martes, 21 de febrero de 2012

Viajes al centro de la impunidad

Entrevistas con Diego Enrique Osorno y José Luis Martínez

  Diego Enrique Osorno se dio a la tarea de seleccionar textos periodísticos que dieran cuenta de crímenes vergonzosamente impunes, los que acaba de publicar en una compilación titulada País de muertos. Crónicas contra la impunidad



México es un país en el que pasan muchas cosas y no pasa nada: hay múltiples casos de violencia, abusos y descuidos que causan grave daño a la sociedad, los que en la mayoría de las oportunidades, y por graves que sean, quedan sin castigo. Un hecho lamentable pronto es opacado por un nuevo escándalo que deja sepultado aquel muy pronto, lo que da lugar al olvido, la impunidad y la resignación.

Como una forma de conocer algunos de esos casos y tener presente que la justicia mexicana tiene muchos, demasiados pendientes, Diego Enrique Osorno se dio a la tarea de seleccionar textos periodísticos que dieran buena cuenta de aquéllos, los que acaba de publicar en una compilación titulada País de muertos. Crónicas contra la impunidad (México: Debate, 2011). En este volumen hay catorce crónicas de igual número de autores: Alejandro Almazán, Alejandro Cossío, Froylán Enciso, Daniel de la Fuente, John Gibler, León Krauze y Ángeles Magdaleno, además de José Luis Martínez S., Pablo Ordaz, Jesús Ramírez Cuevas, Daniela Rea, Arturo Rodríguez García, Emiliano Ruiz Parra y el propio Osorno.

Sobre ese libro conversamos con dos de los coautores: Osorno y José Luis Martínez S. El primero, responsable de la selección e introducción, es reportero del diario Milenio y autor de tres libros, además de haber colaborado en publicaciones como Replicante, Nexos, Letras Libres y Narco News, entre otras.

Por su parte, Martínez S. es director del suplemento cultural Laberinto de Milenio y ha sido profesor en la Escuela Nacional de Estudios Profesionales Aragón de la UNAM y en la Escuela de Periodismo Carlos Septién García.

La crónica como arma contra el miedo. Entrevista con Diego Enrique Osorno

Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué hacer y publicar hoy esta compilación de crónicas?

Diego Enrique Osorno
 
Diego Enrique Osorno (DEO): Porque las vidas de los muertos no deben perder su significado por el hecho de haber quedado absorbidas por la actual montaña de estadísticas. Esta idea surgió en septiembre de 2009, unos meses después de la muerte de los 49 niños de la Guardería ABC, mientras platicaba con el editor Andrés Ramírez acerca de la escasa publicación de libros de reportaje o de crónica que abordaran algunos de los crímenes impunes que habían ocurrido en los años recientes en el país, ésos que poco a poco se van desvaneciendo de la mente de todos, en medio del océano de sangre en el que naufraga nuestra realidad cotidiana.
Al hacer un recuento mencionamos los casos de Acteal —del cual después se publicó un excelente libro—, el de los mineros de Pasta de Conchos y el de la Guardería ABC. A las pocas semanas me reuní con Carlos Montemayor, y mientras hablábamos acerca de los militantes desaparecidos del Ejército Popular Revolucionario (EPR) en Oaxaca, salió de nuevo el tema de la falta de libros o trabajos de largo aliento que registraran, desde la memoria periodística, los episodios trágicos de la historia reciente. Carlos me alentó a que armara un libro de crónicas que miraran esos sucesos. Durante unas semanas Carlos acompañó el proyecto, hasta que su salud se quebrantó y falleció. Por eso el libro está dedicado a él, uno de los hombres que con mucha lucidez y pasión contó la historia inmediata del país, sobre todo de sus zonas menos vistas.

Así, a principios de 2010, lo que sería una crónica del incendio del 5 de junio de 2009 en Hermosillo, Sonora, fue tomando la proporción de un libro, en este caso uno titulado Nosotros somos los culpables. La tragedia de la Guardería ABC, el cual considero —pese a las fallas que tiene— el más completo que he podido hacer, de los tres de periodismo que me ha tocado concretar.
La idea del libro de crónicas de crímenes impunes adquirió un carácter colectivo. Empecé a platicar con colegas al respecto y fueron surgiendo opiniones sobre más casos imprescindibles de incluir en un proyecto así, como el de la discoteca News Divine, en el que la política de represión juvenil de los gobiernos perredistas en el Distrito Federal mató a una docena de chicos, u otros sucedidos en el contexto de la guerra del narco, como el de soldados matando a civiles en Sinaloa, o la masacre de Creel, Chihuahua.

