viernes, 31 de enero de 2014

BALADA DE UN HOMBRE COMÚN




Juan Carlos Romero Puga | @un_periodista

Llewyn Davis (Oscar Isaac) es un músico talentoso que intenta hacerse un sitio en el mundo de la música folk, pero nada va bien. Toca por unos dólares en el mismo Greenwich Village donde Bob Dylan comenzó a ganar reputación, y duerme una o dos noches en el sofá de quien le dé oportunidad de quedarse. A la mañana siguiente, toma sus cosas y sale a la búsqueda de alguna dificultad que lo haga ir todavía más cuesta arriba.

Llewyn encuentra ayuda, pero también brutal honestidad de los otros. Así, la autocrítica que parece faltarle la encuentra en personajes como la eternamente furiosa Jean (Carey Mulligan), amiga, amor malogrado, quien resume en dos frases su principal característica: “Todo lo que tocas se convierte en mierda. Eres como el hermano idiota del rey Midas”.

Y aunque en un primer vistazo parece que el protagonista de esta cinta de los Coen no ha tenido suerte (no puede creerse lo que le ha hecho el destino), la historia va mostrándolo como realmente es: un abandonador, un egoísta que usa y tira. El patrón va siendo evidente en su renuncia a los afectos y relaciones, en el descuido de sí mismo, de sus posesiones personales y de otros seres a su cargo.

No obstante, el asunto nunca es tan claro como cuando Llewyn se planta frente al reverenciado Albert Grossman para mostrarle su material e intentar que lo represente, igual que a Dylan, igual que a Janis Joplin. Durante cuatro minutos, el tipo se deja ir, se pierde en la letra de una canción, pero al volver no es capaz de aceptar nada menos que aprobación sin condiciones.

La cinta ofrece algunos momentos de humor amargo y surrealista propio de los Coen, pero muy particularmente un puñado de canciones espléndidas —pese a su increíble simplicidad— que van casi componiendo una road movie en la que no hay purgas existenciales y el único gran descubrimiento es la miseria ya conocida.

No pocas veces se ha hablado de esta Balada de un hombre común como un relato inspirado parcialmente en el Ulises de James Joyce; sin embargo, la obra aspira a más como paráfrasis estadounidense de la Odisea homérica, una donde el héroe que vuelve a Ítaca después de una larga y azarosa ausencia no puede ser sino un gato doméstico.

lunes, 27 de enero de 2014

CHIC MAGAZINE, ED. 31 Enero 23 de 2014





















































Mood Indigo




Por Luis Fernando Galván (@luisfer_crimi)

“Toda la fuerza de las páginas de demostración que siguen procede del hecho que la historia es enteramente verdadera, ya que me la he inventado yo”. Con esa afirmación, situada en el prefacio, el escritor francés Boris Vian comienza su relato La espuma de los días (1946). Una visión delirante e inventiva, con espacios fantásticos y situaciones desconcertantes, cuya adaptación cinematográfica cayó en manos del realizador,Michel Gondry (Eternal Sunshine of the Spotless Mind, 2004), quien, ante la invitación del guionista y productor, Luc Bossi, no dudó en trasladar al ámbito cinematográfico uno de sus libros favoritos y rendirle tributo al autor que despertó su creatividad –un hombre que tuvo la desdicha de morir, a causa de un infarto, a los 39 años, mientras era espectador de la adaptación cinematográfica de su obra Escupiré sobre vuestra tumba(1946)–.

Mood Indigo narra la historia de Collin (Romain Duris), un afable y elegante hombre que tiene el dinero suficiente para vivir sin trabajar. Reside en un departamento parisino compuesto por una pequeña habitación, un largo pasillo, una cocina atiborrada de utensilios y alimentos, y un cuarto donde resguarda su “pianoctel” (un piano que mezcla licores basándose en la combinación de las piezas que se interpreten). Comparte su recinto con el fuerte y carismático Nicolas (Omar Sy) que, como su cocinero particular, le prepara exóticos y llamativos platillos como la anguila con crema de limonada. Su mejor amigo, Chick (Gad Elmaleh), es un hombre que vive obsesionado con la figura del destacado pensador Jean-Sol Partre (clara referencia al filósofo existencialista, Jean-Paul Sartre, de quien Vian fue colaborador cercano, al igual que de Albert Camus); compra todos sus libros y asiste a cada una de las conferencias que imparte en la capital francesa. Al enterarse de las respectivas relaciones amorosas que mantienen sus amigos –el primero con la atractiva Isis (Charlotte Le Bon); el segundo con la inteligente Alise (Aïssa Maïga)– Collin exige enamorarse.

