martes, 24 de febrero de 2015

La Muestra - Mommy de Xavier Dolan



En una entrevista para el diario estadounidense Toronto Sun, en octubre del año pasado, Xavier Dolan reveló cómo nació Mommy (2014), su quinta película realizada a sus apenas 24 años de edad. Cuando dirigió el videoclip‘College Boy’ de la banda francesa Indochine, cuyo protagonista era Antoin Olivier Pilon, el trabajo de este actor adolescente lo impresionó al punto de pensar en él para su próxima película, que perfilaba un argumento aún en etapa primaria, pero muy en la sintonía autorreferencial que lo caracteriza: una relación difícil materno-filial, basada en la histeria de una madre y el desequilibrio mental de su hijo (con el aderezo de sus respectivas deficiencias emocionales). Tiempo después, gracias a la magia de Internet y los conciertos gratuitos de Vevo en YouTube, escuchó una pieza del compositor italianoLudovico Einaudi titulada ‘Experience’ –perteneciente al álbum In a Time Lapse–. El tema comenzó a burbujear en el imaginario del joven cineasta y la melancolía de la pieza musical transfiguró en pivote narrativo. La saudade –ese sentimiento que, a decir del pensador gallego Andrés Torres Queiruga, entraña trascendencia–, mutó para Dolan en una fantasía: la de una madre que ve un futuro promisorio y feliz para su hijo y, en consecuencia, para ella. Escribió, casi de corrido, la idea que culminaría el trayecto narrativo de su arco dramático: una sucesión de episodios felices en la vida de un joven, que forman parte del mundo ideal materno (el cumplimiento cabal de las metas del hijo, su realización profesional, artística y familiar). De este modo, aportó el primer esbozo para un videoclip alrededor del cual Dolan construyó todo el guión deMommy, teniendo en cuenta que el protagónico ya estaba destinado para Antoin. La secuencia se transformó, de esta guisa, en  un nudo que poco a poco redituaría en un marco narrativo: el relato de una familia corroída por el pathos doméstico —como lo hicieron sus obras precedentes: J'ai tué ma mère (2009),Les amours imaginaire (2010), Laurence Anyways (2012), Tom à la ferme(2013).

Su historia se sitúa en el 2015, donde cunde un futuro distópico dentro del territorio canadiense. Ahí, los padres que tienen hijos con padecimientos psiquiátricos (o meramente psicológicos) pueden entregarlos al Estado para su cuidado sin necesidad de apelar a un juicio para su posterior hospitalización, delegando al gobierno la responsabilidad de rehabilitarlos. En esta sociedad del futuro cercano los padres han logrado evadir cierta responsabilidad, legalizando el no tener que enfrentar en familia los trastornos individuales de los jóvenes.




Steve (Olivier Pilon) es un adolescente de 15 años con Trastorno por Déficit de Atención con Hiperactividad (ADHD) que regresa a vivir con su madre tras cometer un crimen grave que provoca su expulsión de un internado para menores de edad. Y no es para menos: sus actos vandálicos provocan quemaduras de tercer y segundo grado a uno de sus compañeros, marcándolo de por vida.

La madre es una viuda de 45 años, desempleada, llamada Diane (Anne Dorval). Ella debe hacerse cargo de la situación mientras intenta conducir por el buen camino a Steve; pero él, como efebo desequilibrado (hormonal y psicológicamente) y con problemas para interactuar de un modo sano con los que lo rodean, parece vivir ajeno a los compromisos. Su rebeldía, en gran medida acentuada por la pérdida más o menos reciente de su padre, se expresa de un modo exageradamente infantiloide, con gritos, alharacas, risas toscas, complejo de Edipo y gestos corporales y faciales recargados, aderezados con exabruptos violentos mezclados con ternura, insultos a diestra y siniestra, actitudes impulsivas de corte delictivo, y un repertorio de destrucción boba que, por un azar psicológico, deviene en peligro para la vida de sus allegados. Él es un riesgo evidente a nivel social y familiar, cuyo control no está en manos de la madre —quien, a pesar de comprender y amar a su hijo, sabe que las cosas podrían salirse de su cauce. Y ella tampoco ayuda mucho en su rehabilitación cuando inician este proceso: es una mujer sin educación superior, que jamás se imaginó como jefa de familia, gritona, con tintes claros de histeria, malos modales, poca cultura, un gusto provocadoramente juvenil en sus vestidos y un vocabulario tan prístino al insulto como al coqueteo descarado y convenenciero —eso sí, sin prescindir del esencial chicle perpetuamente masticado a lo largo de la película.

