martes, 5 de febrero de 2013

NO de Pablo Larraín (en mi lista de espera aun!)



No
Si algo predomina en la película es el miedo disfrazado y aquí el director aprovecha su experiencia trabajando atmósferas claustrofóbicas para transmitir esta tensión constante en la que viven los personajes que saben de lo que el gobierno de Pinochet es capaz de hacer a sus opositores.

★★★1/2✩
Por Alo Valenzuela (@AloValenzuela)

Cuando un país pasa por una etapa histórica llena de secretos y violencia, ésta se queda como una sombra que suele estar presente en la obra de sus artistas durante varios años. Las secuelas de la Segunda Guerra Mundial o el franquismo son algunos de los hechos históricos abordados constantemente por cineastas y escritores, entre otros. El peligro de esto no solo es la saturación sino que estos trágicos temas se vuelvan un recurso fácil para dramas simplones. En el caso de Chile no es raro que el periodo que va desde el golpe de estado a Allende, hasta el derrocamiento de Pinochet, aparezca en las obras que nos llegan desde el país sudamericano, y es que muchos autores aún tienen sus propias secuelas de esos años. Ese es el caso de Pablo Larraín quien, afortunadamente, hasta ahora se las ha arreglado para mostrarnos una cara de la dictadura chilena desde un punto de vista muy lejano al sentimentalismo cursi, aunque con su más reciente película realiza algo completamente distinto a lo que nos tenía acostumbrados para contarnos la historia épica de la caída del dictador.

¿Tiene derecho un creador a abandonar su estilo y cambiar de rumbo sin pedir permiso? Claro, como cualquiera puede decidir un día dejarlo todo y formar una pandilla de motociclistas. El riesgo está en que su público no esté del todo de acuerdo con este cambio y prefiera lo anterior, si no me creen pregúntenle a Bob Dylan. No es una gran película de un director talentoso y, sin embargo, es también un paso esquivo en una carrera que mostraba un proceso claro de desarrollo de un estilo muy particular. Las razones para este cambio pueden ser varias, desde que se le dio la gana hasta que va por el Oscar para extranjeros; que cada quién haga sus propias suposiciones. Lo que sí queda claro es que su tema, el de la dictadura, sigue ahí tanto como su capacidad para jugar con la forma, la diferencia está en que ahora decidió digerir el mensaje por nosotros.

En Fuga (2006), su primera película, nos cuenta la historia de un joven y perturbado genio musical que tras ver cómo su hermana fue asesinada y violada sobre un piano, compone una pieza para orquesta en la que plasma su visión de la muerte. A la par, vemos a un grupo de hombres que muchos años después intenta recuperar las partituras que llevaron al compositor a perder completamente la cordura. En este primer caso el contexto histórico no es claro ni relevante y el estilo está en un proceso muy joven de formación, pero se nota ya la tendencia a la atmósferas oscuras y misteriosas y, sobre todo, a retratar personajes contenidos, ensimismados y perturbados.

Tony Manero (2008) ya es ubicada evidentemente en tiempos de Pinochet con sus toques de queda y militares paseando por las calles. El personaje principal está obsesionado con el papel y el baile de John Travolta en Fiebre de sábado por la noche (1977) y, como Manero, usa sus movimientos en la pista para intentar escapar de su vida mediocre. El actor Alfredo Castro, que ya había tenido un papel secundario en Fuga, llega a complementar el talento de Larraín con el suyo y retrata a un hombre sin ataduras morales que le eviten matar o liberar cualquier impulso con tal de lograr parecerse más a su admirado personajes. El papel de la dictadura aquí es tangencial y más que acusarla de dar a luz a sociópatas como el protagonista, le achaca el permitir que pasen desapercibidos.

En Post mortem (2010) la mancuerna de Castro y Larraín vuelve a la carga retratando esta vez los últimos días del gobierno de Salvador Allende. La atmósfera oscura y claustrofóbica de las anteriores cintas de Larraín se exacerba en este retrato de Mario Cornejo, el encargado de una morgue que debe tomar nota de las lesiones de los cadáveres. Mientras paralelamente se nos cuenta la historia de la obsesión de Mario con una bailarina exótica desempleada llamada Nancy (Zegers), el trabajo del protagonista parece ir dejando en él, por medio de los cuerpos que debe revisar, las marcas que la preparación del golpe de estado va dejando en Chile, hasta que se sugiere que será el encargado de realizar la autopsia de Allende y asegurar con su testimonio profesional, a pesar de la evidencia, que se suicidó. El momento histórico es fundamental en este tercer largometraje, pero se apela al clima político más que a las ideas y, además, se hace desde la experiencia particular de su lúgubre protagonista, alguien que intenta estar al margen de lo que sucede.

En No, Alfredo Castro volvió a las filas de los secundarios y el protagónico quedó a cargo de Gael García Bernal, quien interpreta a René Saavedra, un publicista que pasó de diseñar campañas comerciales para vender refrescos a cambiar la historia de un país. La actuación del mexicano se acomoda correctamente al personaje, un tipo confundido que lo que más tiene son ideas y miedo. Se ha mencionado que es el mejor trabajo de Gael aunque hay opiniones encontradas con respecto a una de las exigencias indispensables del papel: el acento chileno que logra engañar, aunque no a todos tiene contentos. En 1988 debido a presiones internacionales el entonces gobierno chileno convocó a un plebiscito en el que se decidiría si Pinochet seguiría al mando o se convocaría a elecciones democráticas. Saavedra era un joven creativo y talentoso quien, por sus antecedentes familiares, fue contactado por los encargados de la llamada franja del No, la unión de partidos de oposición que estaban encargado de decidir lo que se transmitiría durante los quince minutos diarios que el gobierno chileno les otorgó para intentar convencer a la gente de votar contra el dictador. Lo que hizo el publicista fue aplicar las técnicas que utilizaba para vender productos, para mostrar a los indecisos que la democracia era lo que ellos necesitaban. Podríamos rastrear una crítica al hecho de que una decisión trascendental en el futuro de Chile fuera tomada gracias al uso de técnicas similares a las que se usan para convencernos de ver una telenovela o comprar un microondas, aunque la película se mantiene al margen de este juicio.