La idea era incluir en el libro historias de los diferentes tipos de impunidad asesina, desde los cometidos mediante una violencia directa, hasta los derivados de la violencia institucional o la violencia cultural, esas que también se les conoce como invisibles, pero que en el libro quedan muy evidentes con textos magistrales como el de Emiliano Ruiz Parra sobre los trabajadores de la Sonda de Campeche o el de Pablo Ordaz sobre la hemorragia imparable de Ciudad Juárez, entre otros. Desde entonces estaba claro que algo a intentar evitar en el proyecto era que éste añadiera más violencia a la violencia. No queríamos hacer pornografía de la muerte, ni que la sangre le subiera a la cabeza al lector a la hora de leer las crónicas.

AR: ¿Cómo fueron escogidos los autores y los textos que aparecen en el libro?
DEO: La idea era que el libro no fuera sólo una barricada de palabras contra la desesperanza. Como se dice: había que afilar el cuchillo por los dos lados. Además de la denuncia de cada uno de estos casos, había que conseguir textos que lo hicieran con buena prosa, incluso con la ayuda de la literatura, esa hermana desmadrosa del periodismo que es capaz de sublimar la narración de acontecimientos reales y verificables. Ése fue a grandes rasgos el criterio de selección de los textos.
En País de muertos vienen apenas catorce casos representativos de los últimos años, ya que por desgracia en el México de hoy se podría hacer un libro de crónicas de crímenes impunes cada semana o uno diario de cuentos de terror.
En País de muertos vienen apenas catorce casos representativos de los últimos años, ya que por desgracia en el México de hoy se podría hacer un libro de crónicas de crímenes impunes cada semana o uno diario de cuentos de terror. La lista de miles de casos clave que no vienen en el libro, creo que la encabezan dos historias: una es la de los dos jóvenes asesinados durante la intervención de la policía federal en San Salvador Atenco en mayo de 2006, y otra la de los soldados cazados y asesinados en 2008 en Monterrey y Guerrero cuando se encontraban fuera del cuartel, sin uniforme y sin armas, paseando.

En cuanto a la selección de los autores, tras definir los casos, se buscó a cronistas que hubieran tocado esos temas en sus respectivos espacios de publicación. A raíz de ello, se les fue invitando a participar en el proyecto pidiéndoles textos publicados o inéditos, hasta ir conformando el libro. La idea era que la mirada de los crímenes impunes nacionales fuera lo más plural posible. En el libro hay periodistas de La Jornada y de Reforma, de Proceso y Letras Libres, de Milenio y Al Jazzeera, de El País y Gatopardo, así como también autores de 25 años de edad y otros rondando los cincuenta; hay cronistas de la Ciudad de México y de Tijuana, de Texas y de Madrid, corresponsales internacionales y reporteros del día a día… O sea, no se trata de un grupito de amigos publicando sus crónicas, ni tampoco se dejó demasiado espacio para el azar: todo el volumen, aunque es colectivo, está intencionado. Hay quienes me han dicho que sintieron contradicciones durante la lectura del libro. Esa contradicción, más que verla como un defecto, yo la resalto como una virtud de la pluralidad que se buscó a la hora de seleccionar el tipo de miradas con las que el libro se asomaría a escudriñar los crímenes impunes actuales.

AR: En estos casos y en otros parecidos, ¿cuál ha sido el papel de los medios de comunicación en estas historias? Hay muchas anotaciones críticas: la prensa que difama a las víctimas y se limita a difundir versiones oficiales (Pasta de Conchos), la que sólo se interesa en el conflicto cuando es asesinado el reportero extranjero (Oaxaca) o que francamente está comprada por el narcotráfico (señalamiento de Pablo Ordaz).

