Rojo es el color. Roja es la ola humana en la que vemos entregada al inicio, en top-shot,
a Eva Khatchadourian (Tilda Swinton, injustamente ninguneada en las
nominaciones al Oscar 2012) en el festival valenciano de La Tomatina;
rojas son las warholianas sopas enlatadas que se encuentran a la
espalda de Eva, quien se esconde de las penetrantes miradas acusadoras y
las pequeñas acciones mezquinas de alguna mujer en un supermercado;
roja es la pintura que estoicamente, sin chistar, sin quejarse, quita
laboriosamente de la fachada de su casa o del parabrisas del auto una
mañana sí y otra, acaso, también; rojas son las luces de las patrullas y
las ambulancias que llegaron en ese día nefasto a cierta preparatoria a
recoger varios muertos; roja es la hora que el reloj despertador
parpadea una y otra vez en los sueños/insomnios de Eva; roja es la
mermelada, ¿único alimento que le gusta al andrógino adolescente Kevin
(impresionante Ezra Miller)? Y rojo, claro está, es el color, de la
sangre.
El leit-motif visual de Tenemos que Hablar de Kevin (We Need to Talk About Kevin, EU-GB, 2011), tercer largometraje de la desconocida en México Lynne Ramsay (Ratcatcher/1999, Morvern Callar/2002),
es lo único obvio de una cinta ambigua, inquietante, dificil de ver.
Basada en el libro homónimo de Lionel Shriver, he aquí el relato
hiper-fragmentado de la relación que tiene la exitosa autora de guías de
viaje Eva Khatchadourian con el Kevin del título, ese hijo que no la
dejaba ni pensar con sus berridos cuando era bebé, que le hacía la vida
imposible cuando estaba en pre-escolar al negarse a ir al baño y que,
ahora, la ha convertido en una paria social después de que, en plena
adolescencia y para "festejar" su cumpleaños, asesinara a varios de sus
compañeros de la preparatoria.
En
la adaptación fílmica, la cineasta -y su coguionista Rory Stewart
Kinnear- ha hecho un cambio significativo con respecto al libro.
Mientras en la irritante -y a ratos, perversamente divertida- novela de
Shriver conocemos todos los acontecimientos a través de la propia voz
narrativa de Eva, quien le escribe largas cartas/confesiones
terapéuticas a su marido Franklin, en la película no tenemos ninguna voz
en off que nos informa ni nos dirija. La estructura
retrospectiva, cierto, es claramente subjetiva pero también caprichosa,
impresionista: tienen que pasar varios minutos para que el espectador
empiece a colocar las piezas del rompecabezas.
De
cualquier manera, lo dificil del filme no está en su estructura
narrativa, sino en su ambigüedad, mucho más provocadora aquí que en el
libro. ¿De dónde surge la maldad de Kevin? ¿De un rechazo a ser madre
tan profundo que ni en el parto Eva lo podía ocultar ("Deje de
resistirse", le dice la ginecóloga a una Eva que no quiere parir)? ¿De
ese lado oscuro que la propia Eva cría y alimenta en Kevin, su clarísimo
alter-ego físico y acaso moral? Al negarse a brindarnos la voz en off
de Eva, Ramsay nos obliga a ver desde afuera esa enfermiza relación
madre/hijo y a que nosotros, como espectadores, sustituyamos con
nuestras propias teorías la intencionada opacidad psicológica en el
trazo de los personajes. ¿Por qué sucede lo que sucede? No lo sabemos y,
de todas formas, ¿lo podríamos saber? Como dice el propio Kevin en
cierta escena clave, "no hay punto: ese es el punto de todo".
Ramsay
nos muestra el anguloso rostro de Swinton en encuadres cerrados y, la
mayor parte del tiempo, solitarios. No podía ser de otra manera: Eva
está sola, cargando con la culpa de lo que hizo su hijo. No huye porque
no puede huir de sí misma; no se esconde porque sabe que tiene que verse
en el espejo cada mañana. Con todo y el abrazo ¿conciliador?,
¿cómplice?, del final -que no desenlace-, Eva sabe muy bien que su
condena no ha terminado ni terminará nunca. Un filme aterrador. Y más
con esa insidiosa banda sonora, con ese conmovedor gospel de Washington
Phillips, con ese inolvidable country de Lonnie Donegan, con esa
encantadora cursilería de Buddy Holly: "¿Love like yours will surely
come my way?". No hay derecho. Ramsay no tiene mamá.