Uno de los grandes aciertos de este filme fue que Larraín optó aquí por utilizar cámaras de los años ochenta que logran ambientación de época de manera que no resaltan las valiosas recuperaciones del material de los anuncios que se transmitieron en el 88 o del pietaje de las manifestaciones. Además, la cámara suele estar en posiciones incómodas y muchas veces parece tratarse de cámara en mano; como si estuviera espiando (en especial cuando nos está mostrando, por ejemplo, una conversación que podría comprometer a un grupo de gente). Otro recurso del director fue ir cambiando el escenario de una conversación breve mientras esta se lleva a cabo y sin que veamos a los personajes trasladarse. Esto probablemente busca reflejar ese miedo y necesidad de privacidad que se sentía al hablar de cosas que pudieran afectar a la dictadura. Y es que si algo predomina en la película es el miedo disfrazado y aquí el director aprovecha su experiencia trabajando atmósferas claustrofóbicas para transmitir esta tensión constante en la que viven los personajes que saben de lo que el gobierno de Pinochet es capaz de hacer a sus opositores.

Para No, Larraín cambió la palidez de sus anteriores trabajos por el tecnicolor de un formato aparentemente casero que ayuda a la ambientación de época y, la oscuridad, por constantes planos a contraluz. Su personaje principal fue el encargado de las riendas de la campaña que logró que se derrumbara a Pinochet por la vía democrática, es decir, se trata de un héroe y no de un desvalido. La Historia, así con mayúscula, es aquí el centro de la película que no solo relata hechos reales sino que lo hace desde personajes emblemáticos del Chile de aquellos tiempos, y el cineasta se puso la camiseta del equipo al que antes apoyaba desde la tribuna y nos dijo quiénes eran los buenos y quiénes los malos. Es probable que la diferencia tan drástica entre esta película y sus anteriores se deba a que es la primera vez que trabaja sobre un guión escrito por alguien más, por el periodista, guionista y también director, Pedro Peirano. En No se aborda con maestría una historia poco conocida e innegablemente interesante, pero es inevitable esperar que el director vuelva a los relatos con mucho más relieve en los que retrataba los bajos fondos y lo más escondido de las heridas de su país.

13 de diciembre, 2012

Killing Them Softly (en mi lista de espera)




Mátalos suavemente
Mátalos suavemente intenta despojar al país norteamericano de los adornos de gloria y libertad que muchos personajes célebres a lo largo de su historia se han esforzado por mantener en alto.
★★★★✩
Por Enrique Sánchez (@RikyTravolta)
El crimen no paga, pero sí cobra, y con muchos intereses. Si algo nos han enseñado las películas de mafia de Martin Scorsese es que uno puede pertenecer a este organismo traicionero desde toda la vida, seguir las reglas al pie de la letra, y al final ser eliminado por su compañero, socio, o incluso subordinado. El que quiera formar parte deberá estar dispuesto a colgar sobre sí su propia espada de Damocles y aceptar con resignación –eso sí, sin faltarle nunca al respeto a los peces gordos– que todo es un negocio en donde ser despedido por un error de juicio no es una opción. Es un orden despiadado y cruel en el que el director y guionista Andrew Dominik –quien recibió una merecida nominación a la Palma de Oro por esta película– y el escritor George V. Higgins reconocieron los atributos de la esencia política de Estados Unidos.


Mátalos suavemente intenta despojar al país norteamericano de los adornos de gloria y libertad que muchos personajes célebres a lo largo de su historia se han esforzado por mantener en alto. “Todos los hombres son creados iguales”, fueron las bellas palabras enunciadas por Thomas Jefferson para la Declaración de Independencia, y ya desde el siglo XVIII su veracidad era cuestionable (los negros, al parecer, no entraban en la categoría de hombres, y por eso siguieron siendo esclavos hasta 1863). Es a partir de la ambivalencia de este lema que Jackie Cogan –interpretado con resolución por un Brad Pitt que ya empieza a verse maduro– se vale para dejar en claro que en ese país no existe una comunidad como tal, sino una jerarquía encabezada por hombres que buscan una solución a los problemas solo cuando peligran sus bienes.
La película está ambientada en Nueva Orleans en el 2008, en una época de cambio político que se desarrolló justo en el punto álgido de la llamada “crisis de los países desarrollados”. Luego de que los líderes de Wall Street vieron con temor a dónde se dirigía la economía, tomaron lo que pudieron y dejaron a gran parte de la población sumergida en una condición precaria (una situación que resultó alarmante a nivel internacional, al tratarse de la primera potencia mundial). No es casual, pues, que ese fuera el estado en el que Bush entregó el país a Barack Obama, quien ganó las elecciones con su lema de esperanza. Mátalos suavemente se ubica en la fatídica etapa final del gobierno de Bush y muestra un sistema criminal decadente, que es reflejo –y también producto– del sistema político. Los puntos clave de la película se centran en una serie de discusiones para arreglar los problemas del deficiente aparato criminal, las cuales vienen acompañadas de transmisiones televisivas con discursos de las campañas electorales –tanto de Bush como de Obama– en donde las palabras “unión” y “confianza” se utilizan (muchas veces de manera demasiado explícita) para subrayar su carencia en la sociedad.
La historia comienza con el plan de un hombre conocido como Squirrel (Curatola), quien contrata a dos torpes criminales que parecen sacados de una película de Guy Ritchie: Frankie (McNairy), un ambicioso ladrón lleno de dudas, y su amigo Russell (Mendelsohn), cuyo sentido común le salvaría el pellejo de no ser porque su adicción a la heroína lo gobierna la mayor parte del tiempo. El plan suena estúpidamente arriesgado: asaltar a un grupo de mafiosos durante un juego de cartas presidido por Markie Trattman (Liotta), quien en el pasado organizó un robo de la misma manera, y tiempo después lo confesó ante todos como si se tratara de un buen chiste. Squirrel confía en que, debido a sus antecedentes, todos culpen a Markie nuevamente sin darle el beneficio de la duda y le impongan el castigo que no pagó en el pasado. Pero los líderes de la mafia no se lo creen, y por eso contratan a Jackie Cogan (Pitt), un asesino a sueldo, para que reprenda a Markie, encuentre a los ladrones, y ponga orden en el mundo del crimen.
En el pasado Dominik dirigió el western dramático El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (2007) –también con Pitt en el papel protagónico–, que desde el título adelanta una parte fundamental de la trama, y que se centra de igual manera en un fuerte desarrollo de los personajes, en vez de simplemente preparar el terreno para un final sorpresa. Esta vez dedica el tiempo suficiente de la introducción para despojar al par de ladrones y a su líder de cualquier atisbo de profesionalismo y, por lo tanto, de la esperanza de salir bien librados. En vez de mostrarse asustados, los criminales a los que roban se quedan incrédulos al ver a los asaltantes con medias en la cabeza, guantes de limpieza, y una escopeta cuyo cañón ha sido recortado más de treinta centímetros. No es la malicia lo que los mueve (Russell incluso considera la opción de retirarse cuando Markie se lo pide), sino su terrible ingenuidad, la cual, por ser un pecado imperdonable en el mundo criminal, termina por sellar su destino. Dominik confiere a ambos de una miseria poco común en los criminales que se entrometen en la mafia, pero también les da un espíritu, de manera que al final estos personajes (entre los cuales también podemos incluir a Squirrel y a Markie) son capaces de provocar la simpatía en el espectador, y cada acto de violencia en el futuro se vuelve significativo y deja de ser un espectáculo arbitrario.

