Dinero dinero dinero
Por Ricardo Pohlenz (@rpohlenz)
Mientras Martin Scorsese se prepara para dirigir su nuevo filme, Silence, sobre las aventuras de un jesuita portugués en Japón, The Wolf of Wall Street, su más reciente comedia de costumbres sobre la vida americana, se ha estrenado –el día de Navidad– en los Estados Unidos. El proceso de gestación de sus películas –eso que sucede entre la probabilidad y el hecho, o para usar una metáfora beisbolística, entre que le pichan la bola y la batea– es largo. Llevaba veinte años queriendo hacer Silence. Pasaron diez antes entre que Leonardo DiCaprio le llevó The Wolf of Wall Street –de la cuál sería el productor– y él acabó por filmarla.
Scorsese es un tipo necio, por ejemplo, no estuvo tranquilo hasta que no dirigió su adaptación de The Last Temptation of Christ. Supongo que algo parecido sucede con Silence, una vocación mesíanica que se confunde con el quehacer cinematográfico, pero no creo que esté tan encima de todos los demás proyectos por hacerse o que ha hecho a lo largo de los años, ¿o sí? Imaginemos a Scorsese como un jardinero y a sus proyectos como plantitas; podemos pensar en alguien que espera pacientemente a que los pequeños retoños acaben por convertirse en enredaderas gigantes. Es algo que sucede en la industria, parece que no está pasando nada hasta que, bum, ha sucedido y todo mundo está hablando al respecto.
Otra es imaginar que es un malabarista frente al abismo.
Pero eso depende.
Scorsese no propone nada nuevo en The Wolf of Wall Street. Tiene una fórmula para este tipo de material, el testimonio desde el ojo del huracán, que ha usado antes en Casino y en Goodfellas. No es lo mismo, es decir, no es la misma película en ninguno de los casos, pero el esquema se repite. El propio Scorsese ha admitido esto y ha dicho al respecto que ha buscado llevar al extremo los límites de esta fórmula (él ha enunciado: este estilo de película). Bajo la premisa de qué-tan-lejos-podemos-llevar-esto, que responde de algún modo a la animosidad de los personajes que retrata. No hay límite para el sexo, las drogas y el rocanrol. La cosa es que en este caso no se trata de rocanrol –aunque la banda sonora está adornada con una selección muy comedida de rolas– ni siquiera se trata de traficantes y sus posibles relaciones con la mafia, se trata de dinero –mucho dinero– y los medios que un puñado de parias suburbanos de Long Island tienen para conseguirlo. El resultado acaba por ser delirante. La voz en off de DiCaprio (que sirve de amanuense de los excesos que suceden en pantalla y para hacer elipsis entre los diferentes duelos a cámara que constituyen –esencialmente– la mayor parte de las secuencias) acabará por convertirse en un testimonio a cuadro que rompe con la ilusión de la cuarta pared y con cualquier otra distancia que se quiera tener con lo que sucede a cuadro.
Scorsese es subyugante e invasivo, como una droga o una enfermedad. No hay un momento de descanso en pantalla. Todo sucede de manera vertiginosa, no hay tiempo para pensar, mucho menos para mirar con detenimiento esta escena o la siguiente, nos rendimos –seducidos irremediablemente– a la historia y a sus personajes. Sea entre Leonardo DiCaprio y Mathew McConaughey (cuyo único téte-a-téte en cámara pone el tono del resto del filme), entre Leonardo DiCaprio y Jonah Hill, entre Leonardo DiCaprio y Kyle Chandler, entre Leonardo DiCaprio y Margot Robbie, entre Leonardo Di Caprio y Rob Reiner… es decir, entre Leonardo DiCaprio y quien se ponga enfrente, la pantalla suelta chispas. Es electricidad pura. Todos van a lo que van en verdaderos duelos de actuación. DiCaprio –y el personaje al que encarna– puede con todos. Está en todas partes, nos domina y nos seduce como figura central, pero también como producto y como metáfora de un ideal de vida por alcanzar, por el medio que sea, en los Estados Unidos. Su actuación es apabullante, y lo mismo puede decirse de todo lo demás, el guión deTerence Winter (guionista de Los Soprano y Boardwalk Empire) a partir del libro autobiográfico de Jordan Belfort (con quien tuvo varios encuentros), la edición de Thelma Shoonmaker (vieja colaboradora de Scorsese) y la cámara de Rodrigo Prieto.
