No
Si algo predomina en la película es el miedo disfrazado y aquí el director aprovecha su experiencia trabajando atmósferas claustrofóbicas para transmitir esta tensión constante en la que viven los personajes que saben de lo que el gobierno de Pinochet es capaz de hacer a sus opositores.
★★★1/2✩
Por Alo Valenzuela (@AloValenzuela)
Cuando un país pasa por una etapa histórica llena de secretos y violencia, ésta se queda como una sombra que suele estar presente en la obra de sus artistas durante varios años. Las secuelas de la Segunda Guerra Mundial o el franquismo son algunos de los hechos históricos abordados constantemente por cineastas y escritores, entre otros. El peligro de esto no solo es la saturación sino que estos trágicos temas se vuelvan un recurso fácil para dramas simplones. En el caso de Chile no es raro que el periodo que va desde el golpe de estado a Allende, hasta el derrocamiento de Pinochet, aparezca en las obras que nos llegan desde el país sudamericano, y es que muchos autores aún tienen sus propias secuelas de esos años. Ese es el caso de Pablo Larraín quien, afortunadamente, hasta ahora se las ha arreglado para mostrarnos una cara de la dictadura chilena desde un punto de vista muy lejano al sentimentalismo cursi, aunque con su más reciente película realiza algo completamente distinto a lo que nos tenía acostumbrados para contarnos la historia épica de la caída del dictador.
¿Tiene derecho un creador a abandonar su estilo y cambiar de rumbo sin pedir permiso? Claro, como cualquiera puede decidir un día dejarlo todo y formar una pandilla de motociclistas. El riesgo está en que su público no esté del todo de acuerdo con este cambio y prefiera lo anterior, si no me creen pregúntenle a Bob Dylan. No es una gran película de un director talentoso y, sin embargo, es también un paso esquivo en una carrera que mostraba un proceso claro de desarrollo de un estilo muy particular. Las razones para este cambio pueden ser varias, desde que se le dio la gana hasta que va por el Oscar para extranjeros; que cada quién haga sus propias suposiciones. Lo que sí queda claro es que su tema, el de la dictadura, sigue ahí tanto como su capacidad para jugar con la forma, la diferencia está en que ahora decidió digerir el mensaje por nosotros.
En Fuga (2006), su primera película, nos cuenta la historia de un joven y perturbado genio musical que tras ver cómo su hermana fue asesinada y violada sobre un piano, compone una pieza para orquesta en la que plasma su visión de la muerte. A la par, vemos a un grupo de hombres que muchos años después intenta recuperar las partituras que llevaron al compositor a perder completamente la cordura. En este primer caso el contexto histórico no es claro ni relevante y el estilo está en un proceso muy joven de formación, pero se nota ya la tendencia a la atmósferas oscuras y misteriosas y, sobre todo, a retratar personajes contenidos, ensimismados y perturbados.
Tony Manero (2008) ya es ubicada evidentemente en tiempos de Pinochet con sus toques de queda y militares paseando por las calles. El personaje principal está obsesionado con el papel y el baile de John Travolta en Fiebre de sábado por la noche (1977) y, como Manero, usa sus movimientos en la pista para intentar escapar de su vida mediocre. El actor Alfredo Castro, que ya había tenido un papel secundario en Fuga, llega a complementar el talento de Larraín con el suyo y retrata a un hombre sin ataduras morales que le eviten matar o liberar cualquier impulso con tal de lograr parecerse más a su admirado personajes. El papel de la dictadura aquí es tangencial y más que acusarla de dar a luz a sociópatas como el protagonista, le achaca el permitir que pasen desapercibidos.
En Post mortem (2010) la mancuerna de Castro y Larraín vuelve a la carga retratando esta vez los últimos días del gobierno de Salvador Allende. La atmósfera oscura y claustrofóbica de las anteriores cintas de Larraín se exacerba en este retrato de Mario Cornejo, el encargado de una morgue que debe tomar nota de las lesiones de los cadáveres. Mientras paralelamente se nos cuenta la historia de la obsesión de Mario con una bailarina exótica desempleada llamada Nancy (Zegers), el trabajo del protagonista parece ir dejando en él, por medio de los cuerpos que debe revisar, las marcas que la preparación del golpe de estado va dejando en Chile, hasta que se sugiere que será el encargado de realizar la autopsia de Allende y asegurar con su testimonio profesional, a pesar de la evidencia, que se suicidó. El momento histórico es fundamental en este tercer largometraje, pero se apela al clima político más que a las ideas y, además, se hace desde la experiencia particular de su lúgubre protagonista, alguien que intenta estar al margen de lo que sucede.
