jueves, 15 de diciembre de 2011

Misterios de Lisboa por Carlos Bonfil


 
El tiempo recobrado. Raúl Ruiz, formidable cineasta chileno desaparecido hace apenas dos meses, dejó una filmografía de 113 títulos, la mayoría filmados en Francia, su tierra de autoexilio. La originalidad de sus primeras narraciones para telefilmes en Europa le valió un rápido reconocimiento artístico, cimentado por una película novedosa y extraña, La hipótesis del cuadro robado (1978), a la que siguieron numerosas incursiones en la subjetividad y el surrealismo, con títulos memorables, Las tres coronas del marinero (1982) o El desvelado del puente de Alma (1985).

Capaz de entretejer varios relatos en una sola sugerencia onírica, el chileno parecía la persona indicada para acometer la adaptación de una obra de Marcel Proust, El tiempo recobrado, segmento final de un portento literario que otros cineastas habían intentado en vano llevar a la pantalla, entre ellos Luchino Visconti. El resultado fue desigual, pero algunas de sus imágenes son memorables.

Cuando Ruiz decidió al fin incursionar en un cine más comercial, con un reparto de figuras muy reconocidas (Isabelle Huppert, Michel Piccoli), mantuvo firme su propuesta estética y ganó públicos nuevos con dos cintas estupendas, Tres vidas y una sola muerte (1996) y Genealogías de un crimen (1997). Su curiosidad y enorme fuerza de trabajo lo llevarían al final de su vida, ya enfermo, pero siempre infatigable, a adaptar Misterios de Lisboa, una novela del también prolífico portugués decimonónico Camilo Castelo Branco, autor de quien Manoel de Oliveira había llevado a la pantalla Amor de perdición (1979), romántico fresco histórico de factura impecable.
Misterios de Lisboa es sin duda uno de los logros más sólidos en la larga trayectoria de Raúl Ruiz.

Originalmente una serie televisiva de seis horas, adaptada a una versión de cuatro horas y media para la pantalla grande, la cinta deslumbra por su solvencia y su fluidez narrativas, su belleza plástica y su manera exuberante de enriquecer con anécdotas diversas, vasos comunicantes, una propuesta muy sencilla, el afán de un adolescente bastardo por encontrar a su padre desaparecido. Para ello se sirve de un espacio temporal que abarca tres generaciones, que comienza a mitad del siglo XIX y se remonta hasta la revolución francesa y las guerras napoleónicas.

Hablada en tres idiomas, filmada en cuatro países, la cinta ostenta un caudal narrativo en el que se confunden viejos temas y obsesiones del realizador chileno: las indagaciones de la memoria, el misterioso desdoblamiento de identidades, los juegos temporales que alternadamente siembran y desbrozan misterios, sólo para plantear enigmas nuevos que encienden la imaginación de los espectadores.

El tono melodramático no admite sutilezas (Algún día comprenderás que en el infierno que es el mundo, la esperanza de la muerte es el paraíso de los desdichados). Del relato decimonónico se recobra directamente ese tono y también la sucesión de confidencias y revelaciones inesperadas, los monólogos arrebatados, las sentencias morales formativas. Como en una novela de Víctor Hugo, el adolescente bastardo refiere su vida y el impacto en su formación espiritual de un hombre misterioso, un camaleónico sacerdote con ardides y disfraces de seductor consumado. El resultado es un folletín fílmico de cuatro horas y media, profundo y sencillo, como conviene a toda obra de auténtica madurez artística.

http://www.jornada.unam.mx/2011/11/21/opinion/a14o1esp

El planeta más solitario por Carlos Bonfil


 
¿En qué momento se rompe el precario equilibrio afectivo de una pareja? Esta pregunta parece animar el breve relato de Tom Bissell, Viajes caros a ningún lado, incluido en su libro Dios vive en San Petersburgo. Bissell es un escritor interesado primordialmente en relatos de viaje, antiguo explorador él mismo en Irán y Afganistán, y crítico mordaz de la política exterior estadunidense. La realizadora, de origen ruso Julia Lotvek ha elegido este relato suyo para abordar en El planeta más solitario (The loneliest planet), cinta marcadamente minimalista, los muy sutiles desencuentros sentimentales de una pareja de enamorados, próximos a casarse, durante una exploración entre turística y aventurera por las montañas del Cáucaso georgiano, en compañía de un guía local.

La convivencia diaria de Alex (Gael García Bernal) y su novia Nica (Hani Furstenberg), sus diálogos y juegos, y su manera de entretenerse o de matar el tiempo, no tiene nada de particularmente excitante, y a ratos resulta incluso irritante por su frivolidad y su lánguido desparpajo. El interés del espectador se orienta, de modo más gratificante, a la figura del acompañante, el guía Dato (Bidzina Gujavidze), de quien descubrirá interesantes aspectos de su pasado sentimental. La confidencia que Dato hace a la joven Nica permite apreciar cabalmente la reflexión moral del escritor, y lo que pudo interesar a la directora en toda esta historia, disipando un poco la impresión de que la película entera sirve de simple pretexto para un largo viaje por una escenografía exótica.

Julia Lotvek tiene una película anterior de gran intensidad narrativa y suspenso, Day night day night (2006) sobre una joven suicida que planea un atentado en pleno centro de Nueva York. Lo que propone ahora es algo más sutil y complejo: llevar al espectador a recorrer un paisaje primitivo y volverlo testigo de la ruptu-ra sentimental de una pareja señalada a partir de detalles en apariencia insignificantes. Este tipo de conflictos subjetivos, ocasionados por un malentendido, un acto fallido, una muestra de cobardía o una irreparable pérdida de la confianza, el cine los ha observado de modo memorable en ocasiones muy contadas. Una de ellas es El desprecio (Le mépris, 1963), de Jean Luc Godard, según la novela homónima de Alberto Moravia; otra, la cinta independiente Trust (1991), del estadunidense Hal Hartley.

