domingo, 16 de octubre de 2011

MILENIO Diario, colaboración III





MILENIO Diario, colaboración II





MILENIO Diario, colaboración


Jobs, diseño, Conaculta 10

NOCHE Y DÍA
Sergio González Rodríguez
15 Oct. 11


Arquitectura, implementación y realización implican las fases del diseño a decir de Frederick P. Brooks, a quien se debe el sistema operativo 360 IBM, precursor de la gran revolución del diseño digital de la segunda mitad del siglo 20, cuyo clímax es la genialidad del recién fallecido Steve Jobs. Detrás de aquello, se hallan tres conceptos: unidad, economía, claridad.

Brooks afirma en su libro The Design of Design (Wisley, 2010) que los mejores productos de diseño no sólo trabajan bien, sino que deleitan a quien los usa o experimenta, sean puentes, sonatas, circuitos, bicicletas, computadoras, iPhones o iPads. Detrás de cada uno, persiste una perspectiva de integridad y sinergia, cuya percepción inmediata es el sentido de la belleza.

La aportación de Steve Jobs fue aplicar dentro de la esfera de la vida y el ámbito cotidiano las profundas transformaciones tecnológicas y culturales de la época. Una línea de talento creativo que le une a Edison, Ford, Tesla, Brooks y algunos otros de importancia análoga.

Frente a las posibilidades materiales, para el diseñador la parte más difícil del diseño es qué diseñar. En el fondo, está la capacidad de distinguir qué, cómo, por qué, para qué.

El iPad de Steve Jobs se ha convertido en el emblema de la ultracontemporaneidad. Un artilugio o tableta cuya función comunicativa ofrece prestaciones múltiples ante sistemas y subsistemas de enlace personalizado que impactan en actividades productivas (empresariales, burocráticas, profesionales, civiles
o de consumo) y en prácticas
de ocio, entretenimiento, o prospección informativa, por ejemplo, como indicador de proveeduría de servicios. En esta línea ha prosperado el ramo de las aplicaciones.

Resulta interesante observar que, en México, el uso del iPad ha despuntado más allá de las expectativas iniciales, que estimaban como techo cerca de 150 mil unidades. Ahora se espera que el comportamiento de ventas del aparato se aproxime a aquella correlación de usos tecnológicos que apunta lo siguiente: en México hay un índice de consumo tecnológico equivalente al 10 por ciento del que acontece en Estados Unidos.

Es decir, si allá se calcula que en el segundo semestre de 2011 se venderán entre 15 y 20 millones de iPads, aquí habrá quizá cerca de un millón vendidos en un plazo próximo.

Las aplicaciones comunicativas para el iPad son una apuesta de vanguardia que, en México, apenas comienza a explorarse y, por desgracia, al menos en ciertos ámbitos institucionales, se le da una atención muy lejana respecto de la que merece. Éste es el caso de la excelente aplicación Conaculta 10, que a pesar de proponer un diseño excepcional y ofrecer servicios actualizados de información sobre la cultura mexicana, las autoridades respectivas insisten en mantenerla a la sombra mientras divulgan otros asuntos menos estratégicos. Hoy en día, plataformas como el iPad son determinantes en la confluencia global entre turismo y cultura.

Conaculta 10 ofrece de manera gratuita a los usuarios de iPad contenidos sobre entretenimiento, sensibilidad, consumo y turismo cultural, y distingue lo más creativo a través de formulaciones atrayentes en términos visuales y gráficos. Así, se considera al público como un interlocutor crítico e interactivo. 


Conaculta 10 participa en cada entrega de un modelo formativo e informativo que trasciende el concepto simple de cartelera para configurar un producto cinemático y de diseño textual y visual de alta competencia y calidad. Es una lástima que, hasta el momento, sus patrocinadores institucionales mantengan tan poco interés en apreciar y divulgar la valía de Conaculta 10. Dar la espalda a lo que vale para favorecer conveniencias efímeras, es otro de los graves defectos institucionales en México.

La vida después de Jobs

Pronóstico del Clímax   Xavier Velasco

Admirado Steve,


Para empezar, me temo estar un poco tarde con la presente. A estas alturas deben de haberse publicado miles de toneladas de papel en torno a cuanto usted hizo de bueno sobre la Tierra. Lejos estoy, por tanto, de pretender la originalidad, y hasta por el contrario: permítame que sea lo bastante ordinario para dejar de lado sus numerosos méritos profesionales y centrarme en aquello que nos une. Si usted ha sido en vida la clase de persona que sospecho, preferirá tal vez que le evite el bochorno de la hagiografía y me concrete a hablar de su obra más concreta. Es decir, sus productos. Quiero que la presente quepa dentro de ese buzón de quejas y comentarios al que la gente suele acudir presurosa de hacer notar su desacuerdo, decepción o furibundia, cuando no a descargar sus frustraciones mediante un bombardeo indiscriminado de toda estofa de respingos e invectivas.