Frankie y Russell se muestran renuentes al principio, en parte porque cuentan con antecedentes penales, y en parte porque ambos están conscientes de que no son aptos para este trabajo. Cuando logran milagrosamente salirse con la suya, no huyen de la ciudad ni se esfuerzan siquiera por mantener un perfil bajo; lo que hacen, en cambio, es presumir su hazaña con otros criminales y, en el caso de Frankie, gastar el dinero en lo que quizás él piensa que son los lujos de un triunfador: un auto deportivo, ropa nueva y un corte de cabello atascado de gel. Russell, por su parte, no tiene problema con seguir viviendo como un vagabundo, y se enfoca únicamente en sus drogas. Cada uno está viviendo una versión bizarra del sueño americano, llevada a un mundo donde la manera más eficaz de sobrevivir es pisotear al otro, y mejor si es alguien que confía en ti.
La mafia se ha convertido en un ente con vida propia en el cine, y a veces parece que luego de Don Corleone, Scorsese y Los Soprano, ya lo hemos visto todo. Mátalos suavemente se distingue de sus predecesoras al sumergir a sus personajes en un mundo carente de brillo −todo es opaco, desde el cielo de Nueva Orleans hasta el auto dizque lujoso que se compra Frankie, y no hay rastro de la opulencia (aunque sí de comodidad) en los capos adinerados−, y en donde la ineficacia con la que opera el crimen organizado es un reflejo directo de la falla social, política y económica que vive el país. Los hombres que se ensucian las manos son los más necesitados de dinero, y de los altos mandos solo vemos una sombra en la figura de un secretario llamado Driver (Jenkins), a quien, como buen burócrata, vemos sentado en cada una de sus escenas. Cogan discute largo y tendido con Driver sobre la solución al problema del robo, y ésta no se limita a deshacerse de Frankie y Russell. No se trata solo de saldar una deuda; Cogan está consciente de que debe hacer caso a la opinión pública (es decir, la perspectiva de los criminales comunes) y que, por lo tanto, debe imponer un castigo significativo que pueda ser visto por los demás como una advertencia. Todo esto prepara el terreno para las escenas violentas –que en realidad son pocas, para una película de este tipo–, que unas veces pueden estar realzadas con música de fondo y en cámara lenta, y otras llegan de manera súbita, con un balazo que interrumpe el diálogo.
Pero a pesar de toda la atención que estos hombres dedican al asunto, nada resulta como estaba planeado, pues parece que la única fuerza dominante en este mundo es la incompetencia. Incluso Cogan, que en un principio parece un virtuoso en su campo, es incapaz de realizar un trabajo impecable. Aunque no es un hombre que se detiene a la hora de aceptar un trabajo, tiene una regla estricta que le impide matar conocidos, y que lo obliga a liquidar a sus víctimas desde la distancia, para evitar que le provoquen lástima; es lo que él llama “matarlos suavemente”. Esta regla, que le da nombre a la película, que remite irónicamente a la canción que Roberta Flack hizo famosa en los setenta, no se refiere a un acto de misericordia por parte de Cogan, sino que es una muestra más no solo de su ineptitud, sino de su cinismo (si algo nos enseña esta película, es que un asesinato a sangre fría no tiene nada de suave). Es esta “debilidad” la que lo lleva a subcontratar a Mickey (Gandolfini), un asesino que en el pasado realizó bien su trabajo, pero que ahora no es más que un hombre de mediana edad incapacitado por sus problemas sentimentales. James Gandolfini encarna a Mickey con gran credibilidad, provocando simpatía al mismo tiempo que causa temor, y sin duda esto es producto de sus años de experiencia como criminal en el cine y, sobre todo, por su papel de Tony Soprano, el líder de la mafia de Los Soprano. Al lado de alguien como Cogan, Mickey parece una sátira de los asesinos pagados, pero en realidad es una muestra del posible futuro que les espera a los hombres de este negocio: un asesino resentido, adúltero, alcohólico y hasta obeso. Lo más curioso de la manera en que operan todos estos personajes es la recompensa que los mueve. Los precios se dicen siempre en voz alta, seguramente para que quede claro que se están metiendo en un gran lío por tan poco dinero. En una película como El chacal (1997), por ejemplo, el personaje de Bruce Willis cobra 70 millones por matar a una persona, mientras que aquí basta con diez mil por cabeza. Así de mal está la economía.
George V. Higgins escribió Cogan’s Trade −la novela en la que está basada la película− en 1974, y Dominik trasladó la acción de Boston a Nueva Orleans, pero bien pudo haberla llevado a Las Vegas, y el paisaje no dejaría de ser lúgubre. Y es que este lugar, como dice Cogan, no es un país, sino un negocio (la palabra “sucio” ya está implícita). Por esta razón no encontramos un solo personaje al que podamos calificar como bueno, y la única mujer que vemos es una prostituta (haciendo negocios, por supuesto) a la que Mickey amenaza con golpear si se atreve a cobrar un dólar de más. Alguien en un sitio lejano se encuentra moviendo los hilos, pero nunca se muestra en pantalla, y en su lugar vemos en la televisión a los líderes del país, llenando este vacío. Algunas veces, los discursos de Obama sobre la unión del pueblo norteamericano suenan irónicamente de fondo mientras Cogan discute el plan para devolver el orden al mundo del crimen; otras, solo escuchamos a Johnny Cash cantando sobre el apocalipsis. Éste es un atinado comentario sobre la deficiencia de un sistema que pretende ser perfecto, y que bien puede llamarse mafia o Estados Unidos.



