Spoiler alert: Esta reseña revela vuelcos importantes de la trama
Publicado el 01 - May - 2013 por Enrique Sánchez
Hasta hace poco más de una década, la obra cinematográfica de David Cronenberg era reconocible por la constante degeneración que sufrían sus personajes a nivel físico −Videodromo (1983), La mosca (1986) o eXistenZ (1999)−. Se trataba de una descomposición que tenía su origen en las pesadillas, temores y, en general, en la psique alterada de cada uno de ellos, y esto hizo del body horror uno de los emblemas del cineasta canadiense. Para Cronenberg, los monstruos del sueño de la razón lo fueron todo durante muchos años, hasta que en el 2005 comenzó una nueva etapa en su carrera, en la que sería aún más aclamado por la crítica. El parteaguas fue A History of Violence, la adaptación de la novela gráfica de John Wagner y Vince Locke sobre un hombre que, para proteger a su familia, debe acoger la naturaleza violenta que se había esforzado por mantener enterrada en el pasado. Desde entonces, el carácter de sus filmes se ha vuelto más sobrio y refinado tanto a nivel visual como narrativo, pero la prioridad temática sigue siendo la misma: la mente y sus demonios. Este proceso lo condujo a realizar en el 2011 A Dangerous Method, una cinta concentrada en el diálogo y en el desciframiento de los obstáculos que la mente del individuo impone a su personalidad. Siguiendo esta línea llega su más reciente película, Cosmopolis (2012), un laberinto psicológico en donde un hombre emprende un viaje aparentemente banal para cerrar los capítulos de su vida, de manera similar a como lo hace Leopold Bloom en Ulysses, de James Joyce. No está de más mencionar que, al igual que la novela sobre un día definitivo en la vida del hombre moderno, el filme también está construido a partir de episodios intrincados que sondean la mente del protagonista, Eric Packer (Pattinson), y su fallida relación con la sociedad a la que ha pisoteado para llegar al lugar privilegiado donde se encuentra.
Basada en la obra de Don DeLillo −ambientada en el año 2000, pero con una atmósfera que se siente futurista−,Cosmopolis relata la odisea que emprende el multimillonario Eric Packer en su limusina para poder cortarse el cabello con el peluquero de su infancia. Las razones de este viaje, por supuesto, nada tienen que ver con su apariencia, sino con el afán de tomar una decisión de la que esté totalmente seguro, pues conforme se abre paso por las calles de Manhattan −que se dificulta por la visita de un presidente, por un funeral y por un grupo de protestantes− se hace evidente que cada uno de los aspectos de su vida se encuentran fuera de control y en decadencia. Nos encontramos frente a un filme casi a prueba de spoilers, con una estructura parecida a la de Waking Life (2001), de Richard Linklater, que de la misma forma se divide en fragmentos cuyo tema está definido por el visitante que acompaña al protagonista en su recorrido por un mundo que parece una proyección ominosa de la psique.
El lujoso vehículo de Packer no es simplemente un refugio, ni mucho menos, un medio de transporte, sino un espacio que representa la mente misma de este hombre. Packer se vale de una infinidad de artilugios tecnológicos para acondicionar su limosina y transformarla tanto en hogar como en oficina, de manera que puede hacer casi de todo, desde enterarse de los acontecimientos relevantes a nivel mundial, hasta recibir una consulta médica, y una de sus cualidades principales es que el interior de este vehículo se encuentra aislado del ruido que proviene de afuera. Por esto es importante notar el deterioro que el automóvil sufre a lo largo del viaje, así como lo es reparar en su destino final (una cuestión importante para el magnate es saber a dónde llegan las limusinas en la noche, cuando nadie las utiliza), que termina por conducir a su dueño al enfrentamiento con su némesis, Benno Levin (Giamatti), un hombre que se encuentra en la misma senda de autodestrucción que Packer, pero quien a diferencia del millonario nunca ha podido experimentar el poder y la riqueza.