Ambos personajes comparten y padecen la pérdida del padre de familia, un inventor talentoso que ideó un electrodoméstico que, aunque les permitió por un tiempo llevar una vida aderezada de lujos, no fue suficiente para dejarles una herencia garante de estabilidad económica en los años por venir. Solo se tienen el uno al otro. Steve y Diane, en su caos de explosiones extremadamente marcadas (a veces Dolan recurre a la hipérbole discursiva en los diálogos de un modo abusivo, asociando la agresión como mecanismo para construcción de las interacciones), anticipan un desastre inminente, particularmente después de un enfrentamiento no exento de heridas físicas, originado por la desconfianza de la madre a partir de un gesto de generosidad (delictiva) por parte de su hijo (secuencia donde puede apreciarse, justamente, la grandilocuencia de los diálogos). Sus actitudes solo parecen encontrar serenidad con la aparición en escena de un tercer personaje, Kyla (Suzanne Clément), una vecina con problemas de tartamudez que acaba de perder un hijo, y que en su cuasimutismo, aportará el punto de control y hasta racionalidad (en la medida de lo posible) que esa familia necesita. Y no precisamente por su cordura: un despliegue de violencia de su parte, un hasta aquí rotundo a la malcriadez del niñato, dará la pauta para que, sin decirlo, los tres preparen una carrera hacia la rehabilitación, basada en el amor, la cordialidad y la amistad. De este modo, comienza a tejerse una fábula sobre el apego y la familia –ambos, temas recurrente en la filmografía de Dolan–, donde las condiciones distópicas ciernen un halo de tragedia a las decisiones desesperadas de la madre, fomentadas por el fantasma que poco a poco se cierne sobre Steve: sus crímenes en el internado cobrarán una cara factura monetaria, a menos que Diane decida ceder la custodia de su hijo al Estado en un centro psiquiátrico.

A lo largo de la película, Dolan intenta argumentar contra la intervención de las instituciones de salud gubernamentales y su afán de asumir funciones que desde tiempos remotos han cumplido los padres. La postura de Dolan en la película es clara y sin mayores aspiraciones. Para él, los progenitores realmente tienen en sus manos la capacidad de ayudar a sus hijos a construir el futuro que los mismos jóvenes desean —y, al mismo tiempo, sentirse orgullosos de ellos solo por el empeño que pongan en ser mejores cada día. La postura es latente en la relación momentáneamente feliz de los tres individuos anteriormente destruidos por las circunstancias, capaces de moldear una familia por medio de la amistad. Diane, durante todo este tiempo, se muestra lozana, alegre, dispuesta, cómoda con su hijo, segura. Tiene expectativas sobre Steve y no teme dejarlo solo gracias a la aparición de Kyla. Y Steve, anteriormente reactivo y abandonado a un carpe diem sin más, tiene sueños, se esmera en ser mejor, en mantener su plenitud y hacer felices a las dos mujeres que lo procuran. Contrapuesto a este escenario, Dolan regresa a su idea de que son los miembros de una familia, los más cercanos, los que más pueden lastimarse entre sí.Spoiler alert: En un mundo donde los padres pueden prescindir de responsabilizarse de los actos de sus menores de edad, Diane lleva a Steve a tomar una decisión definitiva y de las más crueles en la vida. Fin del spoiler

Si Dolan filma con recursos persuasivos y narrativos muy tradicionales y de ejecución limpia y sencilla –encuadres donde no se pierde detalle de la gestualidad de los personajes enfocados al centro, escenarios incrustados lo mismo en pantalla reducida que amplificada, dominio de la luz natural, los matices de luz mortecina, colores pastel mezclados con escenarios underground–, es porque en este filme ha depurado un estilo que viene ensayando desde sus inicios, y cuenta una historia de resquebrajamiento individual, mientras desarrolla un homenaje fílmico a sus aficiones, gustos y obras dilectas, en este caso musicales: a la cultura pop, la música y videos de MTV con los que creció y que de alguna manera moldearon su sensibilidad.

