jueves, 7 de mayo de 2015

Cautiva de Atom Egoyan






por Luis Fernando Galván

A lo largo de su carrera, el realizador canadiense –de origen armenio y nacido en Egipto–, Atom Egoyan, ha insistido en emplear una estructura narrativa que se construye de manera artificial, fragmentada y con la clara intención de hacer partícipe al público en el armado de las historias. Durante los primeros minutos de sus filmes, el espectador no cuenta con elementos suficientes para obtener certeza de las conductas y los vínculos que existen entre los personajes que son presentados de forma alternada. Egoyan coloca al público en un proceso en marcha, un trayecto de descubrimiento que busca aniquilar la pasividad a favor de una reconstrucción ágil y cadenciosa de los sucesos hasta tener un rompecabezas completo, aunque a veces, como en el caso de Cautiva(The Captive, 2014), no del todo satisfactorio.

Interesado en las estrategias de percepción en trozos de la posmodernidad, el cineasta busca la ruptura de la linealidad narrativa clásica para crear historias en red. ¿Hacia dónde nos conduce el relato? ¿De quién o de qué trata?. Otro rasgo de la posmodernidad que ha explorado constantemente es la creación de atmósferas hipnóticas a partir del voyeurismo que permite el video y que, en diferentes dimensiones, se manifiesta en sus personajes, ya sea como herramienta de existencia, método para vincularse con el mundo exterior, réplica de la realidad o la reducción de los seres humanos –ahora en fragmentos digitales–. Usualmente, Egoyan recurre a metáforas visuales para reforzar las condiciones y emociones de sus personajes y, a menudo, hace énfasis en dispositivos tecnológicos que registran secretamente la vida de los otros, para crear un ambiente frío y calculado. Desde sus primeras películas, como el cortometraje Open House (1982) –que muestra a un hombre proyectando diapositivas sobre las sábanas de la cama en su propia casa–, Family Viewing (1987) y Speaking Parts (1989) –donde las pantallas de televisión y video en casa comienzan a proliferar y pueden estar enmarcadas por la imagen cinematográfica o fusionarse con ésta– Egoyan ha estado interesado en experimentar con la reproducción y multiplicación amateur de la imagen.


Su más reciente filme, Cautiva, se centra en el secuestro de una pequeña niña llamada Cass (Peyton Kennedy), que desapareció sin dejar pista alguna cuando su padre, Matthew (Ryan Reynolds), la dejó por unos minutos sola al interior de su camioneta mientras él entró a una tienda local. Ocho años más tarde, Tina (Mireille Enos), la madre de Cass, aunque sigue junto a su esposo, no lo ha perdonado por haber descuidado a su hija en aquella ocasión. Por su parte, Jeffrey (Scott Speedman) y Nicole (Rosario Dawson) son dos dedicados y talentosos detectives, cuyos propios traumas del pasado ​​alimentan su obsesión por resolver los casos donde los niños son secuestrados por pederastas. Paralelamente, aparece la figura de Mika (Kevin Durand), el siniestro hombre que secuestra a Cass y que está interesado en ver el sufrimiento de los padres y en torturar a los detectives. La presencia del video, que tanto obsesiona a Egoyan, es la herramienta que el villano emplea para alimentar su placer malévolo vigilando a Cass y espiando durante varios años el sufrimiento de la madre que él se encarga de incitar aún más interfiriendo en su vida cotidiana poniendo objetos en su camino que le recuerdan a su hija.

Egoyan entrecruza las vidas de sus personajes recurriendo a saltos temporales (hacia delante o hacia atrás), a tiempos verbales subjetivos, a la repetición y el paralelismo. Todas estas herramientas permiten que, cada vez que el espectador regresa a un momento determinado –que ya había sido mostrado con anterioridad–, las situaciones, sensaciones y temas retratados adquieran mayor sentido, reposicionando la óptica del público; entonces, la relación recíproca entre cada uno de los caminos se amplía. La construcción en enigma de Cautivase basa en la desesperación que sufren los padres al perder a su pequeña hija, la tensión latente a partir de las maniobras que realizan los detectives para capturar a un grupo de pederastas y en la incertidumbre sobre las condiciones y repercusiones del encierro al que ha sido sometida Cass. Cautiva transita por las convenciones habituales de una película sobre la desaparición de un niño, que él mismo había explorado anteriormente (The Sweet Hereafter, 1997;Devil’s Knot, 2013): los padres que tienen preguntas interminables, detectives consumidos por la búsqueda de los responsables, un padre sospechoso, los roces entre la familia y la policía, y la desconfianza mutua entre estas partes.