Enero 16, 2012.

El artista





El artista
El artista funciona bajo la sombra de una suave ironía conducida, sin demasiada burla, con inteligencia, crítica, dulzura y armonía. No es para sentirse ofendido. La candorosa historia de amor señala con sensatez las grandezas de Hollywood, pero también sus verdaderos valores.

Por Sofía Ochoa (SofOchoa)
★★★★1/2

El artista es el elefante en el cuarto: en una época en la que el grueso de la industria cinematográfica –incluso directores de carreras ya consolidadas– opta por explotar las más avanzadas tecnologías, el 3D estereoscópico, el motion capture, Michel Hazanavicius, un director hasta ahora parcialmente desconocido en el panorama internacional, se empeña en hacer una declaración de principios sobre la codependencia que existe entre el medio cinematográfico y el mensaje, con una película silente y en blanco y negro, al tiempo que demuestra algo obvio y provocador: no hay nada más innovador que la imaginación que sirve a la inteligencia. Lo hace erigiendo un espejo hacia el pasado, que apunta a la ciudad de Los Ángeles, aunque inicialmente pensó en situarla en Berlín, en vísperas del expresionismo alemán, para concluirla con la llegada del nazismo, periodo que coincide con la llegada del cine sonoro.

En este sentido su película funciona bajo la sombra de una suave ironía conducida, sin demasiada burla, con inteligencia, crítica, dulzura y armonía. El artista no es para sentirse ofendido. La candorosa historia de amor entre una actriz en ascenso hacia el estrellato y un actor –más experimentado pero que se rehusa a acoger el cine sonoro, como Chaplin en su momento, inspirado en "el Rey de Hollywood", Douglas Fairbanks– en descenso, señala con sensatez las grandezas de Hollywood, pero también sus verdaderos valores: sí al dinero (casi siempre, en mentes de sus productores, un sinónimo de avances tecnológicos); no a todo lo demás, incluso al respeto a quienes lo formaron si implica una pérdida monetaria (sí al star system).

Todo está contado para dejarse llevar por la música narrativa, las actuaciones de gestos enfatizados –sobre todo la excelente de su protagonista Jean Dujardin–, los gags del perro Uggie, las apropiaciones –que no plagios– de películas silentes y en blanco y negro de Hollywood de los años cuarenta, los números de tap, los personajes secundarios tipo. Éste es un mundo accesible para el espectador, capaz de seducirlo, envolverlo y transportarlo lejos de su asiento. La magia del cine nos lleva a los años veinte (aunque con imágenes que Hazanavicius tomó del cine de los cuarenta) y nos hace revalorar lo que en ese momento fue devaluado.


El ‘truco’ se esconde en su anacronismo, su autoconsciencia y su descontextualización. ¿Por qué nos reímos cuando George Valentin (Dujardin) ve mini ‘salvajes’, sacados de una película de ideología colonialista atacándolo, en lo más bajo de su depresión, estando borracho en un bar? ¿Qué no la mera aparición es políticamente incorrecta? Acaso nos llama más la atención la totalidad de sus metáforas: cuando a Peppy (Bejo) comienza a irle bien, se lo topa a él en la escalera del Bradbury Building; ella lo mira hacia abajo, desde escalones arriba, porque está en ascenso, es superior. O la simpleza de sus gags: en el momento de más tensión ella sube a un auto, se culebrea porque no sabe manejar y choca contra el árbol que está frente a la casa a la que tiene que llegar. O los señalamientos emotivos que todos los elementos orquestan: George descubre todos sus muebles viejos en la mansión de Peppy, en un cuarto oscuro, cubiertos bajo sábanas blancas, la música va en crescendo hasta que un acorde aturdidor nos señala el momento exacto en que el actor desterrado descubre su retrato, como si fuera un Dorian Gray a punto de envejecer. Y, al mismo tiempo, nos encanta con la sencillez de su gran final: un número de tap. Y lo predecible de su conclusión: ... Todos, atributos que muy probablemente en otra cinta nos enfadarían.