El tema materno-filial, de suyo emocionalmente tenso, lleva al director a cruzar en más de una ocasión la delgada línea entre la intensidad sentimental y la presunción. Aún se le ven las costuras a sus herramientas retóricas: un joven hace un montón de tonterías sin sentido, ergo es rebelde y libre; una mamá es histérica y vulgar, entonces sólo puede hablar a gritos y ser socialmente incorrecta, poco considerada con la rebeldía de su hijo, y así sucesivamente. (Nada que no hayamos visto, por ejemplo, en Psicosis de Alfred Hitchcok.) Para prueba: véase la secuencia malograda que inicia en la hamburguesería hasta el desenlace maltrecho en el karaoke donde Steve canta ‘Vivo per lei’. Ahí pueden apreciarse elementos extremos para resolver la ira de Steve (un tipo que se mofa de él aventándole cerveza en la cara, una panda de vagos riéndose, una mamá concentrada en la seducción). Desperdicio de tiempo para acentuar cosas que ya se saben de los personajes y darle un énfasis exagerado a la desesperación de Die. Algo igualmente marcado en el bonito videoclip de la pieza de Einaudi cuando Dolan hace su aparición como el chico guapo en el que se convertirá Steve cuando llegue a ese futuro idílico con el que sueña la madre. Eso y el momento donde el complejo de Edipo se radicaliza, son episodios donde la sofisticación, pretendidamente intelectual o preciosista, solo estorba a los intereses dentro de la propia película.

Una característica del canadiense, visible en Mommy, es que a pesar de su edad, tiene una transparencia de discurso que apuesta por las vivencias propias. Su ojo bien educado y el talento que mostró desde su primera película lo han convertido en un refinado hacedor de encuadres, hasta el punto de que ciertos fragmentos de sus historias pueden ser leídos como viñetas en movimiento. Esto se enfatiza con su ágil estilo de edición, que goza de limpieza y precisión.

Dolan depende mucho de la estética del videoclip y de la música para la evolución de su película porque así la concibió desde el principio. Mommy no está trazada por las canciones como un simple acompañamiento, al contrario: cada momento musical, encapsulado al estilo del videoclip, es una pauta o transición para la película. Algunas son ambientales y sirven para dar dimensión sonora (como ‘Childhood’, ‘Counting Stars’, ‘Phase’); otras anticlimáticas (‘Building a Mistery’, ‘Blue (Da Ba Dee)’, ‘Vivo per lei’); otras alegremente optimistas, intencionalmente positivas respecto a las actitudes de los personajes (‘White Flag’, ‘One ne change pas’, ‘Anything Could Happen’, ‘Welcome to my Life’); otras denotan no solo estados internos de los personajes en determinados instantes –que diferencian la felicidad de la tristeza o la melancolía–, sino que incluso marcan un hito dentro de la historia por cuanto acontece dentro de la canción, ahora referido a los personajes (‘Colorblind’, ‘Wonderwall’, ‘Experience’, ‘Born to Die’). Lo que permanece en este empleo variado de las canciones, es la necesidad del director de acentuar el valor de la música en la experiencia de la película.

Quizá las piezas que más destacan por su capacidad de fungir como transiciones sonoras de lo que espiritualmente sucede a los personajes, sean justo aquellas que representan los estados internos de los protagonistas (‘Colorblind’, ‘Wonderwall’, ‘Experience’ y ‘Born to Die’). Por ejemplo, uno de los momentos álgidos –casi de proporción áurea– sucede mientras suena ‘Wonderwall’ deOasis: la transición de un cuadro ratio de pantalla 1:1 a uno wide screen, declara que el mundo ha dejado de ser cerrado y reducido, y que la visión de los personajes puede ir más allá del mundo cuadrado al que se encontraban circunscritos. Y así el verso “you’re gonna be the one that saves me”, encuentra su correspondencia en una figura retórica de edición cinematográfica que se amplifica al no eludir que sí, en efecto, el director requería del videoclip para contar esta parte de su filme.

