancia y la homofobia con la que se confrontaba el tema del SIDA. No obstante, el personaje de Woodroof –moldeado por los guionistas, Craig Borten y Melisa Wallack– resulta más complejo y se sitúa más allá de la empatía que produce la distinguida actuación de McConaughey.

Los motivos del protagonista no son caritativos, y la relación con Rayon es, en un inicio, oportunista. Woodroof lo utiliza para ingresar al amplio mundo de los clientes que necesita: la comunidad gay. Rayon es su pasaporte para obtener una recompensa monetaria. Hay una transformación en Woodroof, pero no es totalmente dramática ni reveladora, como suele suceder en este estilo de películas epifánicas de Hollywood. Quizá porque no tuvo el tiempo suficiente para convertirse en un verdadero reformador, y porque Jean-Marc Vallée emplea, en una acertada edición, varios saltos temporales para cubrir poco más de cinco años de la vida del vaquero. Él acepta a Rayon, pero no hay una muestra significativa que indique que logra convencerse del discurso político antihegemónico que encontraría su auge en los noventa bajo el slogan “todos somos iguales”. A diferencia del documental How to Survive a Plague (Dir. David France, 2012) –que mostró a los hombres y mujeres que, infectados de VIH, formaron el grupo Act Up con la intención de exigir la rápida y eficaz distribución de los medicamentos que prolongarían un poco más la vida–,Dallas Buyers Club es una revisión poco contundente de un conflicto médico-político acaecido en EE.UU. durante la década de los ochenta. Incluso, el filme –que parecía ser afilado en su crítica contra el AZT, los farmacéuticos que promovían su uso y la FDA que lo avalaba– termina por mostrarse tambaleante indicando, en los créditos finales, que, posteriormente a los hechos aludidos en pantalla (muertes irresponsables, debilitamientos innecesarios de los gravemente enfermos que aceleraron sus muertes), una dosis más baja de la sustancia fue utilizada para salvar miles de vidas, como si el tratamiento del SIDA se tratara de un ganar-perder.

Dallas Buyers Club no es un filme sobre una comunidad que exige sus derechos y debe cuidar de sí misma porque sufre discriminación. No se inmiscuye en otros temas derivados del problema central (cómo viven la sexualidad los enfermos de VIH, por ejemplo, o el uso del condón como método de prevención) que sólo hubieran desviado la atención. Es la historia de un hombre, Woodroof, buscando lo que hay a su alrededor para nutrirse de ello; una persona que busca soluciones en el exterior para beneficiarse, para prolongar su vida, para dignificar su existencia. Es un feroz capitalista –desesperado y codicioso– que busca hacer negocios; no es el hombre recto y moralmente superior al rescate de los débiles, enfermos y homosexuales. Y, a pesar de ello, por la propia complejidad del personaje, es, también, un hombre que logra respetar a Rayon y se preocupa por él. Se angustia por sus adicciones y, aunque titubeante –con prejuicios y sin olvidar su carácter de macho–, lo abraza para demostrarle su cariño. Woodroof es una figura que se gana la confianza y admiración de aquellos que lo rodean –una pareja homosexual le brinda su total apoyo para colocar una nueva oficina donde guarda los medicamentos y atiende a sus clientes–. Y a pesar de haber sido mujeriego, se comporta como un caballero cuando sale a cenar con su amor platónico, Eve. El héroe moderno, nada ejemplar, le otorga un rumbo distinto a su  maltrecha existencia y, de manera contingente, se convierte –más que un mesías o salvador– en una especie de Prometeo; rivalizando contra la autoridad y disponiendo del ansiado “fuego” que los enfermos requieren. Y recibiendo, claro, desde la incomprensible inmensidad de los cielos, un “castigo” final.


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viernes, 14 de febrero de 2014

Gira de Documentales. Ambulante 2014... en un vistazo


Ambulante 2014... en un vistazo




Ayer terminó Ambulante en el DF y he aquí la lista de lo que vi, en orden de preferencia. Le recuerdo al lector que las calificaciones positivas van de una a cuatro estrellas; las negativas, de una a dos cruces.