La transportación de Hazanavicius es una empresa tan osada como la de Pierre Menard, el personaje de Borges, autor del Quijote, quien, al escribir –no copiar– dos capítulos de la novela clásica de manera puntual cuatro siglos después, obtuvo una novela idéntica pero totalmente distinta. El artista, sí, esta inspirada en Sunset Boulevard (1950) de Billy Wilder, retoma la trama de todas las versiones de A Star is Born, secuencias casi idénticas de 7th Heaven (1927) y The Mark of Zorro (1920, con Fairbanks como protagonista), con todo el feel and touch del cine clásico de Hollywood, pero lo hace noventa años después, cuando el grueso de las audiencias opta por entrar a las salas de cine con lentes puestos. Hazanavicius demuestra que el fracaso de George en su intento por rescatar del olvido las películas silentes pudo haber sido mera pantomima. El verdadero artista nació en la década equivocada.

Febrero 26, 2012.

¿Sabes quién viene? de Roman Polansky



¿Sabes quién viene?

Las lágrimas, las risas histéricas y las auténticas, los descontentos, los gritos y la furia forman parte de ese animal que todos albergamos y que el dios de lo salvaje se encarga de azuzar.



Por Julieta Navarrete (@Juletiux)
★★★1/2✩
Retratos de la sociedad en el cine hay muchos, pero pocos tan sencillos, claros y dibujados de forma tan engañosa como lo expone Roman Polanski en Carnage. El truco está en que nos hace pasar un muy buen rato, pero los chistes tienen implícita la crítica a la hipocresía entre la que día a día se mueve esta sociedad aparentemente civilizada pero que mantiene dentro de sí a su animal salvaje, listo para salir y atacar en cuanto se siente acorralado y amenazado.

¿Sabes quién viene? no es un título correcto para esta película, que si bien seguramente fue elegido para darle énfasis a la comicidad que hay en ella, dista mucho del sentido del título original, Carnage (que apela a carnicerías y matanzas). La película habla sobre el dios de lo indómito que acecha en todas las formas de convivencia, especialmente en las que la salvaguardia de intereses hace que las diferencias se disparen. En la película, los anfitriones saben perfectamente quiénes son los que visitan su casa, no es ninguna sorpresa para nadie. El matrimonio Longstreet (Foster y Reilly) recibe al matrimonio Cowan (Winslet y Waltz) después de un incidente en un parque público que involucra a sus hijos de once años. Zachary Cowan golpea a Ethan Longstreet con un palo y le rompe dos dientes. Para resolver el conflicto, los Longstreet invitan a los padres de Zachary a platicar para llegar a un acuerdo civilizado. Lo que al principio parece un despliegue de madurez y civilidad, termina convirtiéndose en un festín de padres de familia borrachos, descontentos y bestiales.

La sociedad se rige mediante códigos y estereotipos, y Polanski retrata cuatro de ellos. En primer lugar tenemos a Penelope Longstreet, quien al principio encarna el papel de madre consciente, preocupada y humanista, a la que le gusta el arte y se preocupa por África. Su marido, Michael, es el conciliador, el que siempre parece estar de buenas y proponer soluciones para mantener a todos calmados. Por el otro lado, Nancy Cowan es la mujer elegante, bien educada y hasta cierto punto recatada en apariencia, que Penelope denuncia por ser falsa, con una fachada de perfección odiosa. Alan Cowan es el prototipo de padre y esposo ausente, siempre pegado a su teléfono, abogado sin escrúpulos, que se encarga de las bromas más ácidas y, al mismo tiempo, es el más transparente.

Los cuatro personajes cambiarán de manera natural conforme vayan siendo llevados al límite por sus discordancias. Poco a poco la pared construida por las convenciones sociales va encerrando a los matrimonios empujándolos al límite. Por momentos parece un poco forzada la manera en que los personajes se mantienen en el departamento de los Longstreet, la intención era dar la sensación de no poder escapar aunque se desee. Los Cowan no pueden ir más allá del elevador, vuelven siempre al mismo lugar como si estuvieran atrapados indefinidamente en las escaleras de Escher. Polanski ha demostrado que a él, como director, no lo limitan los espacios cerrados, ni los escenarios únicos, sino que le gusta hacer uso de ellos para empujar a sus personajes a las periferias de su tolerancia, como si los pusiera a prueba, ya lo vimos en las ruinas de El pianista (2002), en el bote de Cuchillo en el agua (1962) o la mansión del matrimonio de George y Teresa en Callejón sin salida (1966).

Polanski retrata la realidad de los matrimonios a través de cuatro personas: se alían, rompen alianzas y las rearman. Es una lucha de mujeres contra mujeres, hombres contra mujeres, pareja contra pareja; hay de todo, como un resumen de los más típicos estereotipos de desacuerdos. No hay lecciones morales, ni soluciones a los conflictos por arte de magia, porque no estamos ante un cuento de hadas, sino ante esbozos de lo que vivimos en lo cotidiano donde, siendo crudos y sinceros, pocas cosas llegan a resolverse en un par de horas. Los personajes del cine de Polanski nunca adquieren redención absoluta;es eso lo que mantiene la dosis de realidad necesaria para poder formar la crítica de la sociedad actual. Fuera del humor propiciado por el personaje de Christoph Waltz, quien suelta comentarios agudos y sarcásticos ridiculizando al resto de los involucrados, queda latente el sabor amargo de las apariencias.

Las lágrimas, las risas histéricas y las auténticas, los descontentos, los gritos y la furia forman parte de ese animal que todos albergamos y que el dios de lo salvaje se encarga de azuzar. El sociólogo Michel Maffesoli ya nos lo describía en su obra El instante eterno, al hablar de lo trágico de las sociedades posmodernas, cuando definía al “animal que la sociedad civilizada no logró domesticar por completo, y que surge constantemente en la vida de todos los días”.