Justo el formato  elegido para contar la mayor parte de la historia –el ratio de pantalla de 1:1–, busca enmarcar la filmación hasta volverla asfixiante (los gritos, imprecaciones y demás elegancias y vulgaridades llevadas al exceso ayudan a este punto) y dar al espectador sensaciones de atiborramiento, agobio, encierro; en suma, de un mundo sin panorama, sin horizontes. Spoiler alert:Hasta que la pantalla se expande para entrar en tres ensueños clave para la película: la plenitud del adolescente cuando la felicidad le dice que puede tener un futuro como cualquier otro joven de su edad; cuando la madre, al ritmo de Einaudi, ve el futuro utópico de Steve; y la última carrera dentro del filme, del propio Steve, en busca de la libertad definitiva mientras suena ‘Born to Die’ deLana del Rey —que contiene un juego de palabras para nada inocentes, dado que “Die”, es el diminutivo de Diane en la película. Detalle que, aunque ingenuo, brilla por la simpleza de su ingenio: la “mami”, equivale a “morir”. Porque Die, ante la desesperación y la inminencia del juicio de Steve, aunado al pago de los daños que él ocasionó (una cantidad exorbitante), contempla la alternativa de ceder al Estado la salvación de su hijo. Una sujeción al sistema a falta de fuerza de voluntad para afrontar ella misma los errores del adolescente: se lava las manos y pierde la oportunidad de darle a su crío el futuro que había imaginado. Fin del spoiler

En el apartado interpretativo Anne Dorval, Antoine-Olivier Pilon y Suzanne Clément, se muestran cercanos y naturales en su ambivalencia, siempre prestos a moverse con un nervio constante, algo que hace más claro el lazo de amistad que les permite aspirar a una vida menos desastrosa. Los tres personajes principales tienen personalidades fluctuantes. Componen una tercia de mónadas incapaces de injertarse a la sociedad, ajena e irremediablemente opuesta a sus espíritus libres; sobre todo en el caso del chico, cuyo temperamento está cercano al de un artista, como suelen serlo los protagonistas de Dolan. El trío destila alegría, violencia, energía, frustración, depresión, carcajadas, vicios, virtudes, soledad, groserías, gritos, contradicciones… y también, a cántaros, ternura.


La Muestra- Maps to the Stars






Tres elementos recurrentes en la obra de David Cronenberg son el uso de tropos y figuras retóricas (estructurales y estilísticas) de la pornografía, el manejo del horror como lenguaje (discursivo y visual) sobre y a través del cuerpo, y la eliminación de referentes culturales que permitan hacer una lectura sociológica inmediata de la época retratada –aunque este último aspecto sólo está presente en aquellos filmes realizados desde su ópera prima (Stereo, 1969)  hasta su última película del siglo pasado (eXistenZ, 1999)–.  Con la entrada del nuevo milenio, el director canadiense –que inició su carrera como estudiante de medicina (para explorar su interés constante en la anatomía, la biología, la sexualidad y la evolución)– dejó de hacer tan evidente su fascinación por la “carnografía” y el “body-horror” (exhibición de inusuales alteraciones del cuerpo humano) volviéndose más sobrio y preocupándose en otros temas que no estuvieran necesariamente vinculados con las alteraciones corporales: las narraciones subjetivas (Spider), la violenta condición humana (A History of ViolenceEastern Promises), el lenguaje y las teorías científicas (A Dangerous Method), y el hermetismo (Cosmopolis).


En Mapa a las estrellas (Maps to the Stars, 2014), una macabra sátira que aborda las perversiones y patologías asociadas a los que pertenecen a la fábrica de los sueños conocida como Hollywood, Cronenberg es capaz de condensar la mayoría de los temas que le han intrigado durante más de 40 años. El guión, escrito por el novelista Bruce Wagner (autor de I’m Losing You), posee un caótico y turbio sentido del humor, principalmente al inicio del filme, basado en la ignorancia y frivolidad de las celebridades (una actriz que considera “cool” conocer al Dalai Lama; un actor que confunde el SIDA con el linfoma no-Hodgkin; y otro actor que presume que una de sus seguidoras está dispuesta a comprar su excremento sin importar el precio). Wagner, un hombre que trabajó para el hotel Beverly Hills como conductor de limusina, se nutre de observaciones y de las experiencias vividas trasladando estrellas para examinar burlonamente las trivialidades de Hollywood. Y aunque Cronenberg entiende el tono burlón del guión, hace que el filme oscile entre el humor descarado, las risas nerviosas y las atmósferas de horror.