Además de fincarse en el misterio, Egoyan también confía en el sentido del temor y en la capacidad del espectador para integrar los fragmentos del panorama que oscila entre un oscuro drama familiar y un apasionado thriller. Hay matices que recuerdan el cine de Alfred Hitchcock, principalmente por la atmósfera siniestra que se fabrica a partir de la dosificación de la información, un sello ya muy propio de Egoyan –de joven, dirigió varios episodios de los programas televisivos sobre el director londinense–: resulta mucho más aterrador aquello que sucede fuera de cuadro que lo que se ve en pantalla; por ejemplo, cuando la cámara se clava fijamente en el padre entrando en el restaurante local, mientras que, fuera del registro visual, la niña se ha quedado sola en la camioneta. El frío paisaje canadiense, captado por la lente del cinefotógrafo, Paul Sarossy (Chloe, 2009), se vuelve un escenario sombrío con el que Egoyan busca aturdir al espectador. La fascinación, energía e intriga del relato son reforzadas por los cielos grises y tierras blancas que conforman los paisajes invernales canadienses, y por la pulcritud, orden y rigor geométrico de la guarida del perverso Mika. El dolor de los personajes es subrayado por el uso constante de planos abiertos que muestran cielos grises, tierras blancas y copos de nieve; el blanco sobre blanco es empleado de manera exagerada –a pesar de que el filme cubre una línea del tiempo de casi una década, todos los eventos suceden durante el crudo invierno–.


Egoyan le permite a sus personajes crecer poco a poco partiendo de la miseria de su situación. Desde que comienza el filme, estos ya están sumidos en la desgracia; la incertidumbre consiste, entonces, en descubrir los orígenes de ese dolor, de dónde proviene el sufrimiento y quiénes son sus causantes. Cautiva es un filme sobre la angustia y la ansiedad. Las actuaciones de Reynolds y Enos son convincentes interpretando a los padres vulnerables, desesperados y, por momentos, conflictivos. De radical y drástica podría calificarse la transformación de Kevin Durand como el pervertido secuestrador; el actor de 41 años, que en gran parte de su carrera ha interpretado jóvenes atléticos, aquí es caracterizado como un hombre de mayor edad, mucho más sereno y reservado. Mika, su personaje, no luce como el estereotipo del cruel y maligno villano. Durand es capaz de encarnar un ser extraño con una compleja relación con su presa, alimentándose de actividades que van desde el secuestro hasta la fascinación por la “La reina de la noche” (aria de la ópera La flauta mágica) de Mozart.


Cautiva no profundiza por igual en sus personajes. Poco se explora el fatídico pasado de muchos de los involucrados; las alusiones a las trágicas vivencias del detective Jeffrey y el enigma que persigue al espeluznante Mika son insuficientes para comprender las motivaciones de sus actos enfermos e iracundos. Aunque el título original, de género neutro, The Captive, sugiere que todos pueden ser cautivos (los detectives de sus respectivos pasados, el secuestrador de sus obsesiones, el padre de su ira y miedos, y la madre de la vigilancia a la que es sometida y del recuerdo de su hija), el tormento y sufrimiento de Cass no son explorados; Egoyan no tiene curiosidad alguna acerca de lo que le sucede emocionalmente a la niña durante su aislamiento y se olvida de las consecuencias psicológicas del secuestro.


En Cautiva, el uso de la tecnología para prácticas voyeuristas consiste en el acto de ver un suceso real en tiempo presente mediante los monitores. Como sucede en aplicaciones de redes sociales de moda entre pubertos y adolescentes, como Snapchat y Meerkat, las imágenes no son el registro de un pasado, no son la memoria, sino la existencia simultánea de dos espacios. Eso es lo que hace Mika para poder espiar a Tina mientras ella trabaja limpiando las habitaciones del hotel donde labora.


El voyeurismo potenciado y metarreferencial de Egoyan explora las conexiones entre las personas y los medios de comunicación deshumanizantes. Aunque sesgadamente, el filme muestra la manera en que las redes de pederastas –grupos criminales auspiciados, como lo vemos en el filme, por empresarios poderosos– contactan a las niñas mediante las salas de chat y videochat. De la misma manera, observamos cómo el detective Jeffrey utiliza a su sobrina como anzuelo para detectar a los posibles responsables del secuestro de Cass. Cuando los marcos de referencia (la pantalla cinematográfica y la pantalla del videochat) se mezclan, el espectador –quiera o no– se convierte en un voyeur; en lugar de mirar el relato desde una postura pasiva, se transforma en un mirón más de un acto decadente. Egoyan quiere que los espectadores vean directamente estas representaciones para originar un grado de implicación personal exigiéndonos que cuestionemos lo que vemos y sus repercusiones, escudriñando la moral de los personajes y también la de nosotros mismos.


La intimidad, la seguridad y el orden han adquirido nuevas dimensiones en nuestra época, donde el voyeurismo es parte de la vida cotidiana; no sólo se trata del rápido y fácil acceso a sitios de pornografía o la visualización de videos violentos, sino la posibilidad de ingresar a la vida de los demás a través de Facebook, Twitter, Instagram y otras redes, y también de exponer nuestras propias vidas, a veces sin comprender las implicaciones de lo mucho que revelamos con un comentario o una fotografía. Aunque Egoyan termina rindiéndose ante las convenciones de Hollywood –que le restan intensidad y, con coincidencias forzadas y detalles disparatados, verosimilitud a Cautiva–, principalmente, en el desenlace del relato, el director canadiense ejecuta un punzante comentario sobre la manera en que las interacciones humanas se llevan a cabo en estos días; el horror de la información y comunicación, el perverso modo en que el rápido flujo actual de la información, mediante ventanas y cuadros virtuales, nos permiten asomarnos a la vida del otro, espiar su intimidad, sintiendo el deseo y el placer de conocer más con el simple hecho de mirar, pero también padeciendo la angustia de sentirse vigilado en todo momento.