En el caso de Julia Lotvek, el recurso a diálogos muy neutros cuando no totalmente intrascendentes, hace que el espectador se deje ganar más por una geografía fascinante que por los conflictos sordos, sin gran desarrollo dramático, de la pareja de exploradores. Quienes conocen el trabajo de Tom Bissell señalan encontrar mayor sustancia en su manera de abordar estos temas. Sin el respaldo real de intérpretes con mayor carisma, y sin un guión realmente atractivo, El planeta más solitario, propuesta original y muy sugerente, se queda lamentablemente a medio camino de su promesa inicial.

http://www.jornada.unam.mx/2011/11/20/opinion/a09o1esp

When you’re strange, una película de The Doors Carlos Bonfil



Desconfía de cualquier persona mayor de 30 años. Este grito de la contracultura juvenil en los años 60 en Estados Unidos y Europa resume el nihilismo radical y la actitud provocadora de algunas canciones del grupo The Doors, particularmente de su figura central, el vocalista Jim Morrison. El director estadunidense Tom di Cillo (Johnny Suede, 1991; Viviendo en el olvido, 1995), conocido por su trabajo en comedias y series televisivas, organiza en When you’re strange. Una película de The Doors, el registro documental de toda una época y de un personaje controvertido, a partir de material de archivo poco conocido y de un trabajo de edición que destaca los momentos más emblemáticos de la corta carrera de su protagonista.

El joven de 22 años, lanzado a la fama instantánea con sus dos primeros álbumes, es un personaje proteico: cantante de rock, poeta lector de Nietzsche y de Rimbaud, cineasta amateur y seductor nato, adicto después al alcohol y a las droga, y, de modo apabullante, todo un fenómeno publicitario.

Las imágenes rescatadas y su recuento puntual y bien organizado no requerían de una microficción ambientada a manera de improvisado road movie, con un joven muy parecido a Morrison escuchando en un auto la noticia del fallecimiento del cantante. El recurso narrativo es pobre, incompleto y finalmente gratuito en un documental que sensatamente evita las entrevistas con los roqueros sobrevivientes o algún pesado comentario sobre los estragos de las drogas. Tom de Cillo evoca con inmediatez y ritmo muy ágil toda una época, la que él vivió de cerca como adolescente, y que según refiere la voz en off de Johnny Depp, comenzó violentamente con las ejecuciones de Ted Kennedy y Martin Luther King, con la efervescencia del movimiento por los derechos civiles y una guerra absurda en Vietnam, para culminar ominosamente con la llegada al poder de Richard Nixon y la maquinaria derechista republicana.

Entre los momentos más interesantes y reveladores del filme figuran la aparición de Jim Morrison en el programa televisivo de Ed Sullivan, y el desaire del cantante al no suprimir al aire la mitológica frase Enciende mi fuego, o el polémico concierto de Miami con acusaciones policiacas de obscenidad e incitación al desorden, o los conciertos en New Haven y en la isla británica de Wight, con una estrella de rock incontrolable, sorprendida por el agotamiento acelerado de su energía síquica, renuente a escuchar otra voz que la suya, de no ser el místico murmullo de su alter ego, Jimbo, prefigurando el desenlace trágico. When you’re strange está muy lejos del estruendo de la biopic Los doors (Oliver Stone, 1991), pero de modo similar captura el fin de una época y el colapso de un gran mito de la contracultura.

http://www.jornada.unam.mx/2011/11/19/opinion/a09o1esp

Topo por Carlos Bonfil



Luego de Pez mortal, perturbadora mezcla de drama y farsa sanguinolenta sobre una pareja adiestradora de perros, afecta a matar y destazar a sus víctimas, el realizador japonés de culto Shion Sono elige en Topo (Himizu), su más reciente largometraje, un tono más mesurado, aunque con momentos de violencia y absurdo propios de una comedia negra. El asunto surge directamente de un manga homónimo del dibujante Minoru Furuya, suerte de thriller sicológico con personajes juveniles marginales, procedentes de familias disfuncionales, que confusamente intentan dar un sentido a su existencia.

A medio camino de esta adaptación fílmica de la historieta, Japón sufrió el desastre de un tsunami y sus consecuencias sobre varias centrales nucleares. El realizador optó por aprovechar la escenografía de la devastación y redondear así su comentario sobre personajes lastimados física y sicológicamente.
La cinta empieza en medio de los escombros reales de la catástrofe, y de ella emerge Yuichi Sumida (Shôta Sometani), el protagonista adolescente, que debe convivir, en un negocio de renta de botes milagrosamente a salvo del desastre, con una madre prostituta a punto de abandonarlo, y padecer las visitas esporádicas de su padre golpeador, que siempre le desea la muerte en un ambiguo y muy emotivo balance de amor y odio.

A Sumida lo corteja obsesivamente Keiki Shazawa (Fumi Nikaidô), compañera de escuela a la que rechaza de mil maneras, pero que habrá de convertirse en cómplice suya e inesperada conciencia moral.

La joven también debe soportar a una madre neurótica y extraña que le desea la muerte y ritualmente prepara su ejecución en una horca dentro de su casa. A estas extravagancias se suman un yakuza inclemente (el estupendo actor Denden, tan perverso aquí como en un papel parecido en Pez mortal) y un joven alucinado que, como el propio Sumida, recorre las calles como criminal justiciero, buscando eliminar indiscriminadamente a la gente que juzga mala para restaurar un orden moral incierto.
Una fotografía nerviosa, con cámara al hombro, y una banda sonora que aprovecha como motivo recurrente el Réquiem de Mozart crean una atmósfera que va del delirio a la exaltación romántica. Hay un guiño al Godard de Pierrot el loco y su lirismo encendido, a su mítica pareja atravesando lúdica y trágicamente mil peripecias y reveses.

Una fantasiosa radiografía del malestar juvenil en tiempos de crisis espiritual y duelo nacional, un Voy a explotar nipón con hartazgo iconoclasta que sorpresivamente aterriza en un alegato a favor de la esperanza y el espíritu de resistencia, como comentario puntual a una devastación ecológica.

http://www.jornada.unam.mx/2011/11/18/opinion/a12o1esp

Elena por Carlos Bonfil


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Fotograma del thriller del realizador Andrei Zviáguintsev
 
Un thriller cercano a las más oscuras ficciones del cine contemporáneo. El realizador Andrei Zviáguintsev (El regreso, 2003) ha dejado de lado sus formidables reflexiones morales y sus escenografías y ritmos en la línea narrativa de Tarkovski para incursionar en el más crudo realismo social y relatar la historia de una pareja sentimental sexagenaria, Vladimir y Elena, con apenas 10 años de casados y dos hijos de matrimonios anteriores. Su relación, aparentemente desligada de todo deseo carnal, prolonga el viejo entendimiento de la antigua enfermera que alguna vez cuidó de Vladimir y luego se casó con él, procurando juntos ahora cierto bienestar doméstico. Una suerte de arreglo tácito para una tranquila vejez compartida.