Los fanáticos (o más bien, fanáticas) de Robert Pattinson se sorprenderán al ver el trabajo del actor de 26 años apenas unos meses después de que terminó la saga de Crepúsculo, también estrenada en 2012. Cronenberg aprovecha la inmutabilidad del papel de vampiro, y lo despoja, en cambio, de cualquier tipo de exaltación innecesaria. Packer sonríe únicamente en los momentos que a cualquier otra persona le resultarían incómodos −al presenciar por televisión el asesinato de un político, o frente a dos hombres que arrojan ratas muertas en un restaurante−, y solo se aflige al enterarse de la muerte de su rapero favorito, cuya música sonaba todo el tiempo en su elevador (otro espacio cerrado que seguramente servía también como refugio). Al igual que su icónico papel de Edward Cullen, Packer es un chupasangre, pero de una especie muy distinta y más detestable; de aquélla que se vale de la energía y la dignidad de las personas, y al final las deja hundidas en la desgracia. Sabe lo que es tenerlo todo, y por eso se siente miserable, incapaz de saciar sus deseos. El dinero no ha comprado su felicidad, pero sí lo ha dejado inmune al éxtasis del sexo, al temor de ser asesinado o, incluso, a la vergüenza y la furia que un pastelazo en la cara provocaría en alguien con un estatus como el suyo.
Cosmopolis es una película llena de callejones sin salida que se apoya principalmente en la potencia de sus diálogos (incluso a veces resulta extenuante seguirle el ritmo a cada conversación). Su representación del poder es característica de la época capitalista en que vivimos, en donde la importancia de la vida de un hombre puede verse amenazada por el valor oscilante del dinero. Sabemos que Packer siempre fue un genio que supo jugar sus cartas para llegar a donde está, pero en un solo día todo se viene abajo, e incluso Levin le hace ver que durante el largo camino hacia la cima, Packer fue gestando su propia caída mientras la ilusión del poder propiciada por el dinero lo mantenía confiado y ciego. La capilla Rothko tiene un valor simbólico −es decir, no debería de tener un precio material−, pero el joven se afana en comprar todas las pinturas, y por eso es interesante notar que la película abre con una animación que recrea una pintura de Jackson Pollock, representativa del caos y la agitación constante de la vida de Packer, y termina con una de Rothko, conformada por colores cálidos que transmiten cierto grado de serenidad; éstos son los polos que ha abarcado el viaje del millonario. No es una coincidencia que ambos artistas, al igual que el magnate, hayan sido personas con tendencias autodestructivas y suicidas.
Cronenberg no es más piadoso con Packer que con algunos de sus personajes más importantes −William Lee en Naked Lunch (1991), Dennis Cleg en Spider (2002) o Joey Cusack en A History of Violence−, y aunque se asegura de propinarle el destino fatídico que se merece, le da una última oportunidad para redimirse. El empresario platica con su guardaespaldas Torval (Durand) sobre una droga que los jóvenes han empezado a consumir, la cual en lugar de producirles sensaciones exacerbadas o frenéticas, simplemente los deja insensibles al dolor. A Torval le parece absurdo que personas con problemas tan banales recurran a esta droga, pero Packer menciona que “hoy en día hay suficiente dolor para todos”. Quizás, incluso, hay dolor para Packer, y por eso termina haciendo a un lado a su guardaespaldas, para que no haya nada que se interponga entre él y su posible asesino. Para este punto, todo lo que Packer no ha perdido, lo destruye él mismo. Su último compañero de viaje, Levin, le comenta sobre las tribus antiguas en donde el jefe que destruía sus posesiones era el más poderoso, y éste podría ser el acto redentor del magnate: prenderse fuego como el monje vietnamita que termina su vida de manera escandalosa, en vez de descubrir con sus propios ojos el lúgubre depósito a donde van a dar las limusinas al final de su jornada.
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