El Acto de Matar (The Act of Killing, Dinamarca-Noruega-GB, 2012), de Joshua Oppenheimer et al. Reflector: ***

Los Guardianes (The Gatekeepers, Israel-Francia-Alemania-Bélgica, 2012), de Dror Moreh. Imperdibles: ***

El Reencuentro (Atertraffen, Suecia, 2013), de Anna Odell. Reflector: ***

El Cuarto Desnudo (México, 2013), de Nuria Ibáñez. Pulsos: ** 1/2

La Necesidad Especial (The Special Need, Italia-Alemania, 2013), de Carlo Zoratti. Enfoque: ** 1/2

Pez Negro (Blackfish, EU, 2013), de Gabriela Cowperthwaite. Reflector: ** 1/2

H2Omx (México, 2013), de José Cohen y Lorenzo Hagerman. Pulsos: ** 1/2

Narco Cultura (Mëxico-EU, 2013), de Shaul Schwarz. Reflector: **

Amo del Universo (Master of Universe, Alemania-Austria, 2013), de Marc Bauder. Dictator's Cut: **

¿Quién es Dayani Cristal? (Mëxico-EU, 2013), de Marc Silver. Imperdibles: **

Café (México, 2014), de Hatuey Viveros. Pulsos: * 1/2

Penumbra (México, 2013), de Eduardo Villanueva. Pulsos: * 1/2

Lejanía (México, 2013), de Pablo Tamez Sierra. Pulsos: *

Bering. Equilibrio y Resistencia (México, 2013), de Lourdes Grobet. Pulsos: *

Muerte en Arizona (México-Bolivia, 2014), de Tin Dirdamal y Christina Haglund. Pulsos: 