El hombre es el prototipo del nuevo empresario acaudalado, y su estilo de vida poco tiene que envidiar al de sus pares en Occidente, con un lujoso departamento high-tech y un automóvil sofisticado: el retrato exacto del nuevo rico en Rusia. Elena procede, en cambio, de una familia proletaria, anclada a un viejo estilo de vida, con un hijo holgazán y vividor y un nieto deficiente en los estudios, incapaz de obtener la beca que lo liberaría del servicio militar indeseado. Vladimir es el renuente proveedor de esta familia parasitaria, y a la vez el padre de una hija que detesta su pragmatismo y su frialdad emocional, sin dejar por ello de sacar ventaja de la prosperidad paterna.

Zviáguintsev describe con trazo muy fino estos dos mundos contrastantes, como si esbozara el microcosmos de una nueva Rusia materialista e inescrupulosa. No hay la menor ilusión en este thriller negro que trastoca una pretendida abnegación conyugal en mezquindad calculadora. Los afectos familiares se ven rápidamente contaminados por rencores de clase y por una concupiscencia sin freno. Trasladado a la Rusia actual, es el viejo mundo de la novela y el cine negro estadunidenses, el de James M. Cain y El cartero siempre llama dos veces (Tay Garnett, 1946), o el de Raymond Chandler y su Pacto de sangre (Double indemnity, Billy Wilder, 1944).

La actriz Nadezhda Markina ofrece una notable composición del personaje de Elena, metódica y ambigua, interesada en procurar a cualquier precio el bienestar de su familia directa. Por su parte, Vladimir (Andréi Smirnov) es el viejo astuto manipulador que pareciera confirmar, con su prosperidad y su suerte final, la vieja sentencia moral de Balzac: Detrás de toda fortuna siempre hay un crimen. Una de las mejores sorpresas de esta muestra.

http://www.jornada.unam.mx/2011/11/17/opinion/a10o1esp

Indiferencia por Carlos Bonfil


 
En ruptura total con el tono melodramático, pesadamente edificante, de muchas ficciones centradas en la experiencia de un maestro al lado de alumnos difíciles, Indiferencia (Detachment), película estadunidense independiente de Tony Kaye (Historia americana X, 1998), aborda el tema desde el novedoso punto de vista de un hombre con dificultades para expresar su afecto y corresponder al cariño de los demás, y las consecuencias de esta limitación emocional sobre las vidas de varios jóvenes disfuncionales.

Adrien Brody interpreta con solvencia el complejo personaje de Henry Barthes, profesor sustituto que en su paso temporal por una secundaria es cortejado por varias mujeres sin poder relacionarse satisfactoriamente con ninguna. Su incapacidad afectiva provoca en estas personas un daño mayor al beneficio que aparentemente debía procurarles su conducta, por lo general generosa. Sin mayores trámites recoge y atiende en su casa a una joven prostituta (Sami Gayle), cuya salud física y mental se encuentra en riesgo. Sin casi darse cuenta alimenta también en una joven alumna (Betty Kaye) una infatuación amorosa que rápidamente se vuelve incontrolable.

Algo parecido sucede con la relación laboral, ambigua y tensa, que tiene con una colega (Christina Hendricks). Y a pesar de este aparente analfabetismo emocional, Henry Barthes consigue ganarse el respeto de alumnos imposibles que primero le manifiestan desconfianza y desprecio, para luego sucumbir al carisma de su personalidad.

El comportamiento del profesor muestra una fuerte ambivalencia en el terreno emocional. Es capaz de controlar las situaciones en lo laboral, e incluso de imponer cierta autoridad en un ambiente francamente hostil; también atiende a su abuelo aquejado de demencia senil y protege filantrópicamente a la joven prostituta, pero es incapaz de un sostenido compromiso afectivo.
Adrien Brody despliega en su actuación todas las facetas de esta neurosis, y de hecho es él quien sostiene vigorosamente una trama por momentos convencional, destinada a un gran público.

Temáticamente, la cinta no posee la fuerza dramática de aquel clásico de fricciones y dramas escolares, Semilla de maldad (The Blackboard Jungle, Richard Books, 1955), pero tampoco naufraga en el maniqueísmo edulcorado de Al maestro con cariño (To Sir With Love, James Clavell, 1966).
Es de principio a fin un notable estudio sicológico, centrado más en la figura del profesor que en la conducta de sus alumnos, ilustrado con atractivas viñetas de animación y un impecable conjunto de actuaciones. Una metáfora final, relacionada con un cuento de Edgar Allan Poe, redondea el propósito del director de sugerir una sociedad decadente, marcada por la superficialidad y el desapego afectivo.

http://www.jornada.unam.mx/2011/11/16/opinion/a09o1esp

Fausto por Carlos Bonfil



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Escena de la película Fausto
 
¿Dónde se ubica el alma de un cadáver? ¿En el sexo, las tripas, la cabeza? La pregunta del profesor de anatomía (Johannes Zeiler) ante el cuerpo que su asistente disecciona metódicamente permanecerá sin respuesta en Fausto, la película más reciente de Alexander Sokurov (Madre e hijo, El arca rusa), segmento final de su tetralogía sobre el poder, que incluye radiografías muy novedosas de dictadores del siglo pasado: Hitler (Moloch, 1999), Lenin (Telets, 2000) y el emperador Hirohito (El sol, 2005). Elegir la figura de Fausto para cerrar el ciclo narrativo no sólo supone pasar del registro histórico al terreno literario, sino también proseguir de modo más sugerente aún una aguda reflexión sobre la vanidad del poder y sus consecuencias desastrosas.

Sokurov adapta muy libremente el Fausto, tragedia en dos partes de J.W. Goethe, publicada en 1808 y 1832, y la ambienta en un periodo indeterminado, a la vez decimonónico y muy actual. Se desentiende del peso del formidable Fausto (1926) de Murnau, y del molde actoral en el que Emil Jannings colocó memorablemente a Mefistófeles, para proponer una caracterización más terrenal y burlesca, con un actor (Anton Adasinsky) de primera profesión mimo y payaso. La figura maléfica no tiene cuernos y su sexo minúsculo se ubica ahora, jocosa y elocuentemente, en el trasero. Su cuerpo y sus facciones parecen distorsionados, como las propias imágenes de la película, reducidas a un formato opresivo, como tributo del camarógrafo Bruno Delbonnel a una vieja estética expresionista.