Escribo estas palabras en un cuarto de hotel, con el auxilio de una MacBook Pro de 2007 y un teclado inalámbrico de la misma marca. A la computadora se halla enchufado un iPhone 4 en proceso de carga y allá lejos, conectado al aparato de sonido, mi iPad hace sonar un álbum de Chico Buarque. Cierto, podría viajar sin la computadora, pero pasa con ella lo que con la tableta y el teléfono: por más que sus funciones parezcan redundantes (en extremo rigor, me bastarían teléfono y teclado para hacerlo todo), cada uno de estos sofisticados y sin embargo simples aparatos se ha ido entrometiendo en mis diarios quehaceres hasta volverse una suerte de prótesis. Desde que se incrustaron en mi vida, es raro el día en que prescindo de ellos, y por cierto más rara todavía ha sido la ocasión de quejarme. Hasta hoy, los tres se entienden como si fueran uno y sólo fallan muy de vez en cuando, en cuyo caso lo común es que baste con apagarlos y encenderlos para que vuelvan prontamente a lo suyo y me dejen seguir viviendo en paz.


Hago memoria y aún me doy de topes por todas esas noches en que me fui a dormir de madrugada, derrotado por la diaria amargura de la tecnología disfuncional. Unas veces vagando por la red en busca de quiméricos “controladores” que según los avisos del sistema tenía que instalar, otras pasando por un parto de chayotes para hacer que el sonido volviera a funcionar, y otras muchas maldiciendo mi suerte porque al fondo de una pantalla azul se me informaba que el inepto armatoste recién había entrado en algo así como un colapso nervioso, solamente en escasas ocasiones conseguí irme a la cama henchido de ese orgullo ramplón que experimentan quienes han conseguido resolver el problema y es como si acabaran de matar un tigre a cachetadas.


De la Televideo barata y primitiva a la Compaq lustrosa y cuchipanda, de la Olivetti linda y tortuguesca a la Vaio arrogante y confusa, cada una de mis computadoras precedentes me acostumbró a sus límites, tanto que la zozobra tecnológica se hizo parte del pan de cada día. Ninguna de ellas, sin embargo, logró habituarse a la neurosis del usuario pues siempre que la prisa me llevaba a pedirles que hicieran varias cosas al mismo tiempo, el resultado era un nuevo colapso, y por ende un retraso contraproducente pues había que esperar a que el aparatejo resucitara una vez apagado, o intentarlo uno mismo mediante el terrorífico “modo a prueba de errores”. De sólo recordarlo, me provoco una mezcla de piedad y grima. ¿Por qué no cambié antes de sistema? Llámelo orgullo hueco, pánico atávico, ignorancia supina o pereza mental, lo cierto es que sufrí mientras me dio la gana.


Imposible olvidar el día que fui a embarcarme con la MacBook. Y más que el día, las semanas que siguieron. Tras unas cuantos breves desencuentros, casi todos resueltos merced al puro sentido común, el artilugio me instalaba en un mundo tan sensato que ya sólo por eso me parecía prodigioso. ¿O acaso no es prodigio que exista una ventana de la realidad donde todas las cosas funcionan como deben? ¿Para qué existe el arte, finalmente, sino para dar vida a ese espacio ficticio donde la realidad se exhibe corregida y aumentada? Podría ir adelante con estas impresiones, pero seguramente acabaría por emular a sus apóstoles y evangelistas y hoy no quisiera ser más que el consumidor que narra su experiencia al fabricante.


Si me diera por ponerme exigente, le diría que el quemador de dvds podría ser de mejor calidad —van dos veces que truena, la segunda fuera de garantía—, pero como le he dicho soy un consumidor que ha sufrido maltrato continuado y sé sobrevivir aun a pesar de achaques, cojeras y carencias, de los cuales usted y sus productos me han provisto en muy pocas ocasiones. Si he de abundar un poco, debo también confiarle que hay días en que ustedes consiguen asustarme, como cuando me queda la impresión de que van muy deprisa y desdeñan al pasado inmediato con una ligereza que parece arrogante... hasta que vuelve uno a morder la manzana, se pone al día y el idilio recobra su curso.


Quiero decir, Steve, que en cinco años no he hecho sino comprarle todo cuanto quiso venderme, y tan lejos estoy de haberme arrepentido que en caso de perder esos juguetes me vería obligado a reemplazarlos. Me he acostumbrado a funcionar con ellos, y a delegar en ellos las cuestiones cotidianas que comúnmente tienden a complicarse para quienes vivimos en la luna. A diferencia mía, pueden hacer más de una cosa al mismo tiempo, y de paso pensar en no sé cuantas otras sin por ello aturdirse ni agobiarme. Todo lo cual, después de estos cincuenta y tantos meses, ha terminado por hacerme inmune a la publicidad de su competencia. En lo que a mí respecta, es como si vendieran tractores.


Son legión quienes hablan ahora de la forma en que usted transformó al mundo, por eso he preferido relatarle cómo fue que cambió mi percepción del mundo. En unos pocos años he pasado, al igual que millones clientes suyos, de usuario satisfecho a consumidor agradecido y poco menos que incondicional. No sé si venga al caso hablar de una revolución planetaria, pero justo es decir que en su caso los medios justifican enteramente al fin. Y eso es tanto como volver a inventar la palabra revolución. Tache, pues, la palabra “admirado” al inicio de esta carta y escriba en su lugar “querido”, dondequiera que esté.