DEO: Es muy notorio que los autores de las catorce crónicas que aparecen en el libro no se conformaron con la versión oficial de los sucesos que se narran. Como dice Emiliano Ruiz Parra, en País de muertos se lee ese periodismo que sale a buscar la versión de quienes no tienen portavoz ni oficina de comunicación social y jamás han organizado una conferencia de prensa. Esa reivindicación del periodismo narrativo, en contraste con aquel que no va al sitio de los hechos, que no investiga y que, por una u otra razón, se rinde ante el boletín, diría que es la principal crítica implícita que se hace al papel de los medios de comunicación, a los que la frenopática dinámica actual presiona para privilegiar la producción de noticias a granel, descuidando el análisis y la presencia directa en los lugares donde ocurren las cosas.

Se trató de hacer este planteamiento, no desde un púlpito, sino mediante la realización y selección de crónicas hechas a ras de tierra, y que cumplen con una de las principales misiones que tiene un periodista: la de hacer lo más entendible posible lo que sucede en su entorno. Para conseguir esto hace falta estar ahí, en los lugares donde a veces las madrugadas son color ceniza y hollín.

AR: Hoy, ¿qué posibilidades y limitaciones hay para hacer un “periodismo de a pie” (como le llama Froylán Enciso), que escuche a las víctimas y que le permita a la sociedad su autoconocimiento? Lo destaco por tu señalamiento de que en México se encuentra la trinchera más importante en la batalla por la libertad de expresión en América Latina.

DEO: A nivel colectivo, los periodistas son muy poderosos, pero en lo individual están en constante peligro. Es una paradoja resultado no sólo de la situación de violencia que se vive en varias regiones del país, sino también de la forma en que el desarrollo tecnológico ha modificado a los medios de comunicación en todo el mundo. Los medios de comunicación hoy son centros de poder y a la par de ese estatus están enfrentando retos económicos que todavía no les queda claro cómo van a superar. A nivel individual, esto repercute en las condiciones laborales de muchos trabajadores de los medios de comunicación, y en el caso de México en particular, hay que añadirle que los reporteros tenemos frente a nosotros una violencia que ocurre entre una nebulosa de cárteles, corporaciones oficiales, intereses políticos y económicos que es muy difícil de despejar para registrar con fidelidad lo que sucede realmente, sin que te den un tiro en la nuca. Como dice Pierre Bordieu, el periodismo es una profesión muy poderosa, compuesta por individuos que somos muy frágiles en muchos sentidos. Esta circunstancia hace que de repente abordemos los sucesos de la llamada “guerra del narco” haciendo narcocorridos grandotes o partes policiales, ambas cosas que creo que no nos toca realizar a nosotros.
Una opción, entre varias para encarar este reto, es mirar a quienes van quedando como víctimas de esa nebulosa, que es a lo que creo que se refiere Froylán Enciso con ese comentario que citas, en el que por cierto, retoma el nombre de Periodistas de a pie, una red de reporteros creada por Marcela Turati, Elia Baltazar, Mago Torres y Daniela Pastrana.

AR: Citas a John Pilger, quien “cuestiona que en las clases de periodismo de las universidades no se diga que el Estado miente por costumbre”. ¿Pero no te parece que en ocasiones quienes se le oponen también lo hacen?
Como dice Emiliano Ruiz Parra, en País de muertos se lee ese periodismo que sale a buscar la versión de quienes no tienen portavoz ni oficina de comunicación social y jamás han organizado una conferencia de prensa.
DEO: Claro que la mentira no es exclusiva del Estado y también existe en los márgenes contestatarios. El sentido de esta cita es que en muchas escuelas de periodismo se enseña a tener un respeto exagerado en las fuentes oficiales, sin tomar en cuenta que la mentira también forma parte de la lógica de cualquier autoridad. Se suele decir que las fuentes oficiales son dignas de confianza y que de las no oficiales hay que desconfiar. Por eso a veces vemos en la página 8 de los periódicos una plana llena de declaraciones de diputados que opinan cosas lamentables con una impunidad que da miedo y que se reproduce sin demasiado asombro.

Ahondando en esta cultura oficialista del periodismo, uno de los fundadores de la escuela de periodismo de El País, Miguel Ángel Bastenier, en su libro Cómo se escribe un periódico critica a quienes escriben precisamente “desde arriba” para “los de abajo”, en un lenguaje esotérico, administrativo y colonial, pues era el lenguaje del gobernante ante sus súbditos, no el de los ciudadanos. Dice Bastenier que ese chip se ve reflejado en quien escribe en los periódicos y se siente imbuido de una categoría distinta y superior a la de los demás ciudadanos, o, como lo dice también la periodista colombiana María Teresa Ronderos, es el chip de aquellos reporteros que se ponen la corbata de la autoimportancia a la hora de redactar y forman parte así de un enorme aparato propagandístico sin apenas saberlo.