El Fausto de Sokurov pareciera tener tantos vínculos con Goethe como con el Shakespeare de Sueño de una noche de verano. Hay en él inesperados momentos de humor, representaciones lúdicas de la inquietante figura del homúnculo, evisceración de los cuerpos para buscar en ellos respuestas imposibles, y una alegoría muy rica sobre el frenesí de procurar el conocimiento absoluto a expensas de una serenidad espiritual.

De los retratos históricos del poder, Sokurov transita a una exploración, entre moral y metafísica, de la soberbia. Y aunque el amor o la religión parecieran ser los diques ideales para el desbordamiento del engreimiento humano, son pocas las ilusiones que al respecto se hace el cineasta ruso.
Desde su perspectiva, el demonio de la vanidad trastorna irremediablemente al ser humano y lo despoja de toda espiritualidad y de cualquier impulso generoso. Al término de los escépticos retratos del poder político, el nuevo Fausto condensa el comentario de Sokurov sobre el cinismo y la inmoralidad que hoy prevalece en el mundo. En su mirada de artista desencantado hay una lucidez portentosa. León de Oro en la pasada Muestra Internacional de Arte Cinematográfico de Venecia.

Había una vez en Anatolia por Carlos Bonfil


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Escena del largometraje de Nuri Bilge
 
La indudable maestría de un realizador como el turco Nuri Bilge Ceylan (Distante, Los climas, Tres monos) es su capacidad de tomar de pretexto situaciones propias de una cinta policiaca –un accidente en una carretera, la búsqueda infructuosa de un cadáver– para progresivamente rebasar la anécdota inicial y proponer un amplio espectro de interpretaciones posibles que, por lo general, conducen a una intensa reflexión moral. En el caso de Había una vez en Anatolia, cinta ganadora del gran premio del jurado en el pasado festival de Cannes, el procedimiento del cineasta se ha afinado de manera notable.

El grupo de personas que en compañía de un prisionero recorre una región desolada en busca del cuerpo que ese mismo hombre ha ejecutado cobra muy pronto los tintes de una picaresca rural. Hay en los diálogos chispazos de humor negro y digresiones absurdas sobre la calidad del yogur de búfalo o sobre los padecimientos de la próstata, que emparentan el guión con una pieza teatral de Samuel Beckett o con alguna película de los hermanos Coen, Sin lugar para los débiles, por ejemplo.

A partir de cierto momento el espectador pierde la brújula tanto como los mismos rastreadores del cadáver, y eso importa ya poco, pues la cinta se ha vuelto algo más que un thriller convencional, de desenlace atendible. Los personajes, muy arquetípicos –un médico, un investigador policiaco, el practicante de una autopsia, dos hombres que ambiguamente comparten la responsabilidad del crimen– van revelando mediante diálogos en apariencia anodinos sensaciones muy encontradas de melancolía, dolor y nostalgia.

Como en Copia fiel, la estupenda ficción del iraní Abbas Kiarostami, una realidad se desdobla aquí en revelaciones inesperadas, y un relato parasitario arroja una nueva luz sobre la trama que venimos presenciando.

En una digresión narrativa más, el policía le cuenta al médico la sorprendente historia de una mujer que acertadamente profetizó su propia muerte. Con serenidad había anunciado al marido el desenlace cercano, mismo que se cumplió con puntualidad rigurosa. Al descubrirse después que el hombre era en realidad un esposo adúltero, una interrogación moral vendría a desbaratar las certidumbres médicas. ¿Puede un infarto tener por origen un deliberado propósito de revancha? ¿Es acaso otra cosa cualquier suicidio? Estas discusiones morales, encaminadas a plantear nuevas interrogaciones sobre la trama central de la película, son comunes en el cine de Bilge Ceylan, y para el espectador, retos estimulantes o bien ociosos, según el caso.

Lo innegable es el poderío visual de la propuesta: un paisaje que es una sugerente ilustración del estado de ánimo de los personajes, una estepa sumida en la penumbra, donde un haz de luz en el vano de una puerta resume todo un clima de soledad y desamparo. Un cine de sobriedad magistral, una emoción artística perdurable.

El chico de la bicicleta por Carlos Bonfil


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Fotograma de la película de Luc y Jean-Pierre, trabajo muy personal y vigorosamente dramático
Un antecedente notable para El chico de la bicicleta (Le gamin au vélo, Luc y Jean-Pierre Dardenne), retrato de un niño aban- donado que encuentra refugio temporal a lado de una persona generosa, es el primer largometraje del francés Maurice Pialat, La infancia desnuda (1969), aun cuando el insuperado registro poético de una infancia desvalida siga siendo Los cuatrocientos golpes (1959), de François Truffaut.

El niño de 12 años, Cyril Catoul (un Thomas Doret agilísimo, estupendo), es sin embargo una figura más cercana, por su necesidad de comprensión y cariño, al pequeño nómada de orfelinato en la cinta de Pialat. Desde las primeras secuencias de El chico de la bicicleta, asistimos a los intentos desesperados de Cyril por encontrar a su padre (Jéremy Renier, actor fetiche de los Dardenne), quien de mil maneras elude la responsabilidad de ocuparse de su hijo. De manera fortuita, el niño conoce a Samantha (Cécile de France), quien decide encargarse de él los fines de semana, poniendo en riesgo su propia relación amorosa debido al carácter a ratos intratable de su protegido.

La acción transcurre, novedosamente para lo que acostumbran los directores de Rosetta y El niño, durante el verano, en una región luminosa de la provincia belga. No hay en Cyril una aspiración por romper el yugo de la autoridad, sino por el contrario el anhelo de ser aceptado por la figura paterna, o por su sustituto inmediato (un joven delincuente que lo inicia en el robo y la violencia), o por la joven Samantha a la que continuamente desobedece y maltrata, pero cuyo cariño solicita también humildemente.

