jueves, 2 de enero de 2014

Post Tenebras Lux (vista el 1 de Enero de 2014)


Post Tenebras Lux
Publicado el 26 - Nov - 2012 por Alfonso Flores-Durón y Martínez
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Una de las figuras indiscutibles en la historia del cine ha sido el ruso Andrei Tarkovsky. El valor de su propuesta fílmica es por todos conocido en el mundo cinematográfico y por la mayoría apreciado. Pero, además, con su visión y capacidad analítica, compartió sus teorías acerca de la esencia de este medio como auténtico arte en un libro prodigioso, Esculpir el tiempo. En él, cinceló uno de los que, consideraba, se erigía como pilar fundamental en la forma como se debía abordar la creación de imágenes en movimiento: “El deber de un director es recrear la vida tal cual; con sus movimientos, sus contradicciones, su dinámica y sus conflictos. Debe revelar hasta en su último detalle la verdad de lo que ha visto, aun si ésta no es aceptada por todos. Un artista, obviamente, puede equivocarse, pero aun sus mismos errores pueden ser interesantes en tanto sean sinceros, ya que representan la realidad de su mundo interior, de su peregrinaje y de la lucha que ha entablado con el mundo exterior… Todo debate acerca de aquello que se puede o no mostrar al público es un intento vulgar e inmoral por distorsionar la verdad”. Si nuestra realidad, añadía, nuestros días completos están compuestos por lo que nos acontece, pero igualmente por lo que soñamos, imaginamos, recordamos, forjamos hipótesis, anhelamos, un cine verdaderamente realista es aquél que crea para la pantalla la vida con toda esa complejidad.

Toda la filmografía de Tarkovsky se adhiere a ese principio. Es evidente que Carlos Reygadas pensó inscribir Post Tenebras Lux en esa tradición. Lo ha hecho con arrojo y, en gran medida, con fortuna. A estas alturas de la historia del cine, debería ya estar rebasada la consideración de si un filme es difícil o es accesible; cuando menos en términos del cine de autor y, más allá de filias y fobias, sería mezquino negarle ese título a Reygadas. Por lo tanto,Post Tenebras Lux no debe observarse, ni analizarse, desde su capacidad de ser digerida. Es definitivamente una película que debe ser sentida por quien la ve, y es por eso que exige de la identificación del espectador; no necesariamente en cuanto a reconocerse en las viñetas o secuencias imaginadas o recordadas por el director y puestas en pantalla, pero definitivamente sí en términos de que quien la ve repare en que la conjunción de eventos planteados ante sus ojos y oídos guardan similitud con la forma en que concibe su propia vida. Lo que resulta inverosímil no es comprender lo que acontece en Post Tenebras Lux, sino que en el 2012 haya a quienes les cueste tanto trabajo asimilarlo, particularmente dentro de la crítica especializada europea. Regresando a Tarkovsky, y guardando las notables diferencias entre el ruso y el mexicano (que en buena medida pueden tener que ver, además de con el talento, con la riqueza interna de cada uno), en el ya lejano 1975 aquél concibió una obra mayúscula: El espejo, que contenía fragmentos cruciales en la vida del protagonista (en este caso, cargados de intensos rasgos autobiográficos), que recordaba vívidamente su niñez, reconstruía episodios de la vida de su madre, de la de su padre, insertaba eventos generados por su imaginación, e incluso recobraba acontecimientos críticos en la historia de Rusia, y hasta de la Guerra Civil Española, pero sobre todo, compartía los sentimientos íntimos que todo lo anterior le generaba. Apenas en el 2010, el tailandés Apichatpong Weerasethakul ganó la Palma de Oro en Cannes con una maravillosa película, La leyenda del tío Boonmee, que también apuesta por las superposiciones de tiempo, espacio, episodios delicados en la historia de Tailandia, metáforas sobre la progresión del cine, las vidas paralelas y la trasmigración de las almas, entre varios trascendentales asuntos más. Las dos hilaban de manera finísima, secuencia tras secuencia, con coherencia extrema, historias únicas, contadas de la forma que cada una exigía se hiciera.

Post Tenebras Lux, pues, no es en estricto sentido un filme del todo original. Claramente bebe de ambas aguas, aunque sin el factor poético de ellas; lo que no se le puede regatear a su realizador, Carlos Reygadas, son los arrestos para acometer un propósito de esta envergadura. Son contados los directores que se aventuran a edificar una obra sin la narrativa ortodoxa, ni patrones estructurales fácilmente reconocibles como red de protección. Reygadas, a su estilo, nos ha permitido, igualmente, ser invitados a conocer una parte de su vida, y buena parte de su mente. Su más reciente incursión fílmica, insisto, quizá no del todo original, sí es decididamente personal, es decir, está colmada de elementos muy suyos, es pues la que más nos deja conocer de él como persona y como artista.