En No, Alfredo Castro volvió a las filas de los secundarios y el protagónico quedó a cargo de Gael García Bernal, quien interpreta a René Saavedra, un publicista que pasó de diseñar campañas comerciales para vender refrescos a cambiar la historia de un país. La actuación del mexicano se acomoda correctamente al personaje, un tipo confundido que lo que más tiene son ideas y miedo. Se ha mencionado que es el mejor trabajo de Gael aunque hay opiniones encontradas con respecto a una de las exigencias indispensables del papel: el acento chileno que logra engañar, aunque no a todos tiene contentos. En 1988 debido a presiones internacionales el entonces gobierno chileno convocó a un plebiscito en el que se decidiría si Pinochet seguiría al mando o se convocaría a elecciones democráticas. Saavedra era un joven creativo y talentoso quien, por sus antecedentes familiares, fue contactado por los encargados de la llamada franja del No, la unión de partidos de oposición que estaban encargado de decidir lo que se transmitiría durante los quince minutos diarios que el gobierno chileno les otorgó para intentar convencer a la gente de votar contra el dictador. Lo que hizo el publicista fue aplicar las técnicas que utilizaba para vender productos, para mostrar a los indecisos que la democracia era lo que ellos necesitaban. Podríamos rastrear una crítica al hecho de que una decisión trascendental en el futuro de Chile fuera tomada gracias al uso de técnicas similares a las que se usan para convencernos de ver una telenovela o comprar un microondas, aunque la película se mantiene al margen de este juicio.
Uno de los grandes aciertos de este filme fue que Larraín optó aquí por utilizar cámaras de los años ochenta que logran ambientación de época de manera que no resaltan las valiosas recuperaciones del material de los anuncios que se transmitieron en el 88 o del pietaje de las manifestaciones. Además, la cámara suele estar en posiciones incómodas y muchas veces parece tratarse de cámara en mano; como si estuviera espiando (en especial cuando nos está mostrando, por ejemplo, una conversación que podría comprometer a un grupo de gente). Otro recurso del director fue ir cambiando el escenario de una conversación breve mientras esta se lleva a cabo y sin que veamos a los personajes trasladarse. Esto probablemente busca reflejar ese miedo y necesidad de privacidad que se sentía al hablar de cosas que pudieran afectar a la dictadura. Y es que si algo predomina en la película es el miedo disfrazado y aquí el director aprovecha su experiencia trabajando atmósferas claustrofóbicas para transmitir esta tensión constante en la que viven los personajes que saben de lo que el gobierno de Pinochet es capaz de hacer a sus opositores.
Para No, Larraín cambió la palidez de sus anteriores trabajos por el tecnicolor de un formato aparentemente casero que ayuda a la ambientación de época y, la oscuridad, por constantes planos a contraluz. Su personaje principal fue el encargado de las riendas de la campaña que logró que se derrumbara a Pinochet por la vía democrática, es decir, se trata de un héroe y no de un desvalido. La Historia, así con mayúscula, es aquí el centro de la película que no solo relata hechos reales sino que lo hace desde personajes emblemáticos del Chile de aquellos tiempos, y el cineasta se puso la camiseta del equipo al que antes apoyaba desde la tribuna y nos dijo quiénes eran los buenos y quiénes los malos. Es probable que la diferencia tan drástica entre esta película y sus anteriores se deba a que es la primera vez que trabaja sobre un guión escrito por alguien más, por el periodista, guionista y también director, Pedro Peirano. En No se aborda con maestría una historia poco conocida e innegablemente interesante, pero es inevitable esperar que el director vuelva a los relatos con mucho más relieve en los que retrataba los bajos fondos y lo más escondido de las heridas de su país.
13 de diciembre, 2012