miércoles, 3 de diciembre de 2014

Birdman o (La inesperada virtud de la ignorancia)




La forma de hacer radio en México fue revolucionada, en los ochenta, por Alejandro González Iñárritu. No solo eran los soliloquios interminables de un veinteañero defeño que intentaba profundizar sobre aspectos que trascendían la música (ráfagas verbales de pensamientos, ideas, reflexiones sobre la ciudad, el amor, la muerte o cualquier tontería, muchas veces incongruentes, pero sinceras, y generalmente salpicadas de humor), y que casi treinta años después siguen siendo pálidamente imitados –o simplemente heredados de forma degenerativa- por los locutores de hoy, sino que ideó cápsulas que se intercalaban entre la música, las peroratas y los anuncios publicitarios, en las que se promovían algunos programas, ciertos eventos o, simplemente, a ellas mismas (sí, las cápsulas). Las dos características principales de los ‘autopromocionales’ eran: ser historias desarrolladas con base en guiones bien escritos y descansar en ideas generalmente ingeniosas, cargadas de humor, de ironía y en ocasiones de ‘mensajes’ con intenciones didácticas o de conciencia social. Al menos así se escuchaban entonces, y tal fue su éxito que, apenas a los 24 años, Alejandro fue nombrado director de la estación de radio. WFM se llamaba.


Con ese antecedente, siempre me pareció extraño que su debut como director de cine (con Amores perros, 2000, excluyendo aquel capítulo televisivo en el que dirigió a Miguel Bosé, Detrás del dinero), y las otras dos partes de la trilogía al lado de Guillermo Arriaga, e incluso su primer filme tras el divorcio creativo con él, Biutiful (2010), no solo hayan sido dramas descomunales, sino que en ellos no había espacio para el humor. Curiosamente a la mayoría, aquí en su país y en el plano internacional, lo que les sorprende es que, en esta ocasión, Iñárritu optara por la comedia. Y, siendo muy él, El Negro la hizo bastante negra. En el primer filme en el que tiene participación como guionista, optó por el humor por encima del drama, si bien fue a partir de una historia tremendamente dramática -que, incluso, continuamente invade los terrenos del melodrama- y plagada de metarreferencias (en Synecdoche, New York, 2008, pensarán muchos).

Riggan Thompson (Michael Keaton) es un actor que vivió su momento de gloria, veinte años atrás, interpretando a un superhéroe de franquicia hollywoodense, Birdman, y ha tenido el resto de su vida para arrepentirse, padeciendo un estigma que nunca podrá sacudirse, aparentemente. La juventud ha quedado en el pasado de este hombre que quiere revelarse contra el estigma, contra sí mismo y contra cualquier cosa que se interponga para lograrlo, por lo que decide adaptar, dirigir y protagonizar una obra de Raymond Carver (What we talk about when we talk about love) en Broadway. Una apuesta arriesgadísima en la que se juega hasta el disfraz. El ‘todo’ al que se enfrenta incluye el volátil temperamento de su hija, Sam (Emma Stone), recién salida de rehabilitación; la amenaza legal de uno de sus actores, cuya deficiencia histriónica obligó a Riggan a provocar un accidente que lo extirpara de la obra; la actitud insolente de Mike (Edward Norton), la estrella que llega como reemplazo de último momento, talentoso e imán de taquilla, pero conflictivo, bebedor y extremista ‘actor de método’; la novia, Laura (Andrea Riseborough) actriz de la obra, que en vísperas del estreno le anuncia que están esperando un hijo; el posible rechazo del público exigente del teatro neoyorquino, considerando que se trata de un actor palomero; a los prejuicios de la feroz crítica especializada de Broadway que abomina su origen y puede incidir determinantemente en la decisión del público sobre asistir o no; pero, de forma fundamental, a su ‘sombra’, su voz interna, el auténtico Birdman.