AR: Los relatos del libro van desde un asesinato individual (el caso Wallace o el del profesor argentino de ping pong) hasta masacres (Acteal), incluyendo evitables accidentes (Pemex, Pasta de Conchos o Guardería ABC), entre otros. ¿Cómo es que la sociedad mexicana ha tolerado eso y muchos casos más que no están en el libro?

DEO: No es fácil romper un pacto de impunidad que se fue construyendo durante setenta años, en la época del partido único, y menos si los dos gobiernos de alternancia emanados del PAN, en lugar de romper con ese pacto, decidieron mantenerlo y seguir gobernando con él.

Al poco tiempo de que Fox llegó a la Presidencia y se inició la investigación de los delitos cometidos durante la Guerra Sucia, se nos dijo de repente que había que parar la cosa en afán de mantener la gobernabilidad del país, que mejor había que mirar hacia adelante. Y miramos hacia adelante ¿y qué fue lo que pasó? Que el pacto de impunidad se mantuvo y se robusteció para que Ulises Ruiz, Mario Marín y una enorme lista de políticos no se hicieran responsables de cosas verdaderamente graves. Llegamos a una situación absurda en la que en México, cuando se habla de gobernabilidad, lo más seguro es que se esté hablando de impunidad.

¿Y cómo ha permeado ese pacto de impunidad a nivel social? Pues consiguiendo que todos seamos benefactores de ese pacto en nuestro pequeño espacio, ya sea cruzando impunemente el semáforo en rojo en una avenida o matando impunemente mujeres en Ciudad Juárez, sin que en ambos casos pase nada. Esa impunidad a la que las elites le llaman gobernabilidad, en efecto, en el ámbito ciudadano es vista con normalidad, con una tolerancia o resignación que da escalofríos.

AR: ¿Cuál es tu opinión sobre el boom de libros acerca de la delincuencia y el narcotráfico, y que va desde libros de cuentos y novelas hasta trabajos académicos, pasando por textos periodísticos?

DEO: Hay una anécdota que leí por ahí alguna vez y que alguien me recordó acá en Ciudad Mier, Tamaulipas, donde ando ahora haciendo una crónica sobre la gente desplazada a causa de la guerra y el esfuerzo de los habitantes que se quedaron por recuperar la esperanza. La anécdota es sobre un oficial alemán que visitó a Pablo Picasso en su estudio de París durante la II Guerra Mundial. Allí vio el Guernica y, sorprendido por el “caos” vanguardista del cuadro, preguntó al pintor: “¿Esto lo ha hecho usted?” A lo que Picasso respondió: “¡No, ustedes lo hicieron!”
No es fácil romper un pacto de impunidad que se fue construyendo durante setenta años, en la época del partido único, y menos si los dos gobiernos de alternancia emanados del PAN, en lugar de romper con ese pacto, decidieron mantenerlo y seguir gobernando con él.
Clausewitz dice que toda guerra es una prolongación de la política. La industria de la guerra que echó a andar un presidente miedoso de perder su cargo y de no poder ejercer el poder es la que ha producido en buena parte esta realidad. El mundo editorial no escapa de esa industria puesta en marcha ante la falta de capacidad política del actual mandatario, quien cuatro años después de asumir el cargo sigue sin ser reconocido como presidente por el principal candidato perdedor, y aún no ha podido ser tomado con el suficiente respeto por los principales grupos del poder en el país, tal y como se percibe en la ya abierta batalla entre Telmex y Televisa y TV Azteca, en la cual este gobierno fracasó como mediador y regulador. Aquella crisis política del 2006 no termina. Fue encubierta con una guerra y una retórica de guerra que ojalá parara antes de que se deshaga el país, si es que alguna vez este país estuvo bien hecho.

AR: Finalmente, creo que el libro también puede empujar a la acción. Te hago la pregunta que los familiares de Brad Hill le hicieron a John Gibler tras el asesinato de su pariente: “¿Qué podemos hacer?”

