martes, 25 de febrero de 2014

Dallas Buyers Club - 23 de febrero 2014





Por Luis Fernando Galván (@luisfer_crimi)

Un sonido punzante, eléctrico y agudo, parecido al de una larga e incesante interferencia, sirve para notificarnos, como espectadores, que el peculiar “héroe” de Dallas Buyers Club –un macho extrovertido y seductor con vestimenta de vaquero texano–, Ron Woodroof (Matthew McConaughey), está a punto de desmayarse. En una situación similar, pero evidenciando un problema de salud mayor, acude a los sanitarios de un aeropuerto porque sufrirá un infarto. El recurso sonoro, empleado en varias ocasiones, sirve para mantenernos alerta sobre cuántas veces el protagonista de la historia azotará contra el suelo.

McConaughey ofrece una enérgica actuación como vaquero con SIDA. La notable pérdida de peso, de alrededor de 20 kilogramos, refleja su disciplina y rigor físicos como actor. Su aspecto demacrado es explotado para enfatizar su devastadora cercanía con la muerte –a veces innecesariamente: durante una conversación con un doctor, aparece postrado en la cama y, a pesar de tener una bata de enfermo, ésta sólo le cubre el abdomen, enfatizando sus largas y huesudas piernas, y sus flacos glúteos–. Su lastimera apariencia física se complementa con los otros elementos que construyen la imagen y personalidad de Ron. Enormes gafas negras, un marcado bigote y el constante uso de sombrero definen al electricista como una decadente y agónica versión del vaquero macho. Es un hombre petulante y, a veces, intratable. Agresivo y malhablado, descarado y atrevido. Apenas sobrevive en un viejo y desgastado remolque, pero con su modesto empleo y las apuestas que organiza en el rodeo durante sus tiempos libres, obtiene el dinero suficiente para gastarlo en sus grandes pasiones: drogas y mujeres. El realizador canadiense, Jean-Marc Vallée (C.R.A.Z.Y., 2005; The Young Victoria, 2009), no duda en presentar las aficiones del personaje desde la secuencia inicial. Woodroof, en la oscuridad de un establo –situado debajo de las gradas–, mantiene relaciones sexuales con dos mujeres. Su cuerpo, enérgico y sudoroso, está con ellas, pero su mirada desorbitada, confundida y animal, la dirige hacia el arenoso terreno donde otro vaquero cae y el toro comienza a embestirlo.


Tragos de bourbon, decenas de cigarrillos, líneas de cocaína, toros salvajes, apuestas en el rodeo, encuentros con prostitutas, un empleo como electricista. Ésta es la rutina diaria de Woodroof; eficiente y arriesgada, y ejecutada más por costumbre que por satisfacción. Por una parte, Dallas Buyers Club muestra cómo la dinámica habitual –aquella certeza del quehacer diario– es, sí, aniquilada y destruida por una enfermedad terminal pero, por otro lado, y paradójicamente, su agonía se convierte en una urgente razón para alterar el desequilibrado rumbo de una existencia miserable.


En 1986, durante la administración de Ronald Reagan (quien sostuvo una postura política de indiferencia ante el crecimiento de la epidemia de VIH), Woodroof es diagnosticado con SIDA y le pronostican 30 días de vida. Con su actitud bravucona, desafía las probabilidades y busca alternativas fuera de un sistema de salud que no le brinda esperanza alguna. En ese entonces, a una importante compañía farmacéutica le fue permitido probar, en pacientes, AZT, una droga que, se creía, podría destruir células infectadas de VIH: “Nos guste o no, esto es un negocio”, le dice Sevard (Denis O'Hare) –el médico que atiende la primera vez a Woodroof– a su colega, la Dra. Eve (Jennifer Garner), quien se manifiesta en desacuerdo con que se experimente con los enfermos suministrándoles tratamientos tóxicos, cuyos efectos secundarios no se conocían, o ilusorios (para tener resultados confiables del periodo de prueba, no podían informar a los enfermos que trataban si se les estaba suministrando medicamento o placebo). El laboratorio se aprovechaba de la desesperación de los pacientes para usarlos como conejillos de Indias.

Woodroof es un integrante más de la comunidad homofóbica que estigmatizaba a los homosexuales señalándolos como los culpables y como únicos receptores de la epidemia del SIDA. Su primera reacción al enterarse de la enfermedad es la negación. Pero rápidamente se pone a investigar y se percata de que también los heterosexuales contraen el virus, principalmente, mediante el uso de drogas intravenosas y teniendo sexo sin protección; ambas, sus especialidades. Cuando le quitan el AZT que ha adquirido clandestinamente, acude a México buscando una solución en el Dr. Vass, un médico estadounidense al que le retuvieron la licencia y que maneja un hospital clandestino. Él le advierte sobre la toxicidad del AZT, que mata las células del organismo haciéndolo más susceptible a las infecciones. Lo informa sobra algo que los médicos convenientemente ignoran: el manejo de los síntomas debe ser una prioridad para el enfermo.  Y le receta tratamientos alternativos como el DDC, un antiviral poco tóxico, y el péptido T, una proteína no tóxica, y una dieta saludable.