Por ahí he leído y escuchado que con simplismo burdo, algunos dicen que el filme es como un rompecabezas que debe armar el espectador. Existen películas que deliberadamente son construidas de esa manera (Code Inconnu de Haneke, 2000, por ejemplo). Películas cerebrales son las que buscan ese fin. Nada más alejado de Post Tenebras Lux, que es un filme que apunta mucho más a los sentidos, a la recepción emotiva y afectiva, que a la razón, sin que ésta sea del todo excluida del componente. Y de cualquier manera, para los obsesionados con entenderla, con recibir pistas, las hay, suficientes. Si su interés es desentrañar una trama, la hay; y ni siquiera tan escondida.

En éste, su cuarto filme, Reygadas, sí, cuenta una historia, bastante simple, por cierto: una familia burguesa compuesta por Juan, el padre (Jiménez Castro), Natalia, la madre (Acevedo), el niño (Eleazar Reygadas) y la niña (Rut Reygadas) recién ha dejado la ciudad para irse a vivir a un tan hermoso como intimidante paraje montañoso, en una acogedora y espaciosa cabaña, casi empotrada en un río. Intentan compenetrarse con los humildes pobladores de la región, pese a las irreducibles diferencias que los distancian. Juan sufre arranques irracionales de violencia que desquita con su perro favorito y, el matrimonio, pese a que los niños aún son pequeños, y a que en apariencia cuenta con todos los ingredientes para la felicidad, muestra signos de deterioro; el hartazgo y la insatisfacción los agobian, principalmente a Natalia. En vísperas de un viaje a la playa, en el que Juan tiene cifradas esperanzas de que fomente a cicatrizar las heridas de la fricción cotidiana y del descontento acumulado, ocurre un acontecimiento (insertado en el aspecto más bárbaro de la lucha de clases) que descarrila los anhelos de la recomposición familiar. Grosso modo, ésa es la trama, pero de ninguna manera es lo crucial del filme. Lo que lo hace trascender es la forma en que Reygadas lo complementa con una variedad de secuencias que integran recuerdos y demás juegos de la mente: sueños, deseos, proyecciones de un futuro ansiado que quizá nunca se consuma y, claro, también temores. No importa del todo distinguir qué es qué, aunque la edad de los niños, o el cabello de Juan puedan aportar esas pistas que los despistados buscan. Resulta, de cualquier forma, irrelevante en buena medida. Lo sustancial es la forma en que el realizador compagina unas con otras, y el resultado es satisfactorio en la mayoría de los casos. La vida, con sus placeres, miedos, razones, sinrazones e incongruencias, palpita en el filme de Reygadas, como lo hace en nuestra realidad.

Otro elemento que destantea a quienes exigen una guía que los vaya alumbrando tiene que ver con el aspecto técnico de la película. Descontrola a muchos el que el director haya elegido utilizar un lente que distorsiona los bordes de la pantalla, duplicando esos fragmentos de la imagen. Pero lo hace únicamente en las secuencias filmadas en exteriores, donde las personas normalmente se encuentran más vulnerables y donde es más fácil que incluso la caída de la luz deforme lo que observamos. Es un recurso (el del lente distorsionador), además, que otro ruso, Alexandr Sokurov, con otros propósitos y con gratificantes resultados, ha utilizado en sensacionales filmes como Madre e hijo (1997) y, recientemente, en la premiada, y también polémica, Fausto (2011). La presencia, en dos secuencias (una casi al principio, otra cercana al final, incluso dándole un carácter de circularidad a la estructura), de un diablo animado en 2D, visualmente emparentado con una Pantera Rosa más dotada que los participantes en la orgiástica secuencia del vapor (¿imaginada, recordada, ambicionada? Yo digo que recordada, previa a los hijos, maternal en un sentido retorcido), también asusta a muchos, pero por las causas erróneas. Les resulta difícil explicarse que el mal, ataviado en los ropajes que sea, ronde las viviendas de cualquiera, particularmente de quienes le han dejado la puerta abierta. Apichatpong, de nuevo, en La leyenda del tío Boonmee (2010), representó a un alma en pena como si proviniera del Planeta de los Simios, por ejemplo. Es decir, lo que Reygadas hace es echar mano de recursos que, por un lado tienen evidentemente intenciones estéticas y, por el otro, representan elecciones que, es claro, forman parte de un discurso personal que intenta ir más allá de interpretaciones limitantes. Imprescindible resulta destacar la importancia del diseño sonoro, minuciosamente cuidado y sin cuya eficacia es imposible apreciar a cabalidad el discurso del realizador. Los sonidos de la tenebrosa conclusión de la evocadora y apasionante secuencia inicial, o de la caída de los árboles, son especialmente estruendosos. Y, por supuesto, el trabajo de Alexis Zabe, quien ha sido responsable de la fotografía de los dos últimos filmes de Reygadas –ambos con la palabra ‘luz’ en el título–, y se ha encargado de sacar lustre a la suya, una luz sin artificios, lo más natural posible, pero que él hace lucir, dotando de un bello atributo visual a la película.