Una escena emotiva muestra a Cyril, lastimado por el desdén paterno, golpeándose la cabeza en el interior de un auto. En estos momentos de seca intensidad los Dardenne están más cerca del vigoroso registro realista de Maurice Pialat, cineasta que merece ya una nueva revisión de su filmografía. A propósito de El chico de la bicicleta, se ha mencionado la semejanza de su epílogo con el de la película Los olvidados, de Luis Buñuel. Aunque hay en la trama similitudes fortuitas, el tono intimista de los Dardenne y la inteligente exploración de personajes complejos, limita la comparación y restituye a la película su carácter de obra muy personal, dramáticamente vigorosa. El aprovechamiento en la pista sonora de un breve fragmento del concierto Emperador, de Beethoven, es magistral. Muy merecido el gran premio en el pasado festival de Cannes.

Venus negra por Carlos Bonfil


 
París, 1815. Étienne-Geoffrey Saint Hilaire, administrador y profesor de zoología del Museo Nacional de Historia Natural, presenta a sus alumnos, a partir del molde de una mujer negra, de caderas muy prominentes y genitales pronunciados, las diferencias morfológicas entre las entonces llamadas razas inferiores y la fisionomía europea. Un flash-back de cinco años conduce la acción a Londres, donde en una feria de carnaval se presenta el espectáculo de la Venus Hotentote, Saartjes Baartman, Saartjie, una joven sudáfricana de 20 años, llevada a Europa por su antiguo patrón blanco, Hendrick (André Jacobs), con promesas de un éxito fulgurante y aterrizaje final en ferias populares como salvaje atracción exótica.

La historia es real y por largos años fue símbolo elocuente del brutal menosprecio europeo por los nativos de sus colonias. Después de la muerte de Saartjie, a los 27 años, por neumonía y enfermedad venérea, sus órganos genitales y el molde de su cuerpo fueron exhibidos en el Museo del Hombre, de París, hasta que las autoridades sudafricanas lograron la repatriación de sus restos en 2002, volviéndolos símbolo de una dignidad recobrada.

El realizador tunecino Abdellatif Kechiche, conocido en México por su notable película La culpa la tiene Voltaire (2000), cambia radicalmente de registro narrativo, incursiona en la evocación histórica, y a través de la historia de Saartjes Baartman exhibe las obsesiones de una investigación científica encaminada a legitimar y reforzar una mentalidad racista, que el nazismo llevaría después a extremos devastadores.

La película tiene como tema central, según la definición del propio director, la opresión de la mirada, es decir, el repertorio de clichés culturales con los que la civilización occidental ha justificado el dominio colonial. El cuerpo de la joven Saartjiecabeza de orangután, trasero de mandril, según el escarnio voyeurista– se vuelve objeto de morbosa curiosidad para las masas en los carnavales, y de exploración y condescendencia paternalista para científicos, periodistas y aristócratas refinados. Saartjie es a la vez fenómeno circense y también encarnación del buen salvaje susceptible de ser rescatado de la barbarie por una civilización humanista.

El director explora esta dualidad en la mirada occidental, y la estupenda actriz cubana no profesional, Yashima Torres, se vuelve dueña de la pantalla durante dos horas y media sin que el interés del espectador decaiga un instante. Algunas secuencias fuerzan un tanto la nota, como el humillante paso de Saartjie por una orgía de aristócratas libertinos, pero la solvencia profesional de la actriz y la intensidad dramática que para entonces ha alcanzado el relato, evitan con justeza la caída en un patetismo gratuito y en una mirada a su vez opresiva por parte del director. Un firme pulso narrativo y un toque de incorrección política permiten abordar con novedad y franqueza una historia delicada que en manos de un realizador menos talentoso habría podido naufragar en la vulgaridad y en el sensacionalismo.

http://www.jornada.unam.mx/2011/11/12/espectaculos/a09o1esp

Fuera de Satán por Carlos Bonfil


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Fotograma de la cinta del francés Bruno Dumont
 
Bajo el sol de Satán. Un hombre taciturno, de mirada neutra y comportamiento enigmático, recorre la costa norte de Francia dejando tras de sí una estela de crímenes y milagros. Una joven lo sigue fielmente, fascinada por su personalidad impenetrable. Poco parece importarle que para vengarla de los abusos de su padrastro, él no haya vacilado en asesinarlo. Ella lo atiende, lo viste y lo alimenta, y cuando se ofrece a él soporta pacientemente su rechazo.

En Fuera de Satán (Hors Satan, L’empire), la propuesta mística que de nueva cuenta hace el realizador francés Bruno Dumont (La vida de Jesús, Hadewijch), ya no hay referencias abiertamente religiosas. La ambigüedad se apodera del relato; el personaje central no lleva nombre, es simplemente el hombre, y quien lo acompaña es también llanamente la mujer, como si de entrada el director los colocara en el edén mismo de la creación, un paraíso agreste y seco, donde un acto de bondad puede cumplirse por medio de un crimen.

Esta pareja de road movie espiritual semeja en más de un aspecto a los protagonistas del primer largometraje del estadunidense Terrence Malick, Mundos bajos (Badlands), donde el también enigmático asesino en serie interpretado por Martin Sheen mata al padre de la joven (Sissy Spacek), que imperturbable habría de seguirlo en su larga trayectoria de crímenes gratuitos. En Fuera de Satán, sin embargo, los actos de barbarie son parte de un ritual de expiación mística. Por piedad se pone fin a la agonía de un animal, o se frena el sufrimiento de una joven epiléptica; por piedad también se satisfacen los reclamos sexuales femeninos o se abrevia, con golpes mortales, la pena de algún pretendiente desdeñado. En el mundo primitivo que describe Dumont, apenas distinto al del Flandes de sus ficciones anteriores, no hay lugar para el escrúpulo moral. La sexualidad es animal y la complicidad afectiva un bien inalcanzable. En el mundo profano por el que deambulan los protagonistas, los aparentes milagros se producen sin esfuerzo, los muertos vuelven a la vida y los incendios forestales se apagan misteriosamente.

Como en la novela de Georges Bernanos, Bajo el sol de Satán, llevada a la pantalla magistralmente por el desaparecido Maurice Pialat, el mal recorre los territorios donde habitan las buenas conciencias, confundiéndolo todo con actos de caridad y con ambiguos empeños redentores. El diablo y el buen Dios, parábola sartreana, conviven aquí en un mismo individuo, perversamente benefactor, inasible como cualquier otra revelación divina. La película de Dumont posee una notable belleza hermética que sin duda desconcertará a muchos de sus espectadores, tal vez a esos mismos que antes sucumbieron a la poesía visual, más generosa, de la cinta Luz silenciosa, de Carlos Reygadas.