La trampa estaría en confundir a DiCaprio con el papel que representa, esa línea delgada que separa la ilusión y la apariencia, eso que convierte al Sueño Americano en un estilo de vida. La paradoja que convierte a la Tierra-en-la-que-todo-se-puede en la Tierra-en-que-todo-se-persigue. Scorsese vuelve a poner en pantalla una fábula moral donde todo parece estar permitido pero que, al final, debe ser retribuido de una forma u otra. Es un mito fáustico donde el Diablo juega su propio papel y el de Dios. Y no es que el Gobierno de los Estados Unidos y sus instituciones se conviertan en el último perseguidor, dentro y fuera de su territorio; no es el FBI quien acabará por atrapar a Jordan Belfort sino uno de sus agentes; al final, es una película de vaqueros.
Dentro de esta ambigüedad moral donde la ley está dispuesta a pactar y se persigue la justicia a partir de delaciones. Scorsese no deja de subrayar los momentos de honor entre ladrones (o en este caso, de estafadores) y sobre quién está dispuesto a rajar (y cuándo) y quién no. No hay legitimación, pero tampoco hay condena, y es tal vez por todo esto que ha generado tanta controversia en los medios estadounidenses. ¿Es que Scorsese condona de algún modo en pantalla la inmoralidad personal y financiera de Jordan Belfort y sus asociados (léase compinches)? El precio a pagar es resultado de una negociación: el tiempo es dinero. La pregunta que se hace el público estadounidense (quienes no se identifican con Belfort, ni acaban por sentir simpatía por el personaje, sino con todas esas voces telefónicas que se dejan seducir por la promesa de la multiplicación de los panes y los peces cuando invierten su dinero en acciones baratas y no en boletos de la lotería) es precisamente sobre las equivalencias: ¿cuánto tiempo debe pagar Belfort por el dinero que robó? ¿Quién determina los precios y las condiciones de negociación? Estas preguntas son un anzuelo para preguntarse por lo que sucede y deja de suceder en Wall Street (intocada e inaccesible) en función con los pecados financieros (las oportunidades tomadas) por Belfort.
No debe olvidarse que El Lobo de Wall Street es una comedia. A pesar de estar basada en hechos reales, es una parodia furiosa y despiadada de un tema cinematográfico que alcanzó su apogeo en los ochenta. Es oscura, es obscena, es inmoral. En su búsqueda por resistencias –sean formales o argumentales- Scorsese lleva el género humorístico al extremo de lo sublime. No es cosa de risa, pero, ¿cuándo ha sido lo que sucede en una secuencia de slapstick cosa de risa? En entrevista con Steve Pond, Scorsese dijo que DiCaprio tenía la flexibilidad física de Jacques Tati o Jerry Lewis, es decir, no tanto la de una acróbata como la de un cómico. Esto lo dijo Scorsese a propósito de cómo se armó la secuencia en la que Jordan Belfort, hasta la madre en Qualuudes (metacualona) caducos, intenta bajar las escaleras de la entrada de un country club, llegar a su automóvil (un Lamborgini Countach muy ad hoc) y manejarlo hasta su casa –a dos kilómetros de distancia– donde su socio (un Jonah Hill dispuesto a convertirse en el paradigma del gringo gordo y segundón en el cine del nuevo siglo) discute –también hasta la madre- con el banquero suizo que les lava el dinero a través de una línea intervenida. El que Scorsese cite a Tati y Lewis para referirse al desempeño físico de DiCaprio en esta secuencia es una invitación a comparar los procesos y resultados que tuvo este recurso con estos actores (Scorsese trabajó con Lewis después de que Lewis llevara al extremo de lo obsceno su don para la cabriola y la pantomima) y el lugar climático en el que pone este tipo de secuencia: el (anti)héroe debe superar las limitaciones físicas y de percepción que le provoca su estado alterado para ir a salvar las apariencias. DiCaprio alcanza –con alevosía y ventaja– el grado cero del clown cinematográfico. Podría ser dramático, pero ¿para qué? Todo dramatismo acaba por ser ridículo. No es una alegoría, es una profunda reflexión sobre tópicos formales que sobreviven desde los albores del cine y que, vueltos a poner, vuelven a resultar eficaces. Es en este momento que Jordan Belfort –como personaje– alcanza la redención, que se le permite, en la película y en la vida real, seguir una vida posterior a sus excesos, como motivador para emprendedores. Pero esto es algo que las buenas conciencias de la Tierra de la Oportunidad no pueden aceptar, ni mucho menos, perdonar. No sé si porque la realidad ha invadido a los infomerciales, o porque los infomerciales han invadido la realidad.