Era un viernes por la noche con luna nueva. Las estrellas brillaban a plenitud. Terminaba un encargo equivocado, una necedad juvenil de un año, y la noche se vivía liberadora. Cuando llegué a la casa, mi adorada perra Quiara murió a mis pies. Milou, su hijo y compañero, tan querido como ella, salió corriendo despavorido y apareció muerto por la mañana detrás del corral de las cabras.
La agonía de Quiara fue corta pero muy dolorosa. La impotencia ante su sufrimiento también. Esperamos el regreso de Milou durante horas, estupefactos por el hecho, rotos de tragedia, ese paso repentino y violento de la felicidad a la infelicidad. El veterinario llamado con urgencia vio los síntomas de Quiara, la lengua amoratada y el rigor mortis repentino, y habló de un poderoso veneno, algo prohibido para matar coyotes que se consigue con facilidad.
El sábado por la mañana celebramos los funerales de nuestros perros en el panteón donde están los restos de Petra y Galleta junto a un pino azul. Las galas del campo llovido y sus florecillas multicolores fueron el marco del tristísimo momento, su imposible compensación. ¿Qué se hace con el dolor? ¿Desde qué dice el poeta: umbrío por la pena, casi bruno, porque la pena tizna cuando estalla, donde yo me hallo no se halla hombre más apenado que ninguno?
Hay dolor profundo y dolor permanente. Éste es equivocado y el otro es necesario. De todos modos resulta inexplicable. Ahora que escribo estas líneas catárticas vuelve a mi mente la imagen de la cruel agonía y la fiel nobleza de Quiara y Milou que resistirían el veneno hasta esperar mi llegada para morir una delante de mí y el otro habiéndose despedido, y debo despojarla del corrosivo sentimiento de dolor que me causa en las entrañas, del llanto que me provoca y no sé cómo sacar: así es la oscura desbandada de los seres y las cosas, todos episódicos, no duraderos, efímeros. Lo único permanente es la impermanencia de cuanto hay.
O el factor estoico: Dios nos los dio, Dios nos los quitó, bendito sea Dios. No encuentro otro arreglo posible ante la fatalidad. Me digo que buscarle causas es incurrir en una distracción epifenoménica para aceptar el suceso, una distracción causal: ¿quién fue, cómo fue? Es el apego, el deseo desesperado porque nuestros guardianes y compañeros vuelvan a estar aquí. Una imaginaria operación sentimental sobre el tiempo: cuánto quisiéramos que estuvieran.
Veo volar una garza blanca que despega de la pequeña poza de agua. Pienso que es el alma de Quiara y Milou yéndose de aquí hasta ese lugar de la alta fantasía donde llueve, otro plano de la conciencia u otro estado del ser. Nada se crea, nada se destruye, todo se transforma. Y los dioses se burlan de los hombres quitándoles sus bienes más preciados.
Mi mujer habló del dolor que vivió Quiara y dijo algo que me llamó la atención: “Qué bueno que lo sacó, que no se lo llevó”. Creyendo en la existencia de un orden providente, sabemos que Milou también sufrió y se liberó.
Por eso la garza blanca alzó el vuelo y una segunda pasó después. Los dos se fueron a un estado desconocido donde hay eso: lo desconocido, una promesa común a cualquier entidad o ser compuesto, que no tiene esencia propia pero cuyas cualidades son percibidas y se toman por verdaderas: todos conocerán sin falta en qué consiste esa desconocida condición evaporada de ya no estar en el mundo más.
Siendo así, el mundo es un escenario donde la representación se va haciendo por sí misma como un fluido ininterrumpido en constante movimiento. ¿Cómo convencer al deseo de que se resigne a desprenderse de lo que ama, que se conforme a su perentoriedad súbita, y que no reclame como Fausto: “Detente, instante, eres tan hermoso”? Es un arte supremo aprender a soltar.
No puede tenerse pan sin cocción: el conocimiento es el agua, el cuerpo es la harina y la emoción es el fuego. Todo dolor es una emoción. Esa advertencia es antigua y dura: nos hacemos en el dolor, aunque en él nos deshacemos. Dice el proverbio árabe que el azar es el nombre de Dios. Aunque lo que ocurre es una fatalidad necesaria, entonces lo que ocurre es la sombra de Dios.
He vuelto a ver la luna nueva, pequeña y brillante. Las tardes se suceden entre nubes y crepúsculos luminosos. La vida sigue, por eso desaparece. Mientras uno se hace viejo lo va sabiendo: existir es un misterio para la razón. Y el dolor quema, purifica.