Una vez que el personaje está decidido a actuar para dejar atrás su condición de ‘solterón’, acude a una fiesta donde conoce a la encantadora y tierna Chloé (Audrey Tautou). Sus primeros encuentros están caprichosamente concebidos por Gondry, quien está más interesado en el desafío técnico que implica la elaboración de imaginativos ‘sets’ que en la evolución emocional de los personajes. Hay un baile en la fiesta con música de Duke Ellington, en el que las piernas de los personajes se alargan y doblan como barras de plastilina, un paseo por el cielo de París a bordo de una nave en forma de nube y una visita a una pista de hielo donde sucede una muerte inesperada que no parece asombrar a uno solo de los asistentes. El proceso de enamoramiento es honesto, pero apresurado y más formal que introspectivo. El mutuo cariño de Collin y Chloé los conduce hasta el altar de una iglesia, donde el sacerdote (Vincent Rottiers) hace su entrada mediante un transbordador espacial, y los obliga a ganar en una carrera de cochecitos su lugar para casarse. En el libro de Vian, esta situación está cargada de una fuerte crítica al poder de la iglesia, y que el cineasta francés aligera para dotar de humor el momento.

Gondry aprovecha el texto de Vian para poner en marcha su mente creativa y decorar la relación amorosa con una boda en las profundidades del mar, un arcoíris que acompaña a la pareja rumbo a su luna de miel, una pantalla dividida que muestra la convivencia del día soleado y el lluvioso, la ralentización para hacer perdurables algunos momentos de esparcimiento y diversión de la pareja. Esto sólo evidencia que los objetos y escenarios de su alrededor parecen estar más vivos que los personajes: hay un timbre que es aplastado como una cucaracha, una mesa que se desplaza mediante unos patines, unos zapatos que actúan como perros, una corbata que se desliza simulando ser una serpiente. Existe un exacerbado entusiasmo de Gondry de potencializar los elementos visuales de la novela; por ejemplo, mientras Vian se limita a mencionar la presencia de un pequeño grupo de ratones que habita el departamento de Collin, Gondry muestra a un pequeño hombrecito que viste una sucia botarga y que ridículamente se traslada de habitación a habitación en dos pies para representar al roedor.

 Además, los ingredientes poéticos –aquellos que Vian teje paulatinamente con su pulcro lenguaje cuando Collin declara su amor a Chloé (“Harán falta meses y meses para que me sacie de darte besos. Harán falta meses y meses para agotar los besos que quiero darte, en las manos, en el pelo, en los ojos, en el cuello. Chloé, quiero sentir tus senos sobre mi pecho, mis dos manos cruzadas sobre ti, y tus brazos alrededor de mi cuello, tu cabeza perfumada en el hueco de mi hombro, y tu piel palpitante, y el olor que se desprende de ti”)– son eliminados. Esto se intensifica cuando son abordados los vínculos emocionales de los personajes secundarios. Ellos aparecen y desaparecen casi al azar, como si las piezas enteras de sus historias se quedaran olvidadas en la sala de montaje.  Los distintos tipos de amor (el físico entre Nicolas e Isis; el intelectual entre Chick y Alise) sólo son sugeridos, dibujados de manera superficial y desaprovechados para reforzar el amor (idílico) de los protagonistas.

El idilio de los enamorados tropieza con una planta acuática conocida como nenúfar que se deposita en el pulmón derecho de Chloé. La enfermedad de la protagonista (referencia inmediata al reumatismo cardiaco y edema pulmonar que sufrió Vian desde niño), la pobreza, el sacrifico y la infelicidad se vuelven parte de la rutina cotidiana de Collin, quien, evidentemente, no estaba preparado para ello. Ante el constante deterioro de su amada, las paredes y muros “cobran vida” y lo aprisionan (metáfora de la desesperación y tristeza del hombre); su pequeña habitación se reduce y busca asfixiar a todos los habitantes de la morada. Además del estrecho tamaño, su departamento se vuelve sucio, gris y nostálgico, adquiriendo la apariencia de una ciénaga (elemento que en la novela de Vian sugiere la presencia de un pantano, pues el escritor fantaseaba con aquellas zonas de Nueva Orleans).