Abril 30, 2012

Hoy, en el cine foro, HOLY MOTORS de Leos Carax


Dirección y Guión: Leos Carax. 
Países: Francia y Alemania 
Año: 2012
Fotografía en color: Caroline Champetier e Yves Cape. 
Música: Neil Hannon. 
Edición: Nelly Quettier. 
Con: Denis Lavant (señor Oscar), Edith Scob (Céline), Eva Mendes (Kay M.), Kylie Minogue (Eva / Jean), Élise Lhomeau (Léa / Élise), Jeanne Disson (Angèle), Cordelia Piccoli (hombre con la marca de nacimiento). 
Compañías productoras: Pierre Grise Production, Théo Films, Arte France Cinéma, Pandora Filmproduktion, WDR/Arte.
Productores: Martine Marignac, Albert Prévost y Maurice Tinchant.
Duración: 115 min.
Distribuidora: Cineteca Nacional.

Sinopsis
Desde el amanecer hasta la noche, el señor Oscar viaja de vida en vida, interpretando a varios personajes con identidades completamente distintas: es un ejecutivo, un asesino, un mendigo, un monstruo, un padre de familia... Está solo, únicamente acompañado por Céline, la mujer que conduce el inmenso vehículo que lo trasporta por París y sus alrededores, en busca de la belleza de un gesto, la misteriosa fuerza motora, las mujeres y fantasmas de su pasado. Pero, ¿dónde está su verdadera casa, su familia, su paz?
Para Holy Motors, una de las imágenes que tenía en mente eran estas limosinas que han aparecido en los últimos años. Están completamente en sintonía con nuestros tiempos: ambos son llamativos y de mal gusto. Las imaginé como largos navíos transportando humanos en sus últimos viajes. La película es una forma de ciencia ficción en el que las personas, animales y máquinas están al borde de la extinción –motores sagrados unidos por un mismo destino, esclavos de un mundo cada vez más virtual. Un mundo en el que las máquinas visibles, experiencias y acciones reales desaparecen gradualmente. 





                                                     
Premios
2012 Premio a Mejor Película, mejor director, premio José Luis Guarner del Jurado de la Crítica y Méliès de Plata al mejor filme europeo. Festival Internacional de Cine Fantástico de Cataluña – Sitges, España.

Leos Carax
París, Francia, 1960
Leos Carax nació en el municipio de Suresnes, Altos del Sena, ubicado en el área metropolitana de París, bajo el nombre de Alexandre Oscar Dupont (su seudónimo es un anagrama de sus dos primeros nombres). Después de terminar sus estudios de cine en la Universidad de París VII y el Colegio Americano de París, realizó dos cortometrajes y colaboró como crítico de cine en Cahiers du cinéma. Cuando tenía 23 años dirigió su primer largometraje, Boy Meets Girl (1984), donde conocería a Denis Levant, actor con el que trabajaría en varios de sus posteriores proyectos. Dos años después dirige Mauvais sang (1986), protagonizada por Juliette Binoche, y en 1988 comienza el rodaje –que duraría tres años– de la película de culto, Los amantes del Puente Nuveo (1988-91), una historia de amor entre dos marginales vagabundos. A su carrera se suman algunas participaciones actorales en filmes de Harmony Korine y Jean-Luc Godard, entre otros.














Filmografía
1980 Strangulation Blues, cortometraje
1984 Boy Meets Girl
1986 Mauvais sang
1988-91 Les Amants du Pont-Neuf (Los amantes del Puente Nuevo)
1997 Sans titre, cortometraje 
1999 Pola X
2008 Merde, episodio de la película colectiva Tokyo!2012Holy Motors (Holy Motors: Vidas extrañas)