Los personajes son los encargados de incorporar en sus conversaciones nombres de famosos actores (Emma Watson, Ryan Gosling, Zooey Deschanel), talentosos directores (Paul Thomas Anderson) o personalidades que transitan la zona de la fama (Al Gore, Ryan Seacrest). El universo tecnológico al que alude no es el de las máquinas tangibles –aquellas que en su materialidad son relevantes (como la televisión en Videodrome; el teletransportador de La mosca; y el biopuerto en eXistenZ)–, sino el de la virtualidad –Twitter, Facebook y las fan pages–, el de las redes que otorgan poder y fama; herramientas contemporáneas que le rinden culto a la celebridad y alimentan el ego de las estrellas. Cronenberg condensa estos referentes culturales inmediatos para elaborar un comentario crítico, su “divina comedia” –según él, en una entrevista con Richard Mowe para el sitio británico Eye For Film, todas sus películas han sido comedias, “divinas comedias”–todas  contra el Hollywood contemporáneo. En un sentido menos espeluznante que el de Mulholland Drive (David Lynch, 2001), pero no por ello menos horrendo, Cronenberg no retrata las aspiraciones de una linda mesera (Naomi Watts en el filme de Lynch) por alcanzar, sin importar lo que le cueste, el estrellato y la fama en “la meca del cine”, sino los traumas, sucios pensamientos, trastornos mentales y dolores corporales de aquellos que ya son estrellas, recordando por momentos a Norma Desmond (Gloria Swanson), la actriz vieja y olvidada que planea su regreso triunfal a Hollywood en Sunset Boulevard (Billy Wilder, 1950). La paradoja consiste en que, para hablar del infierno californiano, Cronenberg echa mano de varios actores que han desarrollado su carrera ahí.


Mapa a las estrellas arranca con la llegada a Hollywood de Agatha (Mia Wasikowska), una joven procedente de Florida. La primera persona con la que hace contacto es con el atractivo conductor de la limusina que alquila, Jerome (Robert Pattinson), a quien le pide un “mapa de las casas de las estrellas” para conocer los espacios que habitan las celebridades, pero sus intenciones son mucho más ambiciosas que las de un simple y curioso turista. Al poco tiempo, Agatha comienza a trabajar como asistente de Havana (Julianne Moore), una veterana actriz obsesionada con obtener el papel de un remake, cuya versión original fue interpretada por su madre (Sarah Gadon) varios años atrás. La llegada de la joven pone en marcha una reacción en cadena de temor y pánico; ella es una especie de ficha de dominó a partir de la cual la vida de los demás termina por resquebrajarse, incluyendo su familia conformada por Stafford (John Cusack), Christina (Olivia Williams) y Benjie (Evan Bird), un niño de 13 años, cuya fama, escándalos, insolencias, adicciones y adinerado estilo de vida recuerdan la figura del adolescente Justin Bieber, sólo que trasladada a la industria del cine.

A través de Agatha, Cronenberg regresa a lo monstruoso; sus quemaduras en rostro, cuello, espalda, estómago, brazos y piernas son las de un ser arrepentido, que después de haber ingresado a una clínica de rehabilitación decide volver a su antiguo hogar para cerrar el ciclo y culminar el ritual que no pudo llevar a cabo la noche del incendio, en el que sus padres la acusaron de intentar matar a su hermano, Benjie. Tanto Sttaford como Christina consideran que su hija debe alejarse para mantener el orden de ‘lo normal’. La normalidad (entendida como la conformidad y aceptación de las normas sociales dominantes) no puede ser amenazada por Agatha; el acumulo de energía sexual y las fantasías reprimidas vinculadas al incesto tarde o temprano volverán. Apoyado en los discursos y teorías del psicoanálisis, Cronenberg diseña el personaje de Agatha como la figura monstruosa que regresa para crear un nuevo equilibrio y conducir a un “final feliz”. Cronenberg es brutalmente honesto y descarado; en tono aparentemente serio y poético, pero con intenciones burlonas, recurre a la voz en off para que Agatha, en constantes ocasiones, recite fragmentos de “Libertad” de Paul Éluard –un poema que retrata la evolución, de la niñez a la madurez del protagonista; y la manera en que, a lo largo de su vida, ha deseado al ser amado desde sus inocentes años en el colegio, hasta su obsesión adulta de poseer su cuerpo y sentir su carne–. La voz y la composición poética, que en apariencia proporcionan consuelo, son un disfraz para ocultar las oscuras intenciones de Agatha, pero sirven también como una reconfortante explicación de lo que estamos viendo: el deseo de consumar un acto amoroso inocente, pero también perverso. Mia Wasikowska, cuyo rostro aparenta el de una joven tierna, interpreta con una combinación de desquicio y dulzura a su personaje; su rostro despreocupado, sus pequeñas mentiras y sus comentarios irónicos (“hagamos un guión sobre una historia de incesto”, le dice a Jerome) refuerzan la aguda mirada del director canