martes, 14 de febrero de 2012

Tenemos que Hablar de Kevin crítica de Diezmartinez




Rojo es el color. Roja es la ola humana en la que vemos entregada al inicio, en top-shot, a Eva Khatchadourian (Tilda Swinton, injustamente ninguneada en las nominaciones al Oscar 2012) en el festival valenciano de La Tomatina; rojas son las warholianas sopas enlatadas que se encuentran a la espalda de Eva, quien se esconde de las penetrantes miradas acusadoras y las pequeñas acciones mezquinas de alguna mujer en un supermercado; roja es la pintura que estoicamente, sin chistar, sin quejarse, quita laboriosamente de la fachada de su casa o del parabrisas del auto una mañana sí y otra, acaso, también; rojas son las luces de las patrullas y las ambulancias que llegaron en ese día nefasto a cierta preparatoria a recoger varios muertos; roja es la hora que el reloj despertador parpadea una y otra vez en los sueños/insomnios de Eva; roja es la mermelada, ¿único alimento que le gusta al andrógino adolescente Kevin (impresionante Ezra Miller)? Y rojo, claro está, es el color, de la sangre.
 
El leit-motif visual de Tenemos que Hablar de Kevin (We Need to Talk About Kevin, EU-GB, 2011), tercer largometraje de la desconocida en México Lynne Ramsay (Ratcatcher/1999, Morvern Callar/2002), es lo único obvio de una cinta ambigua, inquietante, dificil de ver. Basada en el libro homónimo de Lionel Shriver, he aquí el relato hiper-fragmentado de la relación que tiene la exitosa autora de guías de viaje Eva Khatchadourian con el Kevin del título, ese hijo que no la dejaba ni pensar con sus berridos cuando era bebé, que le hacía la vida imposible cuando estaba en pre-escolar al negarse a ir al baño y que, ahora, la ha convertido en una paria social después de que, en plena adolescencia y para "festejar" su cumpleaños, asesinara a varios de sus compañeros de la preparatoria.
 
En la adaptación fílmica, la cineasta -y su coguionista Rory Stewart Kinnear- ha hecho un cambio significativo con respecto al libro. Mientras en la irritante -y a ratos, perversamente divertida- novela de Shriver conocemos todos los acontecimientos a través de la propia voz narrativa de Eva, quien le escribe largas cartas/confesiones terapéuticas a su marido Franklin, en la película no tenemos ninguna voz en off que nos informa ni nos dirija. La estructura retrospectiva, cierto, es claramente subjetiva pero también caprichosa, impresionista: tienen que pasar varios minutos para que el espectador empiece a colocar las piezas del rompecabezas.
 
De cualquier manera, lo dificil del filme no está en su estructura narrativa, sino en su ambigüedad, mucho más provocadora aquí que en el libro. ¿De dónde surge la maldad de Kevin? ¿De un rechazo a ser madre tan profundo que ni en el parto Eva lo podía ocultar ("Deje de resistirse", le dice la ginecóloga a una Eva que no quiere parir)? ¿De ese lado oscuro que la propia Eva cría y alimenta en Kevin, su clarísimo alter-ego físico y acaso moral? Al negarse a brindarnos la voz en off de Eva, Ramsay nos obliga a ver desde afuera esa enfermiza relación madre/hijo y a que nosotros, como espectadores, sustituyamos con nuestras propias teorías la intencionada opacidad psicológica en el trazo de los personajes. ¿Por qué sucede lo que sucede? No lo sabemos y, de todas formas, ¿lo podríamos saber? Como dice el propio Kevin en cierta escena clave, "no hay punto: ese es el punto de todo".
 
Ramsay nos muestra el anguloso rostro de Swinton en encuadres cerrados y, la mayor parte del tiempo, solitarios. No podía ser de otra manera: Eva está sola, cargando con la culpa de lo que hizo su hijo. No huye porque no puede huir de sí misma; no se esconde porque sabe que tiene que verse en el espejo cada mañana. Con todo y el abrazo ¿conciliador?, ¿cómplice?, del final -que no desenlace-, Eva sabe muy bien que su condena no ha terminado ni terminará nunca. Un filme aterrador. Y más con esa insidiosa banda sonora, con ese conmovedor gospel de Washington Phillips, con ese inolvidable country de Lonnie Donegan, con esa encantadora cursilería de Buddy Holly: "¿Love like yours will surely come my way?". No hay derecho. Ramsay no tiene mamá.

Drive: el Escape, critica de Diezmartinez


Crítico de cine del Grupo Reforma, del diario Noroeste y de otros lugares más...

 





En su octavo largometraje, Drive: el Escape (Drive, EU, 2011), el cineasta danés educado en Nueva York Nicolas Winding Refn sigue en su incansable ruta de apropiación de fórmulas y géneros fílmicos de todos colores y sabores, a saber: la camaradería/rivalidad scorsesiana/tarantinesca de Pusher (1996), la exasperante cinefilia romanticoide à-la-Tarantino de Bleeder (1999), el miserabilismo/tremendismo casi ripsteniano de la secuela Pusher II (2002), el flemático whodunit inglés en el telefilme británico de Miss Marple Némesis (2007), la insólita fusión del violento cine-de-vikingos con la estética del avant-garde europeo en Valhalla Rising (2008) y el impresionante pero vacío juego estilístico kubrickiano de Bronson (2008) -dejo fuera de la lista Fear X (2003), que no he visto, y Pusher 3 (2005), que logra superar con creces el mero pastiche genérico debido al humor y a la humanidad de sus personajes: en mi opinión, lo más cercano que ha estado Winding Refn de una obra maestra hasta el momento.
 
Pero volvamos a Drive. En una invaluable entrevista que Winding Refn dio hace unos meses a Sight&Sound, el cineasta danés desconocido en México -Drive es la primera cinta de él que se estrena comercialmente en estos lares- declaró que siempre pensó en su más reciente película como un cuento de hadas moderno, con todo y príncipe azul, dama desvalida y feroz dragón invencible. Por eso, uno piensa, se justifica la soledad casi autoparódica de el-conductor-sin-nombre encarnado por Ryan Gosling, eso explica también su llamativa vestimenta dorada y, ni se diga, su caballeresca relación -digna de un Sir Lancelot interpretado por Steve McQueen- con su encantadora Guinevere particular (preciosa Carey Mulligan).
 
En manos menos expertas, esta ridiculez se habría derrumbado en los primeros minutos. No cuando dirige Winding Refn, que usa las tomas nocturnas aéreas de Los Ángeles con tal convencimiento que parece haberlas inventado él, que se lanza sin red de protección a una secuencia de créditos ochentera con todo y pegajoso tecnopop en la banda sonora, y que nos muestra el enamoramiento de el-conductor-sin-nombre e Irene con tal delicadeza que quisiera rozar (aunque brincos diera) el sublime romanticismo de un John Ford (cf. las intensas miradas de Ethan y su cuñada en Más Corazón que Odio/1956) o de nuestro Fernando De Fuentes (cf. la devota mirada de Tiburcio Maya a la sagrada mujer de su compadre en El Compadre Mendoza/1934).
Winding Refn no confiesa, sin embargo, sus influencias más obvias: en primera instancia, el clásico western con héroe solitario y caballeresco Shane el Desconocido (Stevens, 1953) -historia retrabajada en innumerables ocasiones, desde el sólido chiliwestern nacional El Silencioso (Mariscal, 1967) hasta este semirefrito sobre ruedas que es Drive, pasando por la reimaginación neoclásica dirigida/protagonizada por Clint Eastwood El Jinete Pálido (1985)- y, en segundo lugar, la entretenida cinta de acción Driver, el Conductor (Hill, 1978), en donde otro lacónico conductor-sin-nombre (Ryan O'Neal) se enfrentaba hawksianamente con un rudo policía (Bruce Dern) que lo quería atrapar a toda costa. 
 
De hecho, tuve que volver a ver Driver, el Conductor para constatar todas las deudas que el guión de Hossein Amini -sobre una novelita de James Sallis- tiene con la historia original escrita por Walter Hill: tanto O'Neal como Gosling son conductores profesionales que venden caro sus servicios a ladrones y asaltantes, los dos están fuera del alcance de la policía porque conocen como nadie las calles de Los Ángeles, los dos son de pocas palabras -tienen que pasar varios minutos antes de escuchar su voz en las dos cintas- y los dos parecen haber sido trasplantados del Viejo Oeste al pavimento, y de un caballo a un auto lucidor, por lo que el conductor-sin-nombre de O'Neal es conocido como "Cowboy", mientras que el-conductor-sin-nombre de Gosling juega con un palillo entre sus dientes, cual vaquero con un hilo de paja entre los labios. Por supuesto, hay diferencias: mientras Hill juega concientemente con la fórmula hawksiana de admiración/rivalidad entre los dos machos O'Neal y Dern -por lo que aquí la mujer ocupa un lugar secundario y, de hecho, es una amenaza para los dos vaqueros modernos-, Winding Refn se separa del ethos profesional hawksiano para jugar en el terreno de las alegorías caballerescas del héroe misterioso/sacrificado, al estilo del Shane de Alan Ladd.
 