DEO: Tenemos que inventar una razón que no sea la resignación. Hay que desafiar esta barbarie. Para eso necesitamos estar informados, saber qué está pasando. Leer y escribir crónicas es un arma contra el miedo que hoy hay en el país. Cuando uno no sabe lo que está pasando, siente más miedo que cuando tiene algo de conocimiento sobre la situación. Hay que arrebatarle la narrativa de lo que sucede a los policías y a los narcos. Ya pocos han de creer que la tragedia nacional es a causa del enfrentamiento entre un cártel de la droga con otro. Esa narrativa oficial que trataba de explicar la violencia ya se chingó. Hay que hacer una nueva, pero desde la perspectiva ciudadana, no militar ni criminal.
Debido a los miedos de un presidente la opción de México no puede ser con la que ya viven muchos sitios del país, como, por ejemplo, Ciudad Mier: “Estado narco o Estado militar”. Hay que reivindicar la vida civil hoy más que nunca, y el libro País de muertos fue conformado con ese principio. No hay que permitir que todo esto siga creciendo más y más hasta que dentro de unos años veamos que la presidencia del Conaculta la asuma Zeta-88 o el teniente coronel González. Desempolvemos viejos sueños como el de que este país sea menos desigual o que haya democracia en todos sus rincones. En Brasil efectivamente hay mayores índices de violencia que en México, y aun así un presidente con una enorme legitimidad, Lula, no le declaró “la guerra” al crimen organizado. Se la declaró al hambre. Aquí quizá habrá que empezar por declararle un día de estos la guerra a la impunidad con la que uno o algunos desataron este baño de sangre nacional.

Road Kill “Drive.”

The Current Cinema

Road Kill

“Drive.”

by September 26, 2011

 

Ryan Gosling in a new movie directed by Nicolas Winding Refn.


The hero of “Drive” (Ryan Gosling) is unnamed, from start to finish. That fact alone puts him in distinguished company: with the Preacher in “Pale Rider” (1985), for instance, played by Clint Eastwood, who had already enshrined the Man with No Name in three al-dente Westerns. The first of them, “A Fistful of Dollars” (1964), was the direct offspring of Akira Kurosawa’s “Yojimbo,” which, in turn, was a first cousin once removed of Dashiell Hammett’s “Red Harvest,” a novel whose protagonist, with a heart like a corn husk, was known only as the Continental Op. And so this mini-band of brothers—unsmiling, unidentified, but all too recognizable—continues to grow. To qualify, you need only do a clean and thorough job, whatever the smuts of a dirty world. If you have to break heads, do it in a good cause. And, above all, whether you’re in charge of a horse or an Impala, ride hard.

The first car that is assigned to our guy, in “Drive,” is indeed a Chevy Impala, in numbing silver-gray. “No one will be looking at you,” he is told, and that’s the point. Though tuned and buffed under the hood, the Chevy remains a heroically dull machine, perhaps the least memorable chase weapon since Roy Scheider clambered into a Pontiac Ventura, the color of a very tired squirrel, in “The Seven-Ups” (1973). That model was even glummer than the Pontiac LeMans—who was kidding whom, with that name?—in which Gene Hackman raced against an Elevated train, two years earlier, in “The French Connection”; and both, of course, were nothing beside the gleaming flanks of the Mustang used in “Bullitt” (1968). If you want to be seen, like Steve McQueen, you sport your car as if it were a suit, tailor made to your skills. If you want to fade into the background, though, like the fellow in “Drive,” you get something you can steal and leave behind.

The Driver—we have to call him something, I guess—lives in L.A., where he moonlights as a getaway man. Not that there’s much of a moon. The director, Nicolas Winding Refn, prefers the glow of neon, stop signs, and the pools of light that leak through a garage. It takes a while to learn what the Driver does in sunshine, and the discovery feeds the smartest scene in the movie. The day after he and the Impala ferry a pair of thieves away from a warehouse robbery, we find him walking along in police uniform. Great twist, we think: a cop who helps robbers after hours. But then, just as we’re digesting that news, he gets into a police vehicle, guns it, and crashes it, with a camera crew looking on. He’s not a cop, after all, but a stunt driver, playing a cop, doubling for an actor who can’t be risked in a smash. To sum up: in the space of a few minutes, our take on this man has flipped and rolled over, twice, and nothing is quite what it seems. Anyone seeing the title of the movie and hoping for a pedal-stomping update on “Convoy” or “Smokey and the Bandit” will, by now, be feeling a mite confused.