Collin pierde sus ahorros y adquiere una fuerte deuda económica (debido a los préstamos que le hace a su amigo Chick, y al peculiar y caro tratamiento médico al que es sometida Chloé) y se ve obligado a trabajar. La crítica a las inhumanas condiciones de la clase obrera y a la guerra, presentes en la novela, son recuperadas brevemente por Gondry. Collin ingresa a una empresa que fabrica armas; los fusiles que construyen requieren calor humano para funcionar. Las bellotas metálicas –utilizadas como balas– son cubiertas por varias capas de tierra, y los trabajadores deben desnudarse y abrazar la tierra durante 24 horas para brindarles su calor corporal a las bellotas. Mientras las desgracias se acumulan, la lente de Christophe Beaucarne–director de fotografía de Mr. Nobody (Jaco Van Dormael, 2009) y Tournée (Mathieu Amalric, 2010)– se aleja de la festividad colorida para adquirir un tono monocromático que pretende colocarse a la par de la sensación de desdicha de Collin. Esta decisión artística tiene sentido, pero resulta amanerada y forzada en su ejecución. Nuevamente, el diseño visual parece estar dictando la emoción, y no al revés.

Los efectos visuales empleados en Mood Indigo son una reminiscencia y, también, una insistencia del estilo que Gondry ha plasmado en sus filmes y obras audiovisuales anteriores. Se trata de una manipulación de la imagen desde lo artesanal, desde la creatividad en la construcción de los sets, en el armado de las peculiares máquinas y la edición, y no desde lo digital. El cine de Gondry posee texturas visuales muy marcadas por la materialidad de los objetos: en una época ahogada en los efectos digitales, su trabajo resulta sumamente llamativo debido a la especial atención que deposita en ellos. Éstos son materia tangible con peso, volumen y existencia –a diferencia de las creaciones virtuales que sólo representan la ilusión de elementos vivos–. Sus filmes son infantiles porque poseen la actitud de ser eternamente niños; busca emociones y sorpresas, se siente atraído por los colores y las formas, evidencia su gusto por materiales sencillos como telas, lanas, cartones, papeles, plásticos y juguetes.


Al igual que Georges Méliès, Gondry crea diversión y fascinación con sus trucajes elaborando sueños y fantasías visuales. Altera los tamaños normales de las cosas (como las enormes manos de Stéphane, interpretado por Gael García Bernal, en The Science of Sleep), reestructura el tiempo y el espacio (como la descripción visual de la mente de Joel, interpretado por Jim Carey, en Eternal Sunshine of the Spotless Mind), manipula la imagen mediante el montaje (escena donde Collin y Chloé bajan de la cama para asistir a la pista de patinaje y en una secuencia ininterrumpida cambian de vestimenta) con la intención de crear transiciones que unifican distintos momentos en una única realidad continua. Este incesante fluir lo ha desarrollado en el videoclip musical y en el anuncio publicitario, cuya brevedad (de ambos soportes) le ha permitido explorar (y explotar) este recurso. Es un discurrir parecido al de los sueños, donde los sucesos se entrelazan de manera sucesiva rompiendo las barreras del tiempo y el espacio. Este recurso lo empleó enEternal Sunshine of the Spotless Mind cuando Joel se somete al experimento para borrar los recuerdos de su amada: los paisajes se obscurecen, los objetos desaparecen, los edificios colapsan y los rostros se distorsionan: forma (la dirección de Gondry) y contenido (el guión de Charlie Kaufman) van de la mano. También fue empleado en The Science of Sleep, cuyo tratamiento visual resulta oportuno debido a que el personaje de Stéphane no tiene muy claro los límites entre sueño y vigilia. Los elementos resultan funcionales y subordinados al argumento del filme, pero por desgracia en Mood Indigo no es así. Se trata de un recurso efectista que le brinda dinamismo al filme para que el espectador no pierda interés; el atractivo universo –confeccionado por Gondry– se agota y no logra sostener un filme de 130 minutos de duración.