Reseñas pendientes... DETACHMENT






Indiferencia
El filme marca su distancia con respecto a las historias ya conocidas de profesores que llegan a preparatorias marginadas y salvan a un grupo de alumnos por medio del baile, la literatura o la buena onda. Por AloValenzuela (@AloValenzuela)
★★★1/2✩
La larga tradición del pesimismo impulsada por pensadores como Cioran o Schopenhauer tiene como una de sus vertientes inevitables la indiferencia. ¿Para qué queremos intentar cambiar un mundo que no comprendemos más allá de su aparentemente imparable caída al vacío? Si vemos a la esperanza como un ser moribundo y creemos que la vida es una serie de terribles sucesos, uno detrás de otro, entonces no debería representar un reto mantenerse impávido ante el sufrimiento tanto ajeno como propio y, aún así, esta no es una empresa fácil de lograr. Henry Barthes (Brody), el perturbado protagonista de esta cinta de Tony Kaye, parece planear su vida con el único objetivo de no verse afectado por la tragedia que percibe en el mundo que lo rodea, y fracasa rotundamente.
Barthes es un profesor sustituto, soltero, que llega para guiar –hacia el final del año escolar- a un grupo de estudiantes sin muchas expectativas con respecto a su futuro. En cuanto entra al salón la hostilidad abiertamente violenta de algunos de sus alumnos lo recibe. Cuando uno de ellos se acerca amenazante y lanza su portafolios contra la puerta, él le explica: “Ese maletín está vacío, no tiene sentimientos, yo tampoco tengo sentimientos”. Con voz pausada y con la mirada triste que hemos visto en Adrien Brody en cintas como El pianista (2002) -pero que parece ser su gesto permanente y le es difícil ocultarlo-, el actor se las arregla para lidiar con los jóvenes demostrándoles que se encuentra al mismo nivel de desesperanza. Poco a poco nos iremos enterando de que su abuelo pasa sus últimos días encerrado en un cuarto de hospital, con la mente perdida en la culpa que siente por un pasado que se revelará a cuentagotas y que también atormenta a Barthes a través de las imágenes de su madre alcohólica.
Los demás profesores de la preparatoria utilizan distintos métodos para seguir adelante: desde el humor cínico, hasta el darse por perdidos y a pesar del castigo que es dar clases en ese lugar, intentar transmitir conocimiento a sus alumnos, pasando por las drogas e, incluso, un moderado optimismo. Los alumnos, por otro lado, también tienen que buscar la manera de enfrentar al mundo que les tocó, el de estudiar en una escuela considerada de las peores de su región y con un futuro bastante nublado; algunos matan animales o tienen pretensiones artísticas y otros, sin pensarlo demasiado, se dejan llevar hacia la indiferencia. El microuniverso escolar que vemos en esta cinta no parece dar muchas opciones a sus habitantes.
Tony Kaye ya había retratado una parte bastante desoladora de la sociedad en su reconocidísima Historia americana X (1998),donde cuenta la historia del líder de un grupo neonazi, la situación que lo llevó hasta ahí y lo que tuvo que pasar para que se redimiera. En Indiferencia, como lo vimos en aquella ocasión, también se concluye con un ligero destello de optimismo, aunque el precio que se debe pagar por esto se acerca a opacar esa insípida dosis de esperanza. La cinta se encarga de marcar claramente su distancia con respecto a las historias ya conocidas de profesores que llegan a preparatorias marginadas y salvan a un grupo de alumnos por medio del baile, la literatura o la buena onda; aquí no esperamos ver al final esas leyendas que indican lo que sucedió en el futuro de las personas que inspiraron a cada personaje porque sabemos que no podría llegar a haber mucho que presumir. Es mejor quedarnos con la idea de que este terrible mundo es parte de una ficción, aunque a la vez sepamos que está reflejando a más de una realidad.
Esta engañosa esperanza proviene de dos personajes que se atraviesan alterando el mediano equilibrioen la vida de Henry, logrado a través de la indiferencia: Meredith (Betty Kaye, hija del director), una alumna retraída con sobrepeso que ve en él una inspiración para dar rienda suelta a su afición por la pintura y la fotografía. Pero sobre todo, Erica (Gayle), una prostituta demasiado joven a la que el profesor da asilo. Cuando se encuentra con ella después de ver cómo un hombre en el autobús le paga con una cachetada el sexo oral que ella le practicaba en el trayecto, Barthes le dice que no sabe qué edad tenía cuando todo se fue por la borda pero que lo que está haciendo no es la solución y que la vejez no tardará en llegar; Erica le responde sincera y acertadamente que él parece estar mucho peor que ella. La relación con estas dos chicas y su resultado serán el claro ejemplo (que se percibe en varios momentos más de la cinta) de que, como dice la cita de Camus que aparece a manera de epígrafe, Henry podrá sentirse vacío y lejano a lo que pasa en su interior pero no puede dejar de estar presente en el mundo. Ayudar se vuelve al mismo tiempo un distractor y una válvula de escape de sí mismo.
Para darle veracidad a la historia, el director se vale moderadamente de recursos del documental. Es decir, queda claro que estamos siendo testigos de la historia y no se pretende que creamos que es algo que sucedió realmente en otro tiempo, pero igual no tiene reparos en poner declaraciones con cabezas parlantes, al principio, de todos los profesores de la preparatoria y, después, solo de Henry. La cámara en algunos momentos mantiene cierta distancia, tal vez por esa intención de no comprometerse emocionalmente que manifiesta el protagonista, pero también porque lo está espiando inquietamente para ver qué sucederá después.
Desde el principio vemos a Henry escribiendo pensamientos y dibujando en un cuaderno. Cuando va a visitar a su abuelo revisa continuamente unas libretas que su familiar insiste en dejar en blanco sugiriéndole que escriba las memorias de eso que lo atormenta, pero él dice que no lo merece. En uno de los paseos con Erica, intercambian regalos y él elige darle un cuaderno. Antes de terminar su trabajo en la escuela va con Meredith y le lleva su respectiva libreta. Si bien esta obsesión porque la gente cuente su historia no se enfatiza demasiado, es claro que está presente a lo largo de toda la cinta. Por eso es importante que Henry sea el narrador y nos cuente lo que va sucediendo; el profesor cree en la escritura liberadora como única alternativa y así se lo dice a Meredith cuando ella busca consuelo en sus brazos: no puede saber si las cosas van a estar mejor, lo más probable es que la tragedia siga ahí para siempre; lo único que sabe es que escribirlo ayuda.

Melancolía




Fin de semana largo ( 1 al 4 de febrero) y me dejo cosas muy productivas, entre ellas que me dio tiempo de POR FIN! rentar esta gran película, va la reseña, tomada de 
EN FILME...
Melancolía
La esperanza está en el hijo de Claire que navega en Internet con la misma facilidad que inventa herramientas con un palo y un alambre, pero que no tiene un espacio en el futuro. El trío de burgueses por primera vez se enfrenta a una verdadera catástrofe y no les queda más que armar juegos a su alrededor.

★★★★✩
Por Sofía Ochoa (@SofOchoa)

El fin del mundo suena a Tristán e Isolda de Wagner y, como su origen, tiene una imagen celestial. Dos esferas se unen hasta el colapso. Antes del choque, un inmenso brillo fulgura en el universo y en la Tierra. Es el brillo preciosista que recubre el retablo hiperrealista en slow motion del preludio de Melancolía: el blanco del cutis y del vestido de novia de Kirsten Dunst, las facciones maltrechas de Charlotte Gainsbourg, el caballo derribado en el bosque, el niño al centro de una trinidad, con dos mujeres a sus costados y enmarcado por una mansión en el fondo. La imagen aquí se encuentra en una etapa previa a la del inicio de The Five Obstructions (2003) –como ese caballero de perfectas figura y modales–, sobre maquillada, rica, envidiable, deseable. No hay pobreza que la cimbre. A diferencia de Anticristo (2009), que también ostenta una estética sobre trabajada, y a pesar de su tema apocalíptico, en Melancolía von Trier evade la fealdad física; el horror está mitigado por lo bello y el dinero.