Naturally, the Driver lives alone. Down the hall is the apartment of Irene (Carey Mulligan) and her son, Benicio (Kaden Leos). The Driver meets her and, against regulations, falls in love; at any rate, he cracks a smile, and twitches the toothpick that sits at the side of his mouth, so something must be stirring in his soul. The boy’s father, Standard (Oscar Isaac), is in jail, and, when he comes out, the Driver, far from showing hostility, befriends him, and offers assistance—a courtly, old-fashioned gesture, as though he lacked any better way of expressing his feelings for Irene. If Lancelot had lived next door to Guinevere, he would have done the same. Standard needs dough to pay off prison debts, which means taking part in a heist. The plan is that the Driver will chauffeur him to and from the job, without letting Irene hear about it. Needless to say, the plan backfires, and both men fall prey to some unsavory specimens, led by Bernie (Albert Brooks), with a glittering collection of knives, and Nino (Ron Perlman), who looks like something out of “The Descent of Man.”

A surprisingly high fraction of “Drive” is indebted to “The Driver,” Walter Hill’s whittled-down thriller of 1978. The two films share that first pursuit, through a velvet-dark L.A.; the often wordless hero; a troublesome bag of cash; automobiles that don’t simply whisk along but hide in corners, like cats; and the spare bursts of music, with Refn opting for an electronic underthrob, at the start, that nags like a migraine. Yet he also veers away from Hill in striking fashion, ditching any notion of a cop as a suitable nemesis (“The Driver” brought on Bruce Dern at his loopiest), and choosing, for a heroine, not the blank beauty of Isabelle Adjani, who appeared to be molded from porcelain, but the vulnerable sweetness of Carey Mulligan, whose smile would cause many road users to lose their grip and cannon into a lamppost. Last, nothing in Hill’s film is as entertaining as Bernie’s riff on his past career. In the nineteen-eighties, it appears, before launching into crime, he produced movies. “One critic called them European,” he recalls, adding, “I thought they were shit.” Credit to Refn, who is Danish, for running that gag.

All this is excellent news, which makes it doubly wretched to report that, having delighted in the doominess of “Drive,” as its journey began, I ended much less joyful than repelled. What happened? In short, an explosion—not of a flaming car, or a bombed building, but of a head. (Whose head, I will not reveal, except to say that to damage such a performer, whether with a slap or, as here, with a shotgun, strikes me as a crime against nature.) Refn seems to have a thing about heads, and about the hurt that they can suffer—capital punishment, in the worst sense. We watch as the Driver stamps, time and again, on the skull of a villain in an elevator; but what exactly are we watching, as the camera rests, for a second, on the mashed-up result? Prosthetics, pixellation, pastry dough? The people around me reacted with the eewrrgh sound that has become de rigueur in the viewing of violence, followed by the traditional hasty giggle to pop the tension; even those moviegoers who revel in such a sight, however, might usefully pause to inspect the kick of pleasure that it provokes. No doubt they will have seen much worse, and they will also know that a bursting brain is no more real than a game of Quidditch, yet what perturbs me about a film as careful and as intelligent as “Drive” is its manifest delusion that, in refusing to look away from the minutiae of nastiness, it is actually drawing us closer to the truth about pain.

This is not so. When James Stewart was deliberately shot in the hand, from close range, in “The Man from Laramie” (1955), we did not witness the bullet enter his flesh, nor did we need to. The director, Anthony Mann, knew that his proper focus, moral as well as physical, should be on Stewart’s face, which turned into a writhing map of outrage, agony, and shame—a peculiar, emasculated shame, as befitted a cowboy who lived by the sweat of his hands. Compare the sequence, in “Drive,” in which Albert Brooks shakes a man’s hand and, holding tight, slices through the veins in his wrist. Brooks—the most prominent presence in the movie, caustically cast against type—tells his victim not to worry. “It’s over, it’s over,” he says, and the pitiless soothing of his voice, as the man’s lifeblood ebbs away, is unforgettable, but it’s difficult to concentrate, because Refn is far too concerned to show the fountain of that blood, and its ridiculous leap. In grabbing our attention, he diverts it from what matters. The horror lingers and seeps; the feelings are sponged away.