CHIC HAUS, ED.30- 26 Enero 2014



























The Wolf of Wall Street





Dinero dinero dinero
Por Ricardo Pohlenz (@rpohlenz)


Mientras Martin Scorsese se prepara para dirigir su nuevo filme, Silence, sobre las aventuras de un jesuita portugués en Japón, The Wolf of Wall Street, su más reciente comedia de costumbres sobre la vida americana, se ha estrenado –el día de Navidad– en los Estados Unidos. El proceso de gestación de sus películas –eso que sucede entre la probabilidad y el hecho, o para usar una metáfora beisbolística, entre que le pichan la bola y la batea– es largo. Llevaba veinte años queriendo hacer Silence. Pasaron diez antes entre que Leonardo DiCaprio le llevó The Wolf of Wall Street –de la cuál sería el productor– y él acabó por filmarla. 

Scorsese es un tipo necio, por ejemplo, no estuvo tranquilo hasta que no dirigió su adaptación de The Last Temptation of Christ. Supongo que algo parecido sucede con Silence, una vocación mesíanica que se confunde con el quehacer cinematográfico, pero no creo que esté tan encima de todos los demás proyectos por hacerse o que ha hecho a lo largo de los años, ¿o sí? Imaginemos a Scorsese como un jardinero y a sus proyectos como plantitas; podemos pensar en alguien que espera pacientemente a que los pequeños retoños acaben por convertirse en enredaderas gigantes. Es algo que sucede en la industria, parece que no está pasando nada hasta que, bum, ha sucedido y todo mundo está hablando al respecto.




Otra es imaginar que es un malabarista frente al abismo.
Pero eso depende.


Scorsese no propone nada nuevo en The Wolf of Wall Street. Tiene una fórmula para este tipo de material, el testimonio desde el ojo del huracán, que ha usado antes en Casino y en Goodfellas. No es lo mismo, es decir, no es la misma película en ninguno de los casos, pero el esquema se repite. El propio Scorsese ha admitido esto y ha dicho al respecto que ha buscado llevar al extremo los límites de esta fórmula (él ha enunciado: este estilo de película). Bajo la premisa de qué-tan-lejos-podemos-llevar-esto, que responde de algún modo a la animosidad de los personajes que retrata. No hay límite para el sexo, las drogas y el rocanrol. La cosa es que en este caso no se trata de rocanrol –aunque la banda sonora está adornada con una selección muy comedida de rolas– ni siquiera se trata de traficantes y sus posibles relaciones con la mafia, se trata de dinero –mucho dinero– y los medios que un puñado de parias suburbanos de Long Island tienen para conseguirlo. El resultado acaba por ser delirante. La voz en off de DiCaprio (que sirve de amanuense de los excesos que suceden en pantalla y para hacer elipsis entre los diferentes duelos a cámara que constituyen –esencialmente– la mayor parte de las secuencias) acabará por convertirse en un testimonio a cuadro que rompe con la ilusión de la cuarta pared y con cualquier otra distancia que se quiera tener con lo que sucede a cuadro.

 Scorsese es subyugante e invasivo, como una droga o una enfermedad. No hay un momento de descanso en pantalla. Todo sucede de manera vertiginosa, no hay tiempo para pensar, mucho menos para mirar con detenimiento esta escena o la siguiente, nos rendimos –seducidos irremediablemente– a la historia y a sus personajes. Sea entre Leonardo DiCaprio y Mathew McConaughey (cuyo único téte-a-téte en cámara pone el tono del resto del filme), entre Leonardo DiCaprio y Jonah Hill, entre Leonardo DiCaprio y Kyle Chandler, entre Leonardo DiCaprio y Margot Robbie, entre Leonardo Di Caprio y Rob Reiner… es decir, entre Leonardo DiCaprio y quien se ponga enfrente, la pantalla suelta chispas. Es electricidad pura. Todos van a lo que van en verdaderos duelos de actuación. DiCaprio –y el personaje al que encarna– puede con todos. Está en todas partes, nos domina y nos seduce como figura central, pero también como producto y como metáfora de un ideal de vida por alcanzar, por el medio que sea, en los Estados Unidos. Su actuación es apabullante, y lo mismo puede decirse de todo lo demás, el guión deTerence Winter (guionista de Los Soprano y Boardwalk Empire) a partir del libro autobiográfico de Jordan Belfort (con quien tuvo varios encuentros), la edición de Thelma Shoonmaker (vieja colaboradora de Scorsese) y la cámara de Rodrigo Prieto.