De mayor importancia que el resolver acertijos, me parece, está el revisar los temas recurrentes en la carrera del mexicano. La fuerte presencia de la naturaleza (en sus diversas presentaciones: el bosque, el río, el mar, largas planicies); por momentos opresora e inquietante, en otras reconfortante, nunca imparcial. La amenaza latente que se percibe en todo momento de que a la menor provocación se desatará la violencia, además, intensamente ligada, en alguna de sus modalidades, a la omnipresencia de los deseos sexuales reprimidos o, inclusive, saciados. La insatisfacción del hombre occidental, que pese a poseer los ingredientes para llevar una vida plena y feliz, no lo consigue (en buena medida, me parece, por el constante bombardeo de los medios de comunicación que cotidianamente reinventan las nuevas fórmulas, ficticias, artificiosas y efímeras, para lograrlo); su vacío espiritual, su aterradora soledad. La muerte como destino ineludible, sí, pero también como fantasma acechante. En este caso, la inocencia infantil cotejada con las perversiones adultas. La presencia de la religión como rito, pero también como marco de referencia moral. Y, distinguidamente, la aguda tensión social que existe en México entre lo que más que dos sociedades diferentes separadas por sus dispares grados de riqueza, se erigen como dos cosmovisiones, casi irreconciliables, que zanjan un abismo entre ellas, y cuya falta de entendimiento mutuo suele derivar en violencia brutal, factor decisivo para entender la actualidad de nuestro país.

Otro elemento distintivo del cine de Reygadas es su elección de no trabajar con actores profesionales, sino acudir a personas que más que interpretar, sean ellas mismas en pantalla. Y su búsqueda de ese naturalismo con tintes bressonianos –al que también recurre Bruno Dumont– le funciona en buena parte de la película; se siente que lo que estamos atestiguando es real (el comportamiento de los niños, la tirantez en la relación de pareja, la cena navideña, la visita al mentado sauna, el brindis del pueblo y, en especial, cargada de un gran sentido del humor, la reunión del grupo de ayuda) y eso nos involucra más. Sin embargo, esa apuesta, como todas, implica riesgos, y en este caso uno de ellos se traduce en un defecto, no menor. En la secuencia climática del filme, Juan, agobiado por el acecho de la muerte, pronuncia un monólogo en el que recupera algunos, si bien sencillos, preciados recuerdos de su niñez. Pero la cámara, a la que es difícil mentirle, no termina de registrar la gravedad de lo que el alma de Juan padece. La sustancia del momento se desmorona, pues no resulta del todo creíble que el alma de Jiménez Castro comprenda y menos padezca las tribulaciones que abruman la de Juan.

Post Tenebras Lux es, incuestionablemente, un filme mayor. Y una obra mayor, ya lo dijo Thomas Mann, “es multifacética e indefinida, como la vida misma”. Con virtudes y defectos, es cine de avanzada. Cine que se aproxima a la realidad del hombre de forma fiel y precisa. Cine que no sólo desafía, sino que estimula al espectador. Nadie en el cine mexicano actual se acerca a presentar en pantalla la complejidad de la vida en la forma en que lo hace Reygadas, quien no sólo espera que desde la mera contemplación se presente el milagro de que la cámara y lo que ocurre delante de ella, resuelvan el trabajo del director. Reygadas, lo hace notar, en todo momento tiene férreo control de cuanto decide capturar y posteriormente compartirnos. Empero, debo reconocer, sigo guardando reservas –y no soy el único– sobre hasta qué punto se trata de un realizador que, en su deseo por destacar y sobresalir, se apoya en cada paso en lo que otros ya han hecho y probado –ya he mencionado en este filme algunas referencias notorias, sobre todo en cuanto a estructura; el Ordet de Dreyer y algo de Bergman en Luz silenciosa; patrones claros de Dumont en Batalla en el cielo; secuencias de Tarkovski en Japón y también Luz silenciosa…–, y hasta dónde realmente lo que vemos en sus películas, lo que en este caso apreciamos en Post Tenebras Lux, es traducción genuina del trabajo de su instinto y su intelecto respondiendo a lo que su mente, su alma le presenta. Al tener como referencias tan cercanas a esos maestros tan trascendentes, le podría (o no) estar sucediendo, respecto a ellos, algo similar a lo que a Jiménez Castro en la secuencia climática descrita al final del párrafo previo; podría ser que su luz artística esté enturbiada por sombras ajenas a él.

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