That is true of “Drive” as a whole. Ryan Gosling is a touch too sympathetic for the freeze-dried, laconic Driver whom we follow in the first half, and, once the mood is fractured and he starts to dish out bestial beatings, that stillness is badly devalued. He becomes ever harder to believe in, however fervent he is meant to be in defending the helpless Irene, and the suspicion arises that he might be not so much a rounded character as a card in a game of style. Even his clothes make scant dramatic sense. He wears a quilted silver jacket with a gold scorpion embroidered on the back, and keeps on wearing it when the fabric is smeared with gore, but why would a man so clearly defined elsewhere by the spirit of self-effacement take such a risk? It must be because Refn, rather than his hero, admires the kitschy shine of the garment, and the way that—like the savagery, the speed, and all the foul mouths—it folds into his vision of the city. There is no shortage of pulse and finesse in that vision; “Drive” marks the first occasion on which Refn has shot a film in America, and, like countless outsiders before him, he casts an eye that is at once entranced and stunned. By his own admission, though, he doesn’t have a license, and it shows. The man behind “Drive” can’t drive.
ILLUSTRATION: TES ONE

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Drive: El western contemporáneo

 

Hay una decisión deliberada por parte del director de mostrar la violencia, combinada siempre con las expresiones de aquel que la perpetra (o del que la sufre), lo que nos acerca más a la idea del dolor y el sufrimiento, evitando que la sangre sea una manifestación de morbo.

Por Martín Rodríguez García (@Chukunu)
★★★1/2✩

Él no carga tu pistola. Él solo maneja. Tienes cinco minutos de tiempo para concluir el atraco. Si te pasas, entonces te quedas sin hombre al volante y tienes que huir por tu cuenta. Policías persiguen a ladrones. De manera exitosa, Driver (Gosling), un hombre que ronda los treinta años de edad, sereno en todo momento, logra cumplir con su misión. Solo, regresa a casa y, al no encontrar algo que lo distraiga, vuelve inmediatamente a su auto, a conducir guiado por el despliegue de iluminación urbana de las calles de Los Ángeles. Ahí va nuestro héroe, del que no sabemos nada.

Drive juega con dos clases de narrativas. Una pasiva, con escenas en donde los personajes solo se contemplan, en las que pareciera que no pasa nada, mientras que la acción se desarrolla dentro de sus psiques. La otra, dinámica y llena de acción, con secuencias de persecución en automóviles y mucha, mucha violencia. Ambas oscilan en un ritmo constante que acelera frenéticamente por momentos y en otros se relaja para prácticamente detener el tiempo (pongan especial atención a la escena del elevador). El telón de fondo es un mundo de gángsters, en el que la humillación y la violencia están a la orden del día. La estética ochentera es acompañada de beats que nos remontan a esa época, a pesar de ser canciones producidas en los últimos dos años (de Kavinsky & Lovefoxxx, The Chromatics, et al.); del diseño de vestuario resalta un icónico blazer de satín con un escorpión en la espalda, que casi siempre viste Driver, nuestro personaje principal (nunca nadie lo llama por su nombre, solo se refieren a él así, como el conductor o the kid, quien está a punto de embarcarse en una misión de vida o muerte.
Antes, conoce a Irene (Mulligan) y a su hijo Benicio (Leos), que despiertan en él la parte más tierna de su instinto protector. A ambos los procura y ayuda cada que se le presenta una oportunidad. La atracción flota en el aire, pero ella está casada. ¿Dónde está él?, pregunta Driver. Está en prisión, responde Irene. Su relación se sostiene sobre todo con expresiones, debido a que ambos actores decidieron eliminar varios de los diálogos de sus personajes en el guión, argumentando que su relación se volvía más compleja e interesante si jugaban con la mirada y los silencios, lo que en la película se traduce en varios de los momentos de calma antes de la tormenta. La vulnerablilidad que muestra Carey Mulligan fue lo que convenció al director Nicolas Winding Refn de contratarla, faltando solo dos semanas para el rodaje. Su esposa y su mamá la habían visto en An Education (2009) y les pareció que Mulligan era muy buena. “A ti me dan ganas de protegerte” dijo Winding Refn al conocer a la actriz inglesa, protagonista también de Never Let Me Go (2010).

