Admirado Steve,
Para empezar, me temo estar un poco tarde con la presente. A estas
alturas deben de haberse publicado miles de toneladas de papel en torno a
cuanto usted hizo de bueno sobre la Tierra. Lejos estoy, por tanto, de
pretender la originalidad, y hasta por el contrario: permítame que sea
lo bastante ordinario para dejar de lado sus numerosos méritos
profesionales y centrarme en aquello que nos une. Si usted ha sido en
vida la clase de persona que sospecho, preferirá tal vez que le evite el
bochorno de la hagiografía y me concrete a hablar de su obra más
concreta. Es decir, sus productos. Quiero que la presente quepa dentro
de ese buzón de quejas y comentarios al que la gente suele acudir
presurosa de hacer notar su desacuerdo, decepción o furibundia, cuando
no a descargar sus frustraciones mediante un bombardeo indiscriminado de
toda estofa de respingos e invectivas.
Escribo estas palabras en un cuarto de hotel, con el auxilio de una
MacBook Pro de 2007 y un teclado inalámbrico de la misma marca. A la
computadora se halla enchufado un iPhone 4 en proceso de carga y allá
lejos, conectado al aparato de sonido, mi iPad hace sonar un álbum de
Chico Buarque. Cierto, podría viajar sin la computadora, pero pasa con
ella lo que con la tableta y el teléfono: por más que sus funciones
parezcan redundantes (en extremo rigor, me bastarían teléfono y teclado
para hacerlo todo), cada uno de estos sofisticados y sin embargo simples
aparatos se ha ido entrometiendo en mis diarios quehaceres hasta
volverse una suerte de prótesis. Desde que se incrustaron en mi vida, es
raro el día en que prescindo de ellos, y por cierto más rara todavía ha
sido la ocasión de quejarme. Hasta hoy, los tres se entienden como si
fueran uno y sólo fallan muy de vez en cuando, en cuyo caso lo común es
que baste con apagarlos y encenderlos para que vuelvan prontamente a lo
suyo y me dejen seguir viviendo en paz.
Hago memoria y aún me doy de topes por todas esas noches en que me
fui a dormir de madrugada, derrotado por la diaria amargura de la
tecnología disfuncional. Unas veces vagando por la red en busca de
quiméricos “controladores” que según los avisos del sistema tenía que
instalar, otras pasando por un parto de chayotes para hacer que el
sonido volviera a funcionar, y otras muchas maldiciendo mi suerte porque
al fondo de una pantalla azul se me informaba que el inepto armatoste
recién había entrado en algo así como un colapso nervioso, solamente en
escasas ocasiones conseguí irme a la cama henchido de ese orgullo
ramplón que experimentan quienes han conseguido resolver el problema y
es como si acabaran de matar un tigre a cachetadas.
De la Televideo barata y primitiva a la Compaq lustrosa y cuchipanda,
de la Olivetti linda y tortuguesca a la Vaio arrogante y confusa, cada
una de mis computadoras precedentes me acostumbró a sus límites, tanto
que la zozobra tecnológica se hizo parte del pan de cada día. Ninguna de
ellas, sin embargo, logró habituarse a la neurosis del usuario pues
siempre que la prisa me llevaba a pedirles que hicieran varias cosas al
mismo tiempo, el resultado era un nuevo colapso, y por ende un retraso
contraproducente pues había que esperar a que el aparatejo resucitara
una vez apagado, o intentarlo uno mismo mediante el terrorífico “modo a
prueba de errores”. De sólo recordarlo, me provoco una mezcla de piedad y
grima. ¿Por qué no cambié antes de sistema? Llámelo orgullo hueco,
pánico atávico, ignorancia supina o pereza mental, lo cierto es que
sufrí mientras me dio la gana.
Imposible olvidar el día que fui a embarcarme con la MacBook. Y más
que el día, las semanas que siguieron. Tras unas cuantos breves
desencuentros, casi todos resueltos merced al puro sentido común, el
artilugio me instalaba en un mundo tan sensato que ya sólo por eso me
parecía prodigioso. ¿O acaso no es prodigio que exista una ventana de la
realidad donde todas las cosas funcionan como deben? ¿Para qué existe
el arte, finalmente, sino para dar vida a ese espacio ficticio donde la
realidad se exhibe corregida y aumentada? Podría ir adelante con estas
impresiones, pero seguramente acabaría por emular a sus apóstoles y
evangelistas y hoy no quisiera ser más que el consumidor que narra su
experiencia al fabricante.
Si me diera por ponerme exigente, le diría que el quemador de dvds
podría ser de mejor calidad —van dos veces que truena, la segunda fuera
de garantía—, pero como le he dicho soy un consumidor que ha sufrido
maltrato continuado y sé sobrevivir aun a pesar de achaques, cojeras y
carencias, de los cuales usted y sus productos me han provisto en muy
pocas ocasiones. Si he de abundar un poco, debo también confiarle que
hay días en que ustedes consiguen asustarme, como cuando me queda la
impresión de que van muy deprisa y desdeñan al pasado inmediato con una
ligereza que parece arrogante... hasta que vuelve uno a morder la
manzana, se pone al día y el idilio recobra su curso.
Quiero decir, Steve, que en cinco años no he hecho sino comprarle
todo cuanto quiso venderme, y tan lejos estoy de haberme arrepentido que
en caso de perder esos juguetes me vería obligado a reemplazarlos. Me
he acostumbrado a funcionar con ellos, y a delegar en ellos las
cuestiones cotidianas que comúnmente tienden a complicarse para quienes
vivimos en la luna. A diferencia mía, pueden hacer más de una cosa al
mismo tiempo, y de paso pensar en no sé cuantas otras sin por ello
aturdirse ni agobiarme. Todo lo cual, después de estos cincuenta y
tantos meses, ha terminado por hacerme inmune a la publicidad de su
competencia. En lo que a mí respecta, es como si vendieran tractores.
Son legión quienes hablan ahora de la forma en que usted transformó
al mundo, por eso he preferido relatarle cómo fue que cambió mi
percepción del mundo. En unos pocos años he pasado, al igual que
millones clientes suyos, de usuario satisfecho a consumidor agradecido y
poco menos que incondicional. No sé si venga al caso hablar de una
revolución planetaria, pero justo es decir que en su caso los medios
justifican enteramente al fin. Y eso es tanto como volver a inventar la
palabra revolución. Tache, pues, la palabra “admirado” al inicio de esta carta y escriba en su lugar “querido”, dondequiera que esté.
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