González Iñárritu decidió que el duelo al interior de la cabeza de Riggan se representara con el recurso de un personaje externo al propio Keaton. En Play it Again, Sam (obra teatral de Woody Allen, dirigida en su versión fílmica de 1972 por Herbert Ross, protagonizada por el propio Allen), el personaje central es visitado por su ídolo máximo, Humphrey Bogart, quien le brinda consejos cruciales cada que su vida se encuentra en crisis (lo cual ocurre a menudo). EnLooking for Eric (2009), de Ken Loach, Eric Bishop (el protagonista), recurre a la mariguana cuando la presión le parece intolerable y, por arte de sus efectos, se le aparece el mismo Eric Cantona (exestrella del ManU), quien le comparte esa sabiduría filosófica que engrandeció su leyenda futbolística y que le recomienda a su tocayo aplicar para enderezar su vida. A Riggan no se le aparece un espectro de carne y hueso (valga la expresión), sino que su cabeza está a tal grado atribulada que, además de creer que le permite levitar y mover objetos con la mente (como podía siendo superhéroe), lo hace dialogar –discutir, mas bien- con Birdman, el personaje que le dio celebridad. En este caso, la comunicación se entabla, principalmente, de forma oral con el poster que adorna una pared de su camerino y, en unas pocas ocasiones, con el pájaro encarnado, o emplumado. La otra diferencia con los casos de Bogart y Cantona, la más significativa, es que la asesoría de Birdman lejos de apoyarlo, de aclararle las cosas, se vierte a través de recriminaciones, exhortos al conformismo, a la mediocridad, a las envidias y resentimientos gremiales, que le generan a Riggan desconfianza, terrible angustia y también arranques de ira. Es Birdman el yo de su pasado y, por tanto, una voz más joven y también más inmadura. Es la representación del adversario con el que cohabita su persona, un interlocutor cercano y feroz; un enemigo disfrazado de fan.

El propio teatro, St. James Theatre, donde se desarrolla la mayor parte de la película, juega, con sus angostos pasillos, la oscuridad de sus recovecos, lo laberíntico de sus pasajes y escaleras, como una extensión del enmarañado cerebro de Riggan. Inclusive la salida del personaje en una fantástica secuencia por Times Sq., se plantea como respiro al trance de ensimismamiento en el que está atrapado. Para sacarle el mejor provecho a la idea, Iñárritu y su director de fotografía, en este caso no su habitual Rodrigo Prieto sino el de Cuarón, Emmanuel ‘El Chivo’ Lubezki, idearon una audacia técnica: hacer que parezca que todo ha sido filmado en una sola toma, es decir, sin corte alguno. Algo similar, en concepto y forma, a lo que hizo Alexandr Sokurov en la magistral El arca rusa (2002) aunque en ella -que fue rodada en el Museo Hermitage de San Petersburgo-, donde efectivamente no hubo cortes, hablaba nada menos que de la vasta historia de Rusia y de su impacto cultural a través de los siglos y que fue realizada de esa manera para involucrar al espectador en la continuidad de la historia, con el fin de que experimentara el tiempo mismo, según su director. También lo practicó Hitchcock en The Rope. El planteamiento de estos dos mexicanos igualmente tiene sustento; no es mero artificio. Se trata del vehículo idóneo para imprimirle al filme el vertiginoso ritmo en que se mueve el interior de la cabeza de Riggan (y que es el mismo en que se desarrollan las producciones teatrales), así como para franquear con tersura de la realidad a la imaginación y la fantasía, entre puertas que encubren la certidumbre sobre cuál es cuál. Es una especie de stream of consciousness (flujo de conciencia) cinematográfico, ad-hoc con ese recurso tan gustado por Carver y que utilizó en la puesta en escena que Riggan intenta montar.

Los extensos, prolongados recorridos dan pie, asimismo, a que Birdman sea un filme de transiciones. Debido a que supuestamente la película se desarrolla en una sola toma, podría pensarse que la trama se desenvuelve en tiempo real, pero no es así. Son varios los días que corren y diversos los planos de la existencia en los que ocurre lo que vemos; sin embargo, la tersura con que se despliegan las transiciones de tiempo las vuelve casi imperceptibles –al igual que los cortes de tomas-, por lo que el espectador es fácilmente burlado y su entendimiento de lo que sucede, cuándo sucede y si en realidad sucede, puesto a juego constantemente.

Mucho ha insistido Alejandro González Iñárritu en que Birdman explora la obsesión de la gente con el obtener reconocimiento, con la necesidad enfermiza de que los demás validen nuestros triunfos, gustos, viajes, nuestra vida o, en el peor de los casos, hasta nuestra comida; fundamentalmente a través de las redes sociales. Nada de lo que tenemos, pensamos, sentimos, gozamos o padecemos parece tener sentido si no cuenta con el sello aprobatorio de los likes de Facebook e Instagram y los favs y RT’s de Twitter. Por eso Riggan debe demostrarle al mundo (qué importa lo que él piense de sí mismo) que es más que un superhéroe plástico y desechable; que tiene talento, que tiene alma, que su alma posee savia de auténtico artista. Aunque su hija, Sam, en una áspera discusión, además de reclamarle no haber estado en muchos momentos importantes para ella por pensar solo en él y su carrera, le espeta que el arte, que hacer arte, no es lo que en realidad le interesa; lo que busca es la satisfacción de ser aceptado y admirado. Y, de paso, le recrimina que, valga la paradoja, no esté interesado en las redes sociales, odie a los bloggers, se burle de Twitter y ni siquiera tenga página de Facebook. Tiene pánico de ‘no importar’ y, lo triste, es que en realidad a nadie le importa, concluye tajante Sam. De amar y ser amado mejor no hablamos. Las caretas obstruyen la posibilidad del genuino encuentro cercano, íntimo con el otro.

Se ha hablado en abundancia de que Riggan representa muy bien la propia figura de Keaton, que interpretó Batman, posteriormente sufrió el declive de su carrera y que con este filme intenta resucitarla y exponer su talento; y, claro, es nítido el paralelismo. No tan claro, pero definitivamente cierto es que buena parte de los cuestionamientos, reflexiones, sospechas, aspiraciones y hasta autocríticas, tienen que ver con la propia carrera (quizá con la vida) de González Iñárritu. Un director tremendamente ambicioso, con mucho talento, que siempre quiere exhibir todas sus capacidades, su inteligencia y el calado de sus cavilaciones (he tries too hard, dirían los ingleses), al tiempo que parece guardar la enorme duda de si en él habita un auténtico artista o si es mas bien un acabadísimo artesano del cine. Platicando con él, cuando estrenó Biutiful, se lo pregunté. Con Birdman enfatiza su obsesión por probarlo y probárselo.

Y en su intento por dar sustento a sus meditaciones, la carga obsesivamente introspectiva de Riggan mitigada –y acentuada– por un humor autodespreciativo, va acompañada de una descarga indiscriminada contra Hollywood y todo lo que con él conecta: los actores (que se venden por dinero, sin importarles la forma en que los proyectos basura dañan su prestigio y credibilidad; son ejemplificados con grandes nombres como Fassbender y Downey Jr. que aceptan involucrarse en filmes de superhéroes. Norton, por cierto, hizo Hulk, Stone participó en Spiderman y, claro, Keaton fue Batman); sus ejecutivos (a toda la maquinaria que trabaja en Hollywood y a la que le importa un bledo la calidad de los proyectos, pues su interés se centra en la taquilla); sus películas (que arruinan el alma de los espectadores); sus ‘artistas’ (que pretenden hacer arte sin que éste en realidad les importe, ya que lo que los mueve es sentirse relevantes); también a los críticos despiadados (en este caso de teatro, pero también de cine, que igualmente viven infatuados por el reconocimiento y que con frases hechas y prejuicios enraizados, desde la envidia y la trivialidad, denostan obras que son incapaces de analizar, en su caso entender, y a personas a las que no ven como verdaderos seres humanos, en toda su complejidad). Birdman haría una extraordinaria cartelera doble conMaps to the Stars, de Cronenberg. González Iñárritu, pues, confecciona sacos de casi todos tamaños, estilos y texturas, para que se los pongan a quien les queden. No deja de llamar la atención (y sin duda hace perder contundencia a su arenga) que Birdman sea un filme que, de una u otra forma, es producto de uno de los principales estudios de Hollywood.

Y es que la crítica a Hollywood y todo lo que representa (y todo lo que representan los que de diversas maneras están involucrados en esa tan aceitada como inescrupulosa maquinaria) es despiadada, pero es patrocinada por, eh, el propio Hollywood. Aunque Iñárritu tiene licencia creativa para hacer lo que quiere en sus proyectos (a diferencia de la mayoría de los directores de la industria), al final sigue trabajando dentro de sus linderos. Y de quienes se burla con incisivos jabs por solo obsesionarse con las ganancias e incluso fabricar un “genocidio cultural” les entrega un filme que se estrenó en Venecia, les dará nominaciones al Oscar y prestigio para lavarse la cara. Utilización mutua que mancilla la honestidad plena del discurso del filme.

En el aspecto formal todo es inmaculado. Además del virtuoso trabajo de cámara e iluminación de Lubezki y del impecable montaje, es imprescindible destacar las extraordinarias interpretaciones que develan la minuciosa labor de Iñárritu con sus actores. No sólo para preservar el ritmo y la precisión en las prolongadas coreografías diseñadas en conjunto con el equipo de fotografía, sino por la convicción con que los intérpretes dan vida a sus líneas; los gestos, inflexiones, pausas y exabruptos de este catálogo de grandes actores (Keaton, Norton y Stone, pero también Naomi Watts, Zach Galifianakis, Andrea Riseborough y Amy Ryan, principalmente) son captados en cada amalgama de pensamiento-ejecución por una cámara a la que no le intimida acercarse hasta la epidermis –aunque ésta esté arrugada y golpeada por el tiempo, y no extendida y lozana como manda Hollywood– si el momento así lo exige. La música, solos de batería tocados en forma de free jazz (a cargo de Antonio Sanchez), manifiestan la impulsividad, ansiedad, preocupación y apremio que marcan la pauta de las acciones y, también, revelan la neurosis detrás de la creación del filme.

Otro elemento esencial para el éxito de Birdman es la colección de certeros one liners, que permiten afianzar el ángulo satírico de la historia (“¿Por que no tengo ni pizca de respeto por mi misma?” se cuestiona al espejo el personaje de Watts en uno de los momentos de mayor dramatismo de la trama. “Porque eres actriz”, le revira el que interpreta Riseborough, en uno de los mejores chistes de la cinta). Cada que el filme parece precipitarse hacia el drama, aparece un ingenioso diálogo o situación absurda que parece aligerar el momento, y mas bien se convierte en la puya que rubrica el propósito.

Spoiler Alert        
La inesperada virtud de la ignorancia, subtítulo del filme, cabecea la crítica de teatro, Tabitha (Lindsay Duncan), su análisis sobre el trabajo de Thompson Riggan. Desde la condescendencia habla de ese fenómeno tan común en personas cuyo desconocimiento se convierte en el resorte que las anima a emprender proyectos ambiciosos. Su limitación intelectual disipa las contrariedades de sus propios límites. Y ya encarrerados son capaces hasta de triunfar. Es lo que desde su pedestal pontifica Tabitha sobre el trabajo de Riggan. Y, pese a su arrogancia, parece no estar muy errada en el diagnóstico.
Por su parte, Birdman, el título del filme, subraya la cruel jugarreta del destino del protagonista. Hasta en el acto supremo de osadía que realiza con tal de consagrar lo heroico de su desafío, o ante la asimilación de la futilidad de éste, pese a conseguir reconocimiento anhelado y las alabanzas de la crítica soñadas, sufre la consecuencia de que su rostro termine enfundado en una máscara; de vendas, pero máscara, como de superhéroe caído. En última instancia, eso, un superhéroe al final del día, el personaje que Riggan nunca podrá dejar de ser. 

Fin del Spoiler
Con Birdman, Alejandro González Iñárritu certifica que es uno de los entretenedores mas completos del cine actual, un obseso de la perfección en su quehacer, un cineasta interesado en auscultar diversos aspectos de la naturaleza humana. Pero su excelencia como director termina orientándose hacia la pirotecnia; el espectáculo por encima del espíritu. Es tan lucidora la forma que acaba por eclipsar el fondo. Igual que en sus dramas, en Birdman evita dar respiro al espectador, como si temiera que en el reposo pudieran quedar al desnudo sus carencias, la falta de profundidad de los problemas existenciales que le interesan, o las inconsistencias de sus postulados (él de cualquier forma se inmuniza con la cita de Susan Sontag que Riggan adhiere al espejo de su camerino y que refiere al empobrecimiento de la crítica); el reflejo de la vanidad que retrata y que parece embelesarlo. Lo atrapa en un vértigo de emociones, de sensaciones, de afilado humor, orquestado en esos magistrales planos secuencia, y el resultado es poderoso, arrebatador, un fastuoso entretenimiento salpicado de buenas ideas; de una eficiencia que termina siendo gloriosa para el triunfo, solo que insuficiente para la maestría.  

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