Durante la primera hora, debo confesar que Winding Refn me tenía atrapado. Por supuesto que veía cada costura, cada referencia cinefílica, pero me venció la impecable puesta en imágenes a través de la cámara de Newton Thomas Sigel, su banda sonora ad-hoc y, especialmente, el sincero trabajo de cada uno de los actores creyéndose su papel: Gosling cual caballero andante sobre ruedas, Mulligan cual dama irreprochable con niñito en ristre, Oscar Isaac perfecto como el noble pero inútil marido bueno-para-nada, Ron Perlman como el animalesco villano salido de una B-movie ochentera y, por supuesto, el ninguneado en el Oscar 2012 Albert Brooks en el papel de un productor de cine vuelto gangster (¿o es al revés?) que tiene la única línea claramente autoreferencial de toda la cinta: "hice cine de acción hace mucho; en Europa les gustó y lo llamaron arte, yo digo que es mierda", como curándose en salud por si alguien dice lo mismo de esta película.
 
Sin embargo, Winding Refn se enamora demasiado de su propio juego y lo lleva al extremo en la infame escena del elevador en la que, ralenti de por medio, el lacónico Gosling, después de dar un besito virginal a su adorada Irene, se convierte en una implacable y violenta máquina de matar. Entiendo que era necesaria esa transformación del personaje -el Shane de Ladd y El Predicador de Eastwood tuvieron escenas similares en sus respectivos filmes- pero no a ese nivel en el que la violencia termina caricaturizando el comportamiento del protagonistas. He aquí, pues, a nuestro Sir Lancelot, amable con los niños, caballero ante las damas, generoso con los amigos que, sin decir agua va, se convierte en el psicopático Bronson de Tom Hardy. En ese momento y por lo que siguió a continuación, la cinta dejó de ser, para mí, la obra mayor de Winding Refn para convertirse en un muy sólido y siempre visible pastiche proveniente de un cineasta con recursos del cual debemos esperar algo mejor. Ya lo ha hecho, insisto, en Pusher 3. Aquí seguiremos esperando.


Drive

De más esta que yo les cuente, que acabo de ver Drive, y que me fascino! me gusto por todo, empezando por ese magnifico soundtrack que es muy recomendable. Hacia mucho que una peli no me hacia sentir tantas emociones a la vez., y conste que lo digo con amplio conocimiento de causa, ya que puedo presumir que vi casi completa toda la muestra de cine, cuya cartelera postee el mes pasado en este blog.

Pero de ello les hablare otro dia, hoy, hoy, en este dia de melaza pura, globos metalicos, corazones, chocolates y harto amor, que circula en el el aire (y en mi redacción) traigo a colasion la pelicula  de Drive., y no me puedo sacar de la cabeza esa gran secuencia del elevador (no la cuento para los que no la han visto) esa escena puede enamorar al más reticente a esta fechas en particular.



De paso  les dejo la columna del señoron Sergio González Rodriguez, que publicó en Reforma y que no podia ser más precisa respecto a Drive...



Escalera al cielo / Drive, la película
Filme noir ultracontemporáneo, que se define por su enfoque peculiar ante la fluidez comunicativa, en este caso la de los automóviles en la ciudad más automovilística y vial del planeta, Los Ángeles, California, Drive, de Nicholas Winding Refn, impone un plan de supervivencia en medio de los acechos del poder criminal y el poder institucional. La pervivencia de valores adversativos y marginales en un mundo de codicia, explotación, ganancia.

La primera secuencia define lo que será el resto del relato: un hombre está de pie delante de una ventana que contempla el panorama nocturno de la urbe californiana; expresa sus pensamientos mediante una voz fuera de cuadro y describe su oficio de conductor de fuga en actos criminales; sobre una mesa se halla un mapa de la ciudad, a un lado un televisor y sus imágenes comunes. El mundo aislado del protagonista se transformará enseguida en la vista frontal del conductor al volante de su coche en una avenida solitaria, un sendero de luces laterales que semejan una extensión del tablero iluminado a un lado del volante, sus indicadores bajo la conexión abierta de la radio en la frecuencia policiaca.

En la escala visual de la película, el coche y sus desplazamientos buscan evadir la gravitación de los rascacielos y la infraestructura urbana que encubren sus misterios bajo la iluminación nocturna, o los disimulan en la actividad y las normas diurnas. El protagonista, elusivo, lateral, inescrutable en su oficio, resumirá las resonancias del antihéroe de la narrativa de mediados del siglo anterior impuesta por Raymond Chandler: un conductor que hubiera dejado atrás la piel del detective honesto para adquirir la del vengador anónimo en defensa de valores en declive, como el amparo de los indefensos.
Mike Davis ha distinguido el ensamble de la narrativa literaria con la fílmica que consolidó el género noir estadounidense y sus tres etapas: la clásica, que ejemplifica la obra chandleriana; la de los prosélitos, como John Gregory Dunn o Elmore Leonard, y, por último, la de los parodiadores, como James Ellroy. Ahora, como antes David Lynch, Nicholas Winding Refn propone una cuarta etapa para el siglo 21: la de los regeneradores.

Si la cultura pop es parasitaria por excelencia, es decir, funciona bajo el efecto cascada en degradación continua reflejado por el modelo bioantropológico e informático que estudió Michel Serres, donde el término "parásito" alude a la estática auditiva o ruido que impide claridad comunicativa, ahora, en un tiempo ultracontemporáneo, que permite interconectar al mismo tiempo vastos cuerpos de información presente, pretérita o virtual, la regeneración de contenidos heredados funciona al menos en dos planos: el de lo real u originario y el de los desdoblamientos infinitos de lo real u originario que pueden recuperar una exactitud distante del ruido siempre y cuando sean regenerados. Así, la anterioridad renace, y el acontecimiento visto en la pantalla sucede al mismo tiempo como indicio de realidad evocada y como indicio de la realidad fantaseada.

En tales términos, resulta secundario si antes de Drive hubo The Driver (1978), la cinta de Walter Hill, o si el Driver que actúa en Drive, el estupendo actor Ryan Gosling, recuerda, como se ha dicho, al Mersault de Albert Camus en El extranjero y su firme neutralidad, o bien, refiere al protagonista de Menos que cero, de Bret Easton Ellis. Desde una estrategia de regeneración, la angustia o parodia de las influencias desaparece para convertirse en una apropiación integral que produce algo distinto y personal. Ha sucedido con David Lynch y ahora con el Nicholas Winding Refn de Drive: marcan la diferencia respecto de los simples epígonos o los parodistas.

Drive se basa en la novela homónima de James Sallis publicada en 2005, y cuya versión en español circula desde 2009 bajo el sello español La Magrana en traducción de Juanjo Estrella. Sallis construye su novela sobre la personalidad de Driver: un sujeto que se mimetiza con el paisaje multicultural de Los Ángeles, en restaurantes y supermercados rebosantes de mercancías, colores, luces y avisos publicitarios, atmósferas musicales extraídas de rockolas con grupos mexicanos y sabor nostálgico de burritos, machaca, chiles jalapeños. Un Driver adolescente que se apropia de un Ford Galaxie para hacer su vida en California, su reputación al volante. La novela de Sallis implica una crónica cotidiana del conductor, sus memorias de infancia o adolescencia y un retrato de Los Ángeles marginal. Una normalidad impersonal que se ve rota por brotes de violencia hiperrealista. El registro de ambientes y lugares, de esquinas y avenidas se alterna con los diálogos parcos de los personajes, borrosos, espectrales, en ellos, incluso la cultura pop se vaporiza, y conceptos como libertad, liberación o democracia remiten a los pavos horneados el Día de Acción de Gracias. Endebles, crujientes, ilusorios.
Nicholas Winding Refn reelabora la materia de dicha novela para centrarse en un equilibrio entre la personalidad del protagonista y las acciones de su impulso vindicativo. No en balde las mejores secuencias de la película tienen que ver con la explosión del personaje enfrentado a sus oponentes. En especial, la antológica cercanía de Driver con una máscara sin rasgos a un festejo para atisbar la contundencia de su venganza, mientras se escucha una melodía anacrónica incidir como contrapunto y lubricante de la fluidez de la violencia a punto de estallar. La visualidad del filme se conduce del hiperrealismo que expone lo real saturado de subjetividad (sueños, deseos, fantasías) a las texturas corpusculares de tinte expresionista, donde la entereza física de la urbe y sus habitantes alcanza un alto grado de luminosidad directa e indirecta, fosforescente, feérica, de talismán ante el destino, como la chaqueta plateada con un escorpión en la espalda del protagonista. Numen portátil para la fragilidad en huida perpetua.