Y en el día del Amor, va este texto de Juan Villoro


El Amor, S. A. / Juan Villoro
14 Feb. 14
Profesora de Sociología en la Universidad Hebrea de Jerusalén, Eva Illouz se ha especializado en la forma en que el amor sobrevive en la sociedad contemporánea. Entre sus sugerentes libros se cuentan La salvación del alma moderna y El amor y las contradicciones culturales del capitalismo.
Sus reflexiones se basan en un hecho eminentemente moderno: la concepción de la pareja como una unidad que comparte tareas de reproducción y supervivencia, pero también de complicidad sexual y ocio. No siempre se asumió que los cónyuges deberían conversar, entretenerse y gustarse.
Tener una pareja estable contrasta con los incentivos de la época, tendientes a afirmar la singularidad y la realización personal. En un espléndido ensayo publicado en la revista La maleta de Portbou, Illouz afirma: La cultura capitalista moderna requiere que se cultive la autonomía [Esto] entra en conflicto con la realidad del amor entendido como dependencia, apego y simbiosis. La estabilidad opera a contrapelo de una sociedad que fomenta la independencia, la competitividad y la realización del yo. La publicidad y el estatus nos llevan a cambiar de coche y a cuestionar el kilometraje de nuestra pareja.
Cada cierto tiempo, Goethe se sentía amenazado de matrimonio. Esto ocurría en una época en que el amor libre y las relaciones ocasionales no formaban parte de la norma. El autor de Las tribulaciones del joven Werther había ganado prestigio como experto en formas artísticas de morir de amor. Amaba la parte romántica del cortejo, pero temía el desgaste de la rutina. En Las afinidades electivas dio con una fórmula deportiva para resolver el predicamento. Una relación debía plantearse como un partido de tenis a dos de tres sets. La pareja debía fijar un plazo de convivencia y valorar el resultado. Esto permitiría establecer otro plazo. Si el resultado era fantástico, la alianza se consolidaba; si había dudas, venía el set decisivo.
Toda pareja enfrenta dilemas que transforman la relación en una guerra de supervivencia. El enemigo manifiesto es el mundo exterior donde se acaba el papel de baño, no llega el gas y las escuelas castigan por los retardos. El incumplimiento de alguno de estos menesteres transforma la lucha en algo interno. Entonces recuerdas que tu pareja ronca, llegó tardísimo el jueves, se duerme con la tele prendida, no oye lo que le dices y hace mucho que no tiene un detalle contigo.
Rafael Pérez Gay define al psicoanálisis como una actividad para un grupo ilustrado que encontró en la desdicha los misterios de la felicidad. Esta frase afortunada y melancólica se aplica sin pérdida a la vida en pareja.
Cuando vemos a un hombre y una mujer llevarse mal con confianza pensamos que están casados. Goethe llegó a decir que casarse era la iniciativa más humana, pues iba contra el instinto natural. Por su parte, Dolly Parton justificó así su participación en un concierto a favor del matrimonio gay: También ellos tienen derecho a ser infelices. Rodeado de chistes y frases que lo desaconsejan, el matrimonio sobrevive como la resistente unión de dos personas que no pueden estar separadas ni completamente unidas.
¿Seguimos necesitando la pareja?, se pregunta Illouz. Su respuesta es positiva, aunque las razones que ofrece son graves. En su opinión, el matrimonio monogámico ha dejado de ser un baluarte del conservadurismo para transformarse en una zona de resistencia a la sociedad de consumo: Una pareja es de hecho una proclamación contra la cultura de la elección [...] La pareja opera sobre una economía de la escasez. Por lo tanto, requiere virtudes y un carácter para el que la cultura moderna ya ha dejado de entrenarnos: requiere la capacidad de singularizar al otro, de suspender el cálculo, de tolerar el aburrimiento, de frenar el desarrollo personal, de vivir con una sexualidad frecuentemente mediocre, de preferir el compromiso a la inseguridad contractual. Este párrafo engrandece la unión voluntaria como un gesto heroico, ajeno a los estímulos de la meritocracia. Al mismo tiempo sugiere que el entusiasmo y la vitalidad deben buscarse en otra parte.
Cuando los novios acaban con los protocolos de la boda, dicen: al fin solos. Pero el aislamiento no es absoluto. Eva Illouz estudia la forma en que el amor y la pareja son determinados por el entorno. A veces no es el matrimonio lo que fracasa, sino la época.
Una pareja es una isla, señala Illouz. Y toda isla necesita un ferry para llegar a la tierra firme. A veces, el problema no surge en la isla sino en el ferry.
Articulo Enviado por: arturo a las 2014-02-14 05:09:33

martes, 11 de febrero de 2014

In Order of Disappearance


Con el filme de Hans Petter Molan, ya se habla en Berlín de un nuevo género: el western polar.
En orden de desaparición, la película más ovacionada en la carrera por el Oso de Oro.

Alia Lira Hartmann /Corresponsal / La Jornada
Martes 11 de febrero de 2014

Berlín, 10 de febrero.

En orden de desaparición, de Hans Petter Molan, no se trataba sólo del título de la película noruega que este día se proyectó dentro de la competencia por el Oso de Oro en la Berlinale. Los nombres de los actores por orden de aparición que el espectador acostumbra leer al principio de la proyección de una película, en este caso se mencionan conforme son eliminados, desaparecidos, levantados,asesinados, en fin, mientras pasan a mejor vida.

Un thriller noruego del mejor de los gustos. Es la cinta en la sección de competencia que hasta ahora ha recibido la mayor de las ovaciones.

El realizador noruego Hans Peter Moland, vuelve a laBerlinale después de dos años donde ya había competido conA Somewhat Gentle Man,protagonizada también por Stellan Skarsgard, estrella sueca del cine escandinavo, que también es parte del elenco deNymphomaniac, de Lars von Trier.

En orden de desaparición se desarrolla en paisajes donde prevalece la inmensidad gélida, el blanco de las masas de nieve, los cielos encapotados como telón de una trama donde la sangre corre, salpica, se embarra, haciendo un singular contraste con la blancura de la nieve.