Un díptico. Primero, el festín de la boda. Como en El discreto encanto de la burguesía (1972), los ricos festejan aislados del mundo y su claustrofóbica realidad los consume. Hay una aparente parodia de Festen (1998), el primer proyecto del invento formal de von Trier: el Dogma. Si en The Kingdom (1994) el enfant terrible quería abarcar todos los géneros, aquí busca recuperar todos los estilos. La cámara en mano contrasta con la estilizada paleta de colores en amarillos, con la suma nitidez visual, con los diálogos incrustados en las bocas de los personajes redondos frente a la profundidad que capa a capa se revelaba en el drama familiar de los noventa. Un brindis para la novia, y el padre comienza acusando a la madre de haber sido ‘dominante’ cuando estaban casados. Ella arremete culpándolo de conformista. Entre ellos dos están las dos hijas cuyos nombres dan título a cada una de las dos partes que conforman el filme.

La bella es Kirsten Dunst, de cintura de avispa y senos perfectamente redondeados. Ha sido cruel y –literalmente– sádicamente bautizada por sus disparatados padres como Justine. Ella, como la heroína novelesca, también ha sido condenada por la virtud. Mientras más la persigue, más se aleja de ésta. El día de su boda es el día que engaña a su marido con el primer idiota que se le cruza; lo engaña bajo su precioso vestido blanco. Pero ella solo es una víctima de sus padres y de ella misma. Es una víctima del desorden provocado por la ausencia de la autoridad. Su madre desaparece la noche de su boda. Su padre se escabulle a pesar de que ella le pide que se quede. ‘Estamos solos’, dice. Su mente es un remolino que solo logra ver con claridad frente al caos. Ella lo invoca y lo vislumbra. Como Casandra, ella sabe; pero ellos sabrán que sabe cuando ya no tenga sentido.

La rica es Charlotte Gainsbourg con su rostro perpetuamente gris; se llama Claire y el panorama siempre se le presenta brumoso. ¿Cómo culparla? Vive preocupada: 1) Por la puntualidad: como organizadora de la boda debe asegurarse de que el pastel se parta a tiempo (y nada sucede en tiempo). 2) Por el fin del mundo: es ella quien nos lo anuncia entre susurros atemorizados. Sospecha que su millonario marido, aficionado a las estrellas, ha errado en sus cálculos sobre la ruta de Melancolía, ese inmenso planeta que se acerca peligrosamente a la Tierra. 3) Por su hijo: si se acaba el mundo, ¿dónde vivirá?. 4) Por los protocolos: ¿cómo se recibe el fin del mundo? La inercia le ayuda a sobrellevar su angustia. Pero cuando un cuerpo ajeno se introduce en las órbitas trazadas, el orden se pierde y Claire se desquicia: ¡¿cómo se recibe el fin del mundo?!

Justine padece de una profundidad psicológica abrumadora. Mientras Claire sobrelleva la insoportable levedad del ser. Ambas son víctimas de la hipocresía, del hastío. Son dos caras de una misma moneda: una abraza la llegada de Melancolía; la otra se entrega al día a día para no sufrirla. Dios está ausente. En un escenario así de desolado, de carente de sentido, ¿quién impone el orden?, ¿quién es el director? La esperanza está en el hijo de Claire que navega en Internet con la misma facilidad que inventa herramientas con un palo y un alambre, pero que no tiene un espacio en el futuro. El trío de burgueses por primera vez se enfrenta a una verdadera catástrofe y no les queda más que armar juegos a su alrededor. ¿Pero acaso no es eso lo que hacemos todos, hablar de melancolía, hija de la muerte, para no padecerla?
El fin del mundo sucede en Estados Unidos, siempre. Y, como siempre, al momento de huir del fin del mundo, los coches no arrancan. Así de ridícula puede llegar a ser la desesperación al final de los tiempos. Los humanos lo niegan. Los caballos lo presienten. Pero este apocalipsis es más que una alusión a una de las obsesiones del cine gringo. No es von Trier el único que la anuncia. Para Béla Tarr (que también utiliza el motivo equino en su versión del Apocalipsis), su inversión de los siete días de la creación, El caballo de Turín (2011), fue también el fin de su cine, su última película porque ‘ya no hay más que decir’. Las nuevas tecnologías están dejando atrás las viejas maneras del quehacer cinematográfico. Hay cierta inquietud en la escena fílmica sobre el fin de una etapa. Está en Tarr, está en von Trier, en Uncle Boonmee (2010) de Apichatpong Weerasethakul, de forma más indirecta lo evoca Woody Allen en Midnight in Paris (2011) e incluso Hollywood con The Artist (2012). ¿Cómo se recibe el fin del mundo?
Von Trier inició su carrera con una franca estilización de la forma para después despojar al cine hasta los huesos en Dogville (2003). O hasta los cuerpos. Su obsesión por ellos se manifiesta no sólo en las escenas que los celebran (Charlotte Gainsbourg copulando con Willem Dafoe al pie de un árbol, el cuerpo desnudo de Kirsten Dunst alumbrado por la luna, a la orilla de un río), también en su talento y cuidado en la dirección de actores. Sin demeritar lo concerniente a Dunst, aunque en 2011 el Festival de Cannes lo despreció (lo etiquetó de persona non grata por sus polémicas declaraciones sobre su aprobación a la estética nazi), le aplaudió esta virtud a través del premio que le concedieron a su protagonista. Con Anticristo y ahora con Melancolía ha vuelto al control absoluto del medio. En ambos los padecimientos mentales de sus personajes encuentran balance en la perfección de la imagen. En Anticristo arremete contra su protagonista y contra el público. En Melancolía se contiene. El caos humano es ensombrecido por la perspectiva que ofrece el orden cósmico en CGI.

Entonces, ¿cómo se recibe el fin del mundo? Cuando ya no hay adónde correr, cuando Dios nos ha abandonado (o nosotros a él), cuando el control que hemos explotado no nos es suficiente, no importa si reaccionamos de forma histérica o resignada, más vale hacer evidente nuestra vulnerabilidad y observar el espectáculo de la luz que destella cuando la esfera está a milímetros de impactarse contra nuestras pupilas.

Julio 27, 2012
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