Le Havre, el puerto de la esperanza Carlos Bonfil


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Fotograma de la película del finlandés Aki Kaurismaki
El nombre de un puerto francés, Le Havre, cuyo significado literal es remanso o refugio, es el pretexto para una fábula sobre la inmigración clandestina en Europa. Su realizador, el finlandés Aki Kaurismaki, incursiona con enorme acierto en la ambientación de un microcosmos social, luminoso y cálido, alejado por completo de sus habituales retratos de Helsinki, y rinde tributo a un cine popular atento a las nociones de solidaridad social.

De Le Havre real el director no recupera la modernidad portuaria, sino una vida de barrio en apariencia intocada por el tiempo. Un poco como el viejo París bohemio que rescata Jean Pierre Jeunet en Amelie, enriquecido, sin embargo, por el compromiso social del cine popular de Robert Guédiguian (Marius y Jeannette), y su perenne homenaje a otro puerto francés, Marsella.

En Le Havre, el puerto de la esperanza, la comedia de Kaurismaki combina novedosamente lirismo, ironía y dramatismo. Hay el retrato de Marcel Marx (André Wims, magistral), escritor fracasado, bohemio de elegantes modales anticuados, que elige la profesión de lustrador de calzado para sentirse más cerca del pueblo, y que comparte su plácida rutina doméstica con Arlétty (Kati Outinen), su metódica y comprensiva esposa, quien padece una enfermedad terminal. La aparición en sus vidas de Idrissa (Blondin Miguel), un adolescente senegalés, inmigrante indocumentado buscado por la policía, y su decisión espontánea de protegerlo y compartir su suerte transforma la vida de la pareja, y en especial la del muy astuto Marcel, quien tendrá que burlar el asedio policiaco de un personaje casi salido de una tira cómica, el inspector Monet (Jean-Pierre Darroussin).

A la cacería del inmigrante se oponen, con toda la irrealidad que permite la fábula generosa, los comerciantes del barrio, con increíble desprendimiento moral y simpatía por la suerte de los marginales.

En Le Havre, el puerto de la esperanza, Kaurismaki propone una utopía de la reconciliación social, con acentos del cine de Jacques Tati y un mensaje humanista sobre las virtudes de la hospitalidad. El esfuerzo de todo un barrio por sufragar el viaje clandestino de Idrissa a Londres, donde se reunirá con su madre, sólo es imaginable en la ficción liberadora que resiste, con la imaginación y la poesía, a la realidad de una Europa crecientemente excluyente y racista. Desde este punto de vista, el filme de Kaurismaki es una bocanada de aire en el clima desolador de las temáticas fílmicas de moda. Es además una gran película, entre las mejores del realizador de Los vaqueros de Leningrado.

Carlos por Carlos Bonfil


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Édgar Ramírez en un fotograma de la cinta
 
Una imagen inesperada, elocuente, muestra al terrorista venezolano Illich Ramírez Sánchez, alias Carlos (un Édgar Ramírez formidable), totalmente desnudo frente al espejo, en trance narcisista, calibrando su carisma y sus atributos físicos. En ese momento es ya toda una figura mediática en Europa, y varias naciones se disputan sus servicios como extraordinario pistolero a sueldo.

Su formación marxista (que asume con fanatismo religioso) y su adhesión a la causa palestina, lo convierten en los años 70 y 80 en una de las máximas figuras en una lucha clandestina que incluye espectaculares atentados terroristas en Francia, Holanda y Austria, y una no menos vistosa toma de rehenes en una cumbre de países petroleros, en Viena, donde su misión es ejecutar a los representantes de aquellos países considerados traidores a la causa palestina, de modo particular, al ministro de petróleo de Arabia Saudita.

El tema, de enorme actualidad y vigorosas resonancias mediáticas, era algo ideal para ser llevado a la pantalla, y la trayectoria de un Carlos de personalidad compleja, políglota y extrovertido, misógino y seductor, recorriendo los cinco continentes, ataviado a la manera de un Che Guevara permitía, y de hecho exigía, una superproducción y un frenético ritmo narrativo. Todo esto lo cumple con creces, y de modo novedoso en su carrera, el realizador francés Olivier Assayas (Irma Vep, Los destinos sentimentales).

El desafío principal era poder mostrar la saga del terrorista Carlos sin caer en las rutinas del cine de acción hollywoodense y sobre todo en las ociosas subtramas sentimentales que suelen servirle de contrapeso.

Carlos se concibió originalmente como una serie televisiva de cinco horas, misma que se proyectó completa, de corrido, en el Festival Internacional de Cine de Morelia el año pasado. La versión actual es de casi tres horas y lo que se ha suprimido son únicamente algunos episodios de la saga terrorista sin alterar en absoluto el ritmo y el interés de la trama.

El resultado es notable. En el estilo de las mejores ficciones dedicadas a la Fracción del Ejército Rojo en la Alemania de esos mismos años, Carlos es el registro dramático de un fracaso personal, al tiempo que la notable radiografía de toda una época, los años de plomo en una Europa que simultáneamente padeció el nihilismo terrorista y un autoritarismo de Estado.

La cinta de Assayas capta de modo brillante ese clima desolador y lo resume en una figura a la vez deleznable y fascinante.

El hombre de al lado por Carlos Bonfil



 La premisa argumental de El hombre de al lado, película argentina de Mariano Cohn y Gastón Duprat, es atractiva: la existencia satisfecha de Leonardo (Rafael Spregelburd), diseñador exitoso y petulante, cuya residencia es la única casa construida por Le Corbusier en América Latina, se ve de pronto perturbada por la decisión de Víctor (un Daniel Aráoz estupendo), vendedor de autos y vecino de maneras burdas y obsequiosas, de abrir una ventana en el muro que Leonardo tiene justamente enfrente de su casa.

Los argumentos van y vienen de ambas partes. Para Leonardo, esta violación de su intimidad, pero sobre todo de su concepción estética de la armonía indispensable en su entorno, es un escándalo y un atropello. Para el vecino se trata simplemente del derecho inalienable a tener un poco de luz en su espacio doméstico, que imaginamos sombrío. Un rayito de luz, un poco de esa luz que a usted le sobra, argumenta Víctor, imperturbable.