Shannon (Cranston) es el mentor y único amigo de Driver. Es él quien le consigue los trabajos en el mundo del hampa, pero también le consigue labor como doble de riesgo en películas. Ambos trabajan en un taller de automóviles. Bernie Rose, interpretado con estoicismo por Albert Brooks, es un mafioso tranquilo y contenido, con una energía que en cualquier momento podría explotar. Él proporciona el dinero para financiar la compra y el arreglo de un carro que sea capaz de competir en la Fórmula 1. Shannon supervisa, Bernie invierte, Driver maneja: un win win para todos. Standard (Isaac), el esposo de Irene, sale de la cárcel y como todo ex-reo con un pasado turbio, aún tiene cuentas por saldar, pero al parecer no es capaz de resolverlas él solo, y afortunada –o desafortunadamente– Driver se da cuenta de su incapacidad.

Driver es excelente en lo que hace. Intenta hacer todo de manera perfecta. En su modus operandi no hay espacio para los errores, por eso cuando se ve en medio de una situación provocada por uno de ellos, explota. Su código moral es ley para su forma de vida. Este “deber ser” se convierte en una melancolía por la imposibilidad de relacionarse con Irene de otra manera. Driver tiene que actuar bajo sus reglas, no puede hacer ninguna excepción ni dejar cabos sueltos. Está dispuesto a arriesgar su vida con tal de proteger la de los demás y cumplir fielmente con la que él cree que es su misión. Esta construcción del protagonista hace una referencia clara a los dos personajes principales de Heat (1995) de Michael Mann. DeNiro y Pacino interpretan a un ladrón y un policía respectivamente, que están comprometidos con lo que hacen y llevan su obligación al máximo, sin importar lo que tengan que sacrificar. Lo mismo sucede con Anton Chigurh (Javier Bardem) en No Country for Old Men (2007). Todos son hombres con un código moral al que se aferran, porque confían plenamente en que eso es lo correcto y es lo que los mantiene vivos. Una herencia de los personajes en los westerns de Sergio Leone.

Los Ángeles, ciudad predilecta del director Michael Mann (recordemos también Collateral, 2004), es usada como el gran escenario en Drive. La narrativa de Winding Refn se mueve entre planos aéreos muy abiertos, en donde apreciamos el centro de la ciudad y los autos que circulan en las calles por las noches, y planos cerrados, que nos muestran tensión y palabras ahogadas en los rostros de los personajes, tenedores, cuchillos y cabezas estallando. Hay una decisión deliberada por parte del director de mostrar la violencia, combinada siempre con las expresiones de aquel que la perpetra (o del que la sufre), lo que nos acerca más a la idea del dolor y el sufrimiento, evitando que la sangre sea una manifestación de morbo. La prueba clara es la secuencia del último enfrentamiento, en donde elegantemente la cámara nos muestra la brutalidad del momento encuadrando las sombras de los implicados en la pelea. Para este punto ya conocemos los excesos de crueldad, ya podemos sentir el calvario de los personajes sin necesidad de ver de manera gráfica la violencia. Para la elaboración de algunas de las secuencias más violentas, el realizador y Ryan Gosling, que además de tener el personaje principal en Drive, fue quien impulsó a los productores de elegir a Winding Refn como director después de ver su película Valhalla Rising (2009), le pidieron consejos a Gaspar Noé, director de la controversial Irreversible (2002).

Drive es un cuento de hadas contemporáneo, aderezado con atardeceres naranjas, persecuciones al volante, armas y mucha sangre. Winding Refn explica su película como el recorrido de un hombre común y corriente que se convierte en superhéroe, capaz de enfrentar cualquier problema y comprometido con el bienestar de los que le importan, sin importar el costo de lo que implica realizar para lograrlo, sin temor al sacrificio. Al final, el camino siempre sigue. Y lo que hay que hacer lo explica muy bien Anthony Lane en su reseña a Drive en The New Yorker, “above all, whether you’re in charge of a horse or an Impala, ride hard“ (por sobre todo, sin importar si estás al mando de un caballo o un Impala, viaja a toda velocidad).
Febrero 8, 2012.