Woodroof, experimentado narcomenudista, rápidamente se da cuenta del potencial comercial de este menú resucitador, y comienza a traficar este tratamiento subterráneamente. Lo ayuda Rayon (Jared Leto), un ingenioso transgénero maquillado para enfatizar su cada vez más deteriorada enfermedad, por las nominadas al Oscar Adruitha Lee (The Artist, 2011) y Robin Mathews (Oz the Great and Powerful, 2013).

Para llevar a cabo su empresa, una vez que el AZT es legalizado y puesto en venta, Woodroof se ve orillado a desafiar a las empresas farmacéuticas e instaura un club de compradores con la intención de esquivar las reglas de la FDA (Food and Drug Administration) sobre la venta de drogas y medicamentos en EE.UU. El club vende membresías mensuales que le da derecho a los pacientes de VIH a tener acceso “sin costo” a sustancias que prolongan sus vidas. Para adquirir las medicinas, cada vez tiene que encontrar soluciones más remotas: Japón, Israel y Holanda, son algunas de ellas.

Woodroof realiza un negocio al tiempo que emprende una causa noble para ayudar a aquellas personas –muchos de ellos, homosexuales a los que solía despreciar y humillar– que habían visto sus esperanzas quebrantadas al interior del consultorio médico y de la habitación del hospital. En una lectura superficial y aleccionadora, el vaquero podría convertirse en una figura modelo para los que se encuentran a su alrededor al romper la ignorancia y la homofobia con la que se confrontaba el tema del SIDA. No obstante, el personaje de Woodroof –moldeado por los guionistas, Craig Borten y Melisa Wallack– resulta más complejo y se sitúa más allá de la empatía que produce la distinguida actuación de McConaughey.

Los motivos del protagonista no son caritativos, y la relación con Rayon es, en un inicio, oportunista. Woodroof lo utiliza para ingresar al amplio mundo de los clientes que necesita: la comunidad gay. Rayon es su pasaporte para obtener una recompensa monetaria. Hay una transformación en Woodroof, pero no es totalmente dramática ni reveladora, como suele suceder en este estilo de películas epifánicas de Hollywood. Quizá porque no tuvo el tiempo suficiente para convertirse en un verdadero reformador, y porque Jean-Marc Vallée emplea, en una acertada edición, varios saltos temporales para cubrir poco más de cinco años de la vida del vaquero. Él acepta a Rayon, pero no hay una muestra significativa que indique que logra convencerse del discurso político antihegemónico que encontraría su auge en los noventa bajo el slogan “todos somos iguales”. A diferencia del documental How to Survive a Plague (Dir. David France, 2012) –que mostró a los hombres y mujeres que, infectados de VIH, formaron el grupo Act Up con la intención de exigir la rápida y eficaz distribución de los medicamentos que prolongarían un poco más la vida–,Dallas Buyers Club es una revisión poco contundente de un conflicto médico-político acaecido en EE.UU. durante la década de los ochenta. Incluso, el filme –que parecía ser afilado en su crítica contra el AZT, los farmacéuticos que promovían su uso y la FDA que lo avalaba– termina por mostrarse tambaleante indicando, en los créditos finales, que, posteriormente a los hechos aludidos en pantalla (muertes irresponsables, debilitamientos innecesarios de los gravemente enfermos que aceleraron sus muertes), una dosis más baja de la sustancia fue utilizada para salvar miles de vidas, como si el tratamiento del SIDA se tratara de un ganar-perder.

Dallas Buyers Club no es un filme sobre una comunidad que exige sus derechos y debe cuidar de sí misma porque sufre discriminación. No se inmiscuye en otros temas derivados del problema central (cómo viven la sexualidad los enfermos de VIH, por ejemplo, o el uso del condón como método de prevención) que sólo hubieran desviado la atención. Es la historia de un hombre, Woodroof, buscando lo que hay a su alrededor para nutrirse de ello; una persona que busca soluciones en el exterior para beneficiarse, para prolongar su vida, para dignificar su existencia. Es un feroz capitalista –desesperado y codicioso– que busca hacer negocios; no es el hombre recto y moralmente superior al rescate de los débiles, enfermos y homosexuales. Y, a pesar de ello, por la propia complejidad del personaje, es, también, un hombre que logra respetar a Rayon y se preocupa por él. Se angustia por sus adicciones y, aunque titubeante –con prejuicios y sin olvidar su carácter de macho–, lo abraza para demostrarle su cariño. Woodroof es una figura que se gana la confianza y admiración de aquellos que lo rodean –una pareja homosexual le brinda su total apoyo para colocar una nueva oficina donde guarda los medicamentos y atiende a sus clientes–. Y a pesar de haber sido mujeriego, se comporta como un caballero cuando sale a cenar con su amor platónico, Eve. El héroe moderno, nada ejemplar, le otorga un rumbo distinto a su  maltrecha existencia y, de manera contingente, se convierte –más que un mesías o salvador– en una especie de Prometeo; rivalizando contra la autoridad y disponiendo del ansiado “fuego” que los enfermos requieren. Y recibiendo, claro, desde la incomprensible inmensidad de los cielos, un “castigo” final.


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