La publicidad de la película en Francia ensaya la ironía: el muy palurdo Víctor es el vecino que Le Corbusier jamás había previsto. El hombre de al lado aborda con humor, buenos diálogos e inquietante tensión en aumento el tema de la irrupción de lo público en la esfera de lo privado. La idea es interesante. Además de sugerir, como metáfora irónica, una creciente polarización social en la muy moderna y sofisticada nación argentina, la película alude por contraste a otro giro de la modernidad: la abdicación voluntaria de la privacidad. En una época en la que millones de seres renuncian gustosamente a su intimidad (a través de las redes sociales, pantallas de exposición pública, del Facebook, el Twitter y los blogs), he aquí a un hombre paradójicamente anclado en la comodidad del pasado, empeñado en defender heroicamente su intimidad y la de su familia de cualquier mirada ajena. El asunto se presta evidentemente a un tratamiento humorístico, muy de comedia negra, que los realizadores explotan con acierto.

La Casa Curutchet, diseñada por Le Corbusier, construida hace 80 años, lugar muy visitado en La Plata bonaerense, es protagonista central en la historia. Alberga a una familia de comportamiento obsesivo, replegada en sus nociones inamovibles de bienestar y confort social (un hombre fatuo, una hija casi autista y una mujer irritante son los personajes casi caricaturescos de la farsa social).
Por fortuna, la solvencia de los directores lleva a buen puerto el relato, sin dejar que naufrague en la obviedad y la tontería. Las actuaciones son justas, y algunas situaciones, hilarantes. Huelga señalar que los personajes, de ambos bandos son vecinos a todas luces incómodos para cualquier ser medianamente razonable. Una comedia negra original y muy divertida.

Confesiones en el diván por Carlos Bonfil



 En una entrevista, Percy Adlon (Bagdad café) señala, a propósito del personaje central en Confesiones en el diván (Mahler auf der Couch): La historia del compositor Gustav Mahler favorece una línea narrativa muy vigorosa. Estamos ante un hombre extremadamente talentoso y al mismo tiempo lleno de gran energía sexual, misma que se vio obligado a depositar en buena parte en su música. 
Como resultado de ello, Mahler, el hombre, quedó de algún modo vacío. Por otro lado, su mujer, mucho más joven, sí pudo disfrutar de lo mejor de ambos mundos. Fue una mujer muy sensual y también una magnífica artista. Quise mostrar en la película el dilema de Mahler, su confusión y su rabia interna.

El empeño de Percy Adlon y de su hijo Felix O. Adlon, codirector de la cinta, por abordar la figura del músico vienés desde una perspectiva históricamente plausible, pero al mismo tiempo desmistificadora, es interesante, sobre todo si se recuerdan los abusos y despropósitos barrocos a los que el cine ha sometido al compositor, uno de ellos, el más delirante, Mahler (1974), biografía pop musical del británico Ken Russell.

Aunque la película de los Adlon refiere con humor y desenfado las sesiones sicoanalíticas en las que el compositor confiesa a Sigmund Freud (Karl Markovics) su triste condición de esposo frustrado, lo más notable en la historia es el retrato de corte feminista de la joven Alma Mahler. Casi 20 años más joven que su pareja, y tan segura de su propio arte musical como de su sexualidad, Alma pasa de un amante a otro con astucia y flexibilidad felinas, desde el arquitecto Walter Gropius (Friedrick Mucke) hasta el pintor Gustav Klimt (Manuel Witting), para desesperación y azoro de un Malher refugiado de lleno en su arte musical.

Esta visión tragicómica del marido engañado podía haber sido harto convencional y caricaturesca, y por momentos parece orillada a estos abismos, pero el desastre lo evitan las estupendas caracterizaciones de los actores y en particular de Barbara Romane, convincente como mujer hedonista y liberada. Lo que podía haber sido un muy reiterativo retrato del genio artista atrapado en su insensibilidad moral y su egoísmo, dispuesto a sacrificar la felicidad ajena en aras del cumplimiento cabal de su misión artística, presenta facetas narrativas más delicadas. Ciertamente sobra en la cinta mucho de su esforzada innovación formal. Adlon padre dio en Bagdad café (1987) una estupenda película de culto sin necesidad de demasiados manierismos de estilo. Confesiones en el diván es una cinta ágil, divertida y mordaz, con actuaciones sobresalientes.

En un mundo mejor por Carlos Bonfil


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Fotograma de la cinta de la danesa Susanne Bier
Los dilemas morales han estado siempre presentes en los melodramas de la realizadora danesa Susanne Bier. La combinación muy eficaz de situaciones domésticas convencionales y planteamientos éticos que rápidamente rebasan su aparente trivialidad, ha sido la clave para el éxito combinado de la directora en festivales de cine y entre el gran público. En un mundo mejor (Haevnen), buen ejemplo de esta astucia narrativa, obtuvo un previsible reconocimiento al conquistar el Oscar de la Academia de Hollywood en la categoría de mejor película en lengua extranjera.

Considérese el planteamiento. Una historia muy actual de bullying escolar, en la que Elías, un adolescente danés muy sensible, hijo de un médico en misión humanitaria en África, debe padecer continuamente el abuso verbal y los golpes de sus compañeros de escuela, hasta la aparición liberadora de Christian (William Johnk Nielsen, estupendo), un camarada taciturno y parco que decide protegerlo para –mediante este pretexto providencial–, hacer él mismo un ajuste de cuentas con la hostilidad moral que percibe en torno suyo. Christian acaba de sufrir la pérdida de su madre, víctima de cáncer, y también el aparente distanciamiento cobarde de su padre. Adoptando una vocación justiciera, el adolescente intenta probar que a la violencia física y moral ejercida por los demás, sólo es posible responder con dosis parejas de violencia. Irónicamente, su propio nombre contrasta con esta negación de las virtudes de una caridad cristiana.

En un mundo mejor coloca en paralelo situaciones de violencia extrema en el ámbito de una miserable comunidad africana y en el confortable entorno doméstico danés. Los dilemas morales se plantean, sin embargo, con igual agudeza en los dos territorios. Antón, el médico padre de Elías, llega a sanar las heridas que sufre el mayor depredador de la comarca, un hombre autoritario que para diversión propia y de los suyos, y por apuesta, abre en canal el vientre de jóvenes embarazadas para verificar el sexo de los fetos. La caridad o inclusive el rigor profesional son aquí, por decir lo menos, conductas escandalosas. Christian tendrá a su vez una experiencia límite que también cuestionará sus certidumbres morales. De este modo, entre episodios brutales y largos procesos de reconciliación moral, la película plantea de modo eficaz los temas de la culpa y de la redención. Este cuidado en la trama y en el diseño de los personajes, muestra de nueva cuenta la enorme solvencia de la directora.