La trampa estaría en confundir a DiCaprio con el papel que representa, esa línea delgada que separa la ilusión y la apariencia, eso que convierte al Sueño Americano en un estilo de vida. La paradoja que convierte a la Tierra-en-la-que-todo-se-puede en la Tierra-en-que-todo-se-persigue. Scorsese vuelve a poner en pantalla una fábula moral donde todo parece estar permitido pero que, al final, debe ser retribuido de una forma u otra. Es un mito fáustico donde el Diablo juega su propio papel y el de Dios. Y no es que el Gobierno de los Estados Unidos y sus instituciones se conviertan en el último perseguidor, dentro y fuera de su territorio; no es el FBI quien acabará por atrapar a Jordan Belfort sino uno de sus agentes; al final, es una película de vaqueros.

Dentro de esta ambigüedad moral donde la ley está dispuesta a pactar y se persigue la justicia a partir de delaciones. Scorsese no deja de subrayar los momentos de honor entre ladrones (o en este caso, de estafadores) y sobre quién está dispuesto a rajar (y cuándo) y quién no. No hay legitimación, pero tampoco hay condena, y es tal vez por todo esto que ha generado tanta controversia en los medios estadounidenses. ¿Es que Scorsese condona de algún modo en pantalla la inmoralidad personal y financiera de Jordan Belfort y sus asociados (léase compinches)? El precio a pagar es resultado de una negociación: el tiempo es dinero. La pregunta que se hace el público estadounidense (quienes no se identifican con Belfort, ni acaban por sentir simpatía por el personaje, sino con todas esas voces telefónicas que se dejan seducir por la promesa de la multiplicación de los panes y los peces cuando invierten su dinero en acciones baratas y no en boletos de la lotería) es precisamente sobre las equivalencias: ¿cuánto tiempo debe pagar Belfort por el dinero que robó? ¿Quién determina los precios y las condiciones de negociación? Estas preguntas son un anzuelo para preguntarse por lo que sucede y deja de suceder en Wall Street (intocada e inaccesible) en función con los pecados financieros (las oportunidades tomadas) por Belfort.



No debe olvidarse que El Lobo de Wall Street es una comedia. A pesar de estar basada en hechos reales, es una parodia furiosa y despiadada de un tema cinematográfico que alcanzó su apogeo en los ochenta. Es oscura, es obscena, es inmoral. En su búsqueda por resistencias –sean formales o argumentales- Scorsese lleva el género humorístico al extremo de lo sublime. No es cosa de risa, pero, ¿cuándo ha sido lo que sucede en una secuencia de slapstick cosa de risa? En entrevista con Steve Pond, Scorsese dijo que DiCaprio tenía la flexibilidad física de Jacques Tati o Jerry Lewis, es decir, no tanto la de una acróbata como la de un cómico. Esto lo dijo Scorsese a propósito de cómo se armó la secuencia en la que Jordan Belfort, hasta la madre en Qualuudes (metacualona) caducos, intenta bajar las escaleras de la entrada de un country club, llegar a su automóvil (un Lamborgini Countach muy ad hoc) y manejarlo hasta su casa –a dos kilómetros de distancia– donde su socio (un Jonah Hill dispuesto a convertirse en el paradigma del gringo gordo y segundón en el cine del nuevo siglo) discute –también hasta la madre- con el banquero suizo que les lava el dinero a través de una línea intervenida. El que Scorsese cite a Tati y Lewis para referirse al desempeño físico de DiCaprio en esta secuencia es una invitación a comparar los procesos y resultados que tuvo este recurso con estos actores (Scorsese trabajó con Lewis después de que Lewis llevara al extremo de lo obsceno su don para la cabriola y la pantomima) y el lugar climático en el que pone este tipo de secuencia: el (anti)héroe debe superar las limitaciones físicas y de percepción que le provoca su estado alterado para ir a salvar las apariencias. DiCaprio alcanza –con alevosía y ventaja– el grado cero del clown cinematográfico. Podría ser dramático, pero ¿para qué? Todo dramatismo acaba por ser ridículo. No es una alegoría, es una profunda reflexión sobre tópicos formales que sobreviven desde los albores del cine y que, vueltos a poner, vuelven a resultar eficaces. Es en este momento que Jordan Belfort –como personaje– alcanza la redención, que se le permite, en la película y en la vida real, seguir una vida posterior a sus excesos, como motivador para emprendedores. Pero esto es algo que las buenas conciencias de la Tierra de la Oportunidad no pueden aceptar, ni mucho menos, perdonar. No sé si porque la realidad ha invadido a los infomerciales, o porque los infomerciales han invadido la realidad. 



Chic Brides Invierno 2013