En Berlín ya se habla de un posible nuevo género cinematográfico, el westernpolar; también se habla de cine al estilo de Tarantino o los hermanos Cohen, por discurrir bajo gélidas temperaturas que reflejan también el helado carácter de sus personajes.

El humor escandinavo es caracterizado como seco, directo. Para quien vive de ese lado del planeta la elección de dónde habitar se toma a partir de dos opciones muy simples: tener bienestar o tener sol. El bienestar económico se tiene en países fríos, ligados a sociedades industrializadas. El sol se tiene en países que no proveen bienestar económico a todos sus ciudadanos, no tienen altos estándares de bienestar, pero viven más felices; el astro mayor provee alimento para el alma, aunque el estómago sufra.En la cinta, Stellan Skarsgard da vida a Nils, encargado de una empresa de máquinas quitanieve, cuyo hijo fue asesinado por una banda criminal local liderada por un tipo con evidentes rasgos sociópatas, maniacodepresivos –Pål Sverre Hagen. Nils decide vengar a su hijo.

La banda criminal rival está compuesta por serbios, cuyo jefe es protagonizado por Bruno Ganz, veterano actor alemán que dio vida a Hitler en El hundimiento. También su hijo fue asesinado por la banda local y de igual forma buscará venganza.

Así, la trama empieza a desarrollarse por orden de desaparición de los personajes, conforme van siendo asesinados. Al final de las escenas aparecen esquelas por cada personaje desaparecido de la trama.

Por su parte, el realizador francés Alain Resnais presentó en competencia Aimer Boire et Chanter, traducida como Life of Riley, cuyo logro fue provocar que la mitad de los asistentes abandonaran la sala en la mitad de la proyección.

Rasnais invito a actores amigos llevando a la pantalla una historia con formato de teatro en torno a tres matrimonios, cuya discusión se centra en la inminente muerte de un amigo de ellos.

Realizaciones asiáticas

Hoy se proyectó también un filme chino considerado de carácter experimental, la primera de las cuatro cintas asiáticas en competencia por el Oso de Oro.Blind Massage, del realizador chino Lou Ye, explora el mundo de los invidentes y la sicología de un personaje que sabe que va a perder la vista de manera definitiva.

El elenco estuvo compuesto también por actores no profesionales invidentes.

Dieter Kosslick, director del Festival de Cine de Berlín, ha dado una presencia fuerte al cine asiático y ha declarado en más de una ocasión que cualquier producción de ese lado del mundo acude a la Berlinale con fuertes posibilidades de ser premiada.

jueves, 6 de febrero de 2014

El año que fue 14 . libro de Jean Echenoz (Anagrama, 2013)

AGUA DE AZAR

El año que fue 14

En palabras de Bernard Pivot, “alistarse en la Gran Guerra, 
después de que tantos lo hicieran, era un gran riesgo para Jean Echenoz; 
pues bien, la ha ganado, y ha regresado íntegro".


Era domingo en la soleada tarde del 28 de junio de 1914. En Sarajevo, una de tantas capitales provinciales del Imperio austro-húngaro, un terrorista de Serbia se acerca al automóvil descubierto donde viajaban el archiduque austríaco Francisco Fernando y su esposa. Los asesina a balazos y el mundo jamás volvería a ser el mismo: un mes después, como enrevesado conflicto entre primos hermanos, amigos distantes, conocidos incómodos y convidados de piedra, Europa muere a cuentagotas en lo que se ha llamado la Gran Guerra o Primera Guerra Mundial, un macabro mosaico polifacético donde parecían extinguirse los paisajes de acuarelas decimonónicas y se fraguaban en trincheras enlodadas todos los ismos que habrían de pintar el corto siglo XX: liberalismo, imperialismo, comunismo, colonialismo y un largo etcétera que no deja de hipnotizar a historiadores y lectores en general, pues ese pretérito que parecería cicatrizado es, en más de una de esas trincheras, herida abierta.

Se filtra en varios ambientes la avidez por leer toda la bibliografía posible sobre esa guerra que cobró millones de vidas y que desmanteló ya para siempre el concepto de los conflictos donde guerreaban soldados de plomo alineados en filas donde respetuosamente tomaban turnos para dispararse. La guerra del 14 inició con una sorprendente confianza en todos los bandos, convencidos de que no pasaría de ser un conflicto que duraría pocos meses. Se extendió hasta 1918 y en sus faldas de desgracia se llevó millones de vidas, envenenando los campos de Europa con gas mostaza y toda la inmundicia de los recuerdos más atroces. Sin embargo, así pasen 100 años, crece el interés por descubrir todos los secretos posibles o incluso la posible explicación de esa locura. Los archivos británicos han lanzado una magna ofensiva voluntaria para digitalizar todas las cartas y documentos que llegaban y volaban hacia el frente de batalla, una suerte de oleada civil por la memoria colectiva donde se privilegian los papeles que parecían condenados a volverse otoño amarillo en la amnesia de las bibliotecas, y no pocas editoriales han lanzado ya sus novedades o rescates de una historiografía variada o bien novelas y poesía que también se desprendieron de aquel dolor, cuando el mundo parecía vivir en sepia y entró en los colores del siglo XX con todos los tintes del horror.


Entre el espeso bosque de libros que se han ocupado del tema, quiero recomendar aquí la lectura de 14, del autor francés Jean Echenoz (Anagrama, 2013). Así, con el año en número y no en letras, el genial autor ha cuajado una pequeña obra maestra: una novela entera sobre esa guerra feroz narrada magistralmente en casi 100 páginas, no más. Nada menos: estamos ante un escritor que ejerce el difícil arte de desescribir con la misma minuciosidad y cuidado con los que escribe cada adjetivo que luego, quizá, haya que quitar: la sola imagen de un biplano que cae en picada y que cercena el cerebro del piloto al destrozarse, o el asco de las ratas en las trincheras inundadas de lodo y lágrimas, o bien, el mundo que aparentaba seguir igual, lejos del frente, donde esperan las novias el regreso de sus amados, o los padres que no podrían soportar ver a su hijo mutilado de guerra.

Jean Echenoz es un autor que lleva ya varios libros privilegiando eso que llaman “economía de lenguaje” en abono de las tramas bien cimentadas, los diálogos creíbles que no tienen por qué alargarse, los párrafos sin paja y apelando constantemente a la inteligencia del propio lector. Ganador del premio Goncourt en 1999 por otra genialidad titulada Je m’en vais, Echenoz es de los mejores y más leídos autores franceses de este año 14 y, a decir de su amigo, Philippe Ollé-Laprune, una energía encarnada en prosa, capaz de navegar la taquicardia consuetudinaria de una botella de whisky y quién sabe cuántas horas de sobremesa que se alarga, para amanecer fresco al día siguiente y escribir como si nada desde las ocho de la mañana.

En palabras de Bernard Pivot, “alistarse en la Gran Guerra, después de que tantos lo hicieran, era un gran riesgo para Jean Echenoz. Pues bien, la ha ganado, y ha regresado íntegro”. Habría que agregar: condecorado, pues son no pocos los lectores hipnotizados por la brevedad contundente, la certera extensión de cada párrafo donde Echenoz pinta como retrato las vidas palpables de sus personajes, la distancia y el sinsentido de la guerra, la solidez de eso que llaman Amor y que parecerá extraño, pero nunca mejor dicho, como ingrediente especial para la confección de una historia entrañable. Todo, envuelto en las palabras específicas para que el lector vea el sinsentido de un militar que se pasea con plumas en el casco tan solo para volverse blanco perfecto para los francotiradores enemigos o recorrer en palabras los laberintos de las trincheras, allí donde hay un joven que llora mirando al vacío y otro que intenta escribir una carta bajo la lluvia constante. Es el lienzo donde se fundía el metal de las metralletas y las alambradas retorcidas con la carne fresca de un caballo despanzurrado y luego, el absurdo de los alargados silencios, el vuelo de biplanos como moscas insólitas con pilotos de bufandas largas y allá lejos, en casa espera la niña que se ha vuelto mujer con flores en el pelo.

Jean Echenoz ya ha demostrado con maestría que la concisión y concentración de su prosa van en abono de la gran literatura que transpiran sus tramas y personajes, fundidas la imaginación con la memoria en un entramado que imanta al lector. Así sucede con el trinomio biográfico que realizo en tres novelas breves sobre el músico Ravel, el científico Nicola Tesla y el atleta Zátopek, y así sucede con 14, esta novela que desde luego no pienso echar a perder contando aquí más enredos de su historia, ni los nombres de sus personajes ni el desenlace que ha de sorprender a todo lector en medio de una noche imaginaria, así lo lea a plena luz del día.

miércoles, 5 de febrero de 2014

Claire Denis, sobre la responsabilidad de la imagen


Entrevista por Alfonso Flores-Durón (@SirPon) y Sofía Ochoa (@sofochoa) Texto por Sofía Ochoa

Después de Agnès Varda, Claire Denis es la directora francesa viva más importante en la actualidad. Más de una década después de iniciado el siglo XXI quisiéramos que esta aseveración no significara mucho, pero sigue siendo cierto que proporcionalmente son pocas las mujeres que hasta ahora han podido tomar una cámara y forjarse una carrera como directoras. Cuando en entrevista le planteamos la cuestión, de modo impulsivo ella misma intenta rechazar el estereotipo: “yo fui educada igual que mis hermanos hombres. Mis padres no hicieron distinciones entre ellos y nosotras”. Pero inmediatamente rectifica: “para ser honesta, sí se requieren ciertos atributos para ser director que no todas las mujeres tienen. La dirección es muy física; hay que tener fuerza física para poder estar ahí. Y el medio es muy competitivo, no cualquiera lo aguanta”.





En específico, algunos de los sets de sus películas son sumamente exigentes. Su ópera prima, Chocolat (1988), Beau Travail (1999), su cinta más lograda hasta ahora sobre el grupo militar de la Legión Extranjera, y su más reciente trabajo, White Material (2009), fueron filmadas en Camerún; la última, cuando estaba por cumplir sesenta años. En ésta, la fabulosa Isabelle Hppert interpreta al personaje principal, Maria Vial, una mujer a cargo de unas plantaciones de café en alguna ciudad de África cuya fuerza física remite inevitablemente a la capacidad guerrillera de Denis: “Isabelle no estaba usando maquillaje. Quería que fuera una mujer que trabaja en el campo y el maquillaje se hubiera visto raro. Quería que fuera alguien que trabaja fuerte, que viaja en un tractor. Solo al final se pone algo de labial. Quería que fuera una granjera. Me disgusta que los actores usen maquillaje que se supone que se ve como si no estuvieran usando maquillaje. No usar maquillaje libera a todos. Significa que Isabelle está confiando en mí, yo en ella y eso crea una buena relación con la cámara. No era Isabelle rodeada de actores de Camerún; ella era parte del grupo. Todos eran tratados de igual manera en términos de imagen. Era un acercamiento muy natural. Cuando hacía calor todos estaban rojos. No fingíamos el calor. No porque quisiera recrear la realidad, porque la realidad en la cinematografía nunca es interesante. Se trata de crear una relación entre actores, actrices y el filme, que sea real. El filme nunca es realidad. Pero es bueno crear imágenes verosímiles. No para hacer un documental sino para hacer un filme a base de momentos reales”.




Esa fidelidad a la verdad a través de la ficción es una de las características distintivas de su narrativa y de su estilo: “Pienso que mi estilo viene porque solo conozco una manera de hacer las cosas. Nunca en mi vida pienso ‘haré las cosas con este estilo’. Trato de ser alguien totalmente ‘desnuda’ en las películas, alguien que no las estilice. La única manera que conozco de comenzar una película es: ¡ahora! Cuando escribo un guión hay emociones, hay sentimientos. Trato de recrear eso en el set. Quizás al final parezca estilo pero no era mi idea inicial del cine. Lo que quería era ser eficiente y apegada a la idea de la película. Cuando comienzo el guión a veces tengo algunas imágenes en mi cabeza y esas imágenes permanecen. Me lastiman”.

Denis no parte de explicaciones sino de preguntas. A partir de éstas arriba a soluciones complejas que responden a lo intrincado de las situaciones a las que están sometidos sus personajes y a lo inacabado de su identidad. Decidió hacer J’ai pas sommeil (No tengo sueño, 1994), por ejemplo, luego de que en Francia la noticia sobre una pareja de negros gays mata-viejitas fueran etiquetados como “monstruos” durante más de un año en los medios. Una vez que fueron aprisionados, el morbo desapareció. ¿Qué significa ser un monstruo? ¿Cómo perciben a esos monstruos las personas a su alrededor? En el filme explora a estos personajes a partir de la mirada de sus vecinos y su familia. La honestidad, para ella, es crucial: “creo que hacer filmes para mí es diferente que ser un político. No intento juzgar. Hago las películas como las siento. Trato de apegarme lo más que puedo al guión, a mis propios sentimientos y a los actores con los que estoy trabajando. No se trata de un método. No hay algo teórico. A veces me da miedo. Pero hago las cosas como creo que deben hacerse”.

Formalmente, esta actitud ha devenido películas sumamente sofisticadas, no glamorizadas, con un ritmo constante –quizá como resultado de su pasión por la música a la que le da gran importancia–, una fascinación erótica por enmarcar rostros y cuerpos –en particular los masculinos–, diálogos escasos, sugerentes, poco didácticos, una exploración de los espacios a veces tan meticulosa y sensorial como de las caras, e historias que exploran los temas de las fronteras y el Otro sin caer en discursos antropológicos prefabricados.

Cuando le preguntamos por su interés en África, a pesar de haber vivido parte de su infancia en distintos países de este continente, pues su padre era un administrador colonial, y de que sus películas regresan de una u otra manera a este lugar, primero intenta desmarcarse: “Yo no conozco África. África es una idea”. En la autobiográfica Chocolat, la protagonista de nombre France regresa de adulta a Camerún y recuerda su infancia en la que, a pesar de su edad, trataba a los negros con desdén y autoritarismo. Después de una pausa añade: “Estar interesado no es suficiente para hacer un filme. Hacer un filme es algo complejo que contiene partes de mi propia experiencia, de cosas leí en el periódico, que vi en la televisión, que entendí más o menos bien en este nuevo mundo global y, a veces también, trazos de la historia de Francia en África, o trazos en Francia de lo que significa haber sido un país colonial durante 200 años”. Quizá esta sea su manera de marcar un límite entre las acciones de su padre sin deslindarse por completo, de rastrear Francia en el mundo y de destilar lo universal, lo corpóreo, de la experiencia gala poscolonial.

En Trouble Every Day (2001), donde Vincent Gallo interpreta a un médico contagiado por un virus que lo obliga a comerse a sus amantes, busca retratar cómo es que un deseo apasionado se convierte en obsesión: “Como en una película de vampiros. Ser un vampiro no significa solo chupar sangre sino que hay una metáfora erótica. En Trouble Every Day hay más devoración que canibalismo. Se trata de cuando estás tan dentro de tu deseo que puedes introducirte a la carne. El canibalismo es más como un ritual antiguo y religioso. Se acerca más a la antropología. La devoración se acerca más a la libido”. En esta película el deseo mal conducido acaba en asesinato. Pero aunque hay cierta empatía con el asesino, Denis no hace una apología. Sabe situar la cámara en el marco del cuestionamiento moral: “Cuando Vincent Gallo está matando a la camarera en el hotel, creo sin duda tener empatía por él. Desde el inicio he decidido que él es víctima de sí mismo. Así es que no lo estoy juzgando, pero estoy filmando una escena horrible y cruel. Asusta porque está matando a esta chica”.

“Hay placeres que son tan profundos que ocasionan daño. No es moralista. Pero siempre pasa algo cuando filmo una película que me pone en la importante obligación de pensar dos veces cómo filmar una escena de amor o de asesinato. Si tomo el ejemplo deJ’ai pas sommeil, sobre el asesino matando viejitas por dinero, recuerdo la escena que filmé de dos hombres atacando a una viejita, fue muy difícil. Pensaba: ‘¿tengo que estar demasiado cerca y ser demasiado nítida para recrear el horror de la acción?’ Esta pregunta es muy importante. Al final decidí hacerlo todo en un plano secuencia desde la distancia. Si está bien o mal no lo sé. Pero fue mi posición en ese momento. Sentía que quería crear una emoción que no fuera morbosa o demasiado voyerista. Si filmo amor o momentos íntimos, también existe un lugar eficiente e indicado para mirarlo, para ser un acompañante y no un mero voyeur”. En Friday Night (2002), sobre una mujer que una noche antes de mudarse con su novio tiene un encuentro sexual con un desconocido, las escenas de cama están filmadas con tanta cercanía que es casi imposible distinguir las fronteras de los cuerpos. Visualmente, en esos momentos, los cuerpos se funden.

A pesar del alto grado de responsabilidad que Denis da a sus personajes, jamás los condena del todo. Les proporciona cierto espacio de redención. El gran error de Maria Vial en White Material es su sentimiento de superioridad. “Ella piensa ‘nadie se atreverá a matarme a mí o a mi hijo. Soy un princesa aquí, aunque sea pobre’. Ella cree que ser blanca la protegerá”. Al final, todos a su alrededor, sus amigos, su familia, su hijo, mueren. Ella tendrá que regresar a Francia con su pasado a cuestas. Denis decide no matarla porque “preferiría que contemplara el desastre del que es responsable. Me gustaría sanarla meses después de que se va a Francia sin tener nada. Creo que en una tragedia hay muertos. Pero me parece importante que el personaje principal esté ahí para ver los resultados. Si está muerta solo sería una víctima”. A la luz de su filmografía, tan ligada a la experiencia colonial y a la culpa blanca, este aparente sadismo o intento de expiación parece querer trascender el marco de la pantalla.

Los perversos sinópsis EN FILME





Los perversos es un filme complejo y bestial, con una trama intrincada y plagada, además, de espinosos temas de dimensión moral. La perversión, invitada permanente en las películas de Denis, no sólo en su vertiente sexual, sino en casi cualquier acepción ocupa, como el título en español evidencia, un lugar preponderante en esta historia. Perversos son no únicamente a quienes obviamente hace referencia el filme; todos los involucrados lo son, de una u otra forma. 

Vicent Lindon es Marco, un marinero que regresa a París al ser enterado del suicidio de su mejor amigo y cuñado. Progresivamente irá advirtiendo, al tiempo en que enamora a su hermosa vecina, Raphaëlle (Chiara Matroianni), del grado de implicación de su esposo en la catástrofe que infligió a la familia de su hermana. Desde la secuencia inicial, sugestiva con toques oníricos y líricos, la realizadora francesa imprime el tono enigmático, con toques de thriller, que desarrollará a lo largo de este valiosa película, en la que la cámara siempre está inquietantemente próxima a los personajes, y la habitual música de los Tindersticks ilustra la ambigüedad de todo cuanto atestiguamos.

 Los perversos es infinitamente superior a varias de las cintas que compitieron por la Palma de Oro en Cannes, a pesar de haber sido relegada a la Quincena de los Realizadores.
EF

CHIC MAGAZINE, ED. 32 Febrero 6 de 2014