Un cine comercial de calidad, con reconocimientos muy merecidos.

El caballo de Turín por Carlos Bonfil

Despegue formal de la 53 Muestra Internacional de Cine con una auténtica obra maestra. El caballo de Turín, del húngaro Béla Tarr, surge de una curiosa anécdota, a medio camino entre la realidad y el mito. En 1889, Federico Nietszche habría tenido durante una caminata en la ciudad de Turín una visión terrible. Un caballo, renuente a trabajar, era golpeado inmisericordemente por un cochero. Conmovido profundamente, el filósofo abrazó al animal y no pudo después reponerse de tal experiencia. La duda que durante largo tiempo obsesionó a Béla Tarr y a su guionista Lázsló Krasznahorkai fue saber qué sucedió después con el caballo. Con esta idea fija en mente se construyó una historia original que habría de transcurrir a lo largo de seis jornadas.

El dueño del caballo y su hija, aislados en un territorio desolador, azotado por el viento, asisten a la lenta degradación de la salud del animal, el cual se niega primero a trabajar y después a consumir agua y alimento. Siendo la bestia el elemento principal de sustento doméstico, padre e hija ven paralelamente disminuir sus propias fuerzas hasta el punto en que la suerte humana y la animal se confunden perturbadoramente. Béla Tarr describe en planos muy largos, algunos de casi 15 minutos de duración, la faena cotidiana de la pareja (cortar leña, coger agua del pozo; comer siempre, con austeridad monacal, la misma papa hervida), pero sobre todo el desasosiego moral que los invade cuando toda esperanza de sobrevivir parece cancelada.

La primera secuencia del filme es antológica. El caballo es capturado en movimiento, de frente y en primer plano, en una larga secuencia en blanco y negro que resume magistralmente la atmósfera del lugar y el dramatismo de la historia. Apenas dos incursiones de otros seres humanos, entre ellos un grupo de gitanos, habrán de interrumpir por tiempo breve la lenta rutina doméstica. Lo notable en este trabajo eminentemente contemplativo es el poder hipnótico de las imágenes y el notable aprovechamiento de la banda sonora.

Resultaría ocioso glosar sobre el significado filosófico de la cinta, pues el propio director cierra las vías para una mayor interpretación en lo que simple y llanamente se presenta como un cuento moral sobre el dolor humano y la fragilidad de la existencia. El triunfo artístico tiene que ver con la manera en que la extrema parquedad de los diálogos cede el paso a una riqueza visual concentrada en los rostros y el paisaje. Una gran lección de arte cinematográfico.

Las razones del corazón por Carlos Bonfil


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Arcelia Ramírez en un fotograma de Las razones del corazón

 
El corazón tiene razones que la razón no comprende. Para su largometraje más reciente, Las razones del corazón, el realizador Arturo Ripstein elige, a manera de epígrafe, esta cita del filósofo francés Blaise Pascal, quien fue adepto de la corriente religiosa radical del jansenismo. La elección no es fortuita. De una película a otra, desde el inicio de su carrera, en 1968, pero de modo más agudo desde el comienzo de su colaboración artística con la guionista Paz Alicia Garciadiego, la mirada que el director de La perdición de los hombres lanza sobre sus congéneres y sus pasiones ha sido empecinadamente pesimista.

Según esta visión, que retoma la vieja teología jansenista, la naturaleza humana, privada de la gracia divina, estaría dominada por instintos casi animales y sentimientos peligrosos. Su salvación sería, por ende, azarosa, cuando no imposible. El hombre, marcado así, de modo irremediable, por el pecado original, habrá de ser un ser lleno de miserias, proclive a conductas aberrantes, sumido en la abyección más profunda.

Quien revise la obra reciente de Arturo Ripstein verá, una y otra vez, reflejada esta visión fatalista, sin resquicio alguno para la esperanza o para la reparación moral. Así es la vida, concluye un título del director. El espectáculo de la vida es un perpetuo Carnaval de Sodoma, grotesco y aberrante, y cualquier posibilidad optimista en este inmenso valle de lágrimas es un horizonte engañoso.

No sorprende entonces que, para Las razones del corazón, Ripstein y su colaboradora Paz Alicia Garciadiego hayan optado, a la manera de dos nuevos y empeñosos Bouvard y Pécuchet, por levantar el registro de nuevas y mayores miserias en el terreno de la pasión amorosa, tomando como pretexto y punto de partida la novela Madame Bovary, del muy declaradamente misántropo Gustave Flaubert, y de modo especial las dos últimas jornadas, que conducen a la heroína al suicidio por ingestión de arsénico.

Trasladada la acción de una provincia decimonónica normanda al oscuro territorio de las vecindades en nuestro centro histórico capitalino, la pasión infortunada de la malcasada Emilia (Arcelia Ramírez) por su vecino de azotea, el saxofonista Nicolás (Vladimir Cruz), y su reiterada burla a la confianza de Javier (Plutarco Haza), el marido pobre diablo, se vuelve un patético muestrario de las posibilidades de abyección de un ser humano. Diálogos y situaciones imposibles, con tufo de letrina, dan cuenta de la degradación moral de Emilia y de su paulatina pérdida de toda dignidad como mujer y como ser pensante.


La fotografía en blanco y negro de Alejandro Cantú, nerviosa y acechante, encierra a los protagonistas, y con ellos al espectador, en una atmósfera irrespirable. La pretendida aspiración a un melodrama vigoroso e intenso deriva, a fuerza de insistencias tremendistas, en un ocioso catálogo de envilecimientos circulares, de agria sordidez, desprovisto de esa calidad poética que habría podido conquistar con el contrapeso, así fuera mínimo, de una sobriedad moral y artística, ajena a la incontinencia verbal. Los guiones recientes en las películas de Arturo Ripstein, tan empecinadamente cargados de fatalismo y misoginia, han tenido como efecto colateral perverso retrasar lamentablemente la renovación estilística que parecía prometer el notable realizador de El lugar sin límites y de Cadena perpetua.

Liga de la nota http://www.jornada.unam.mx/2011/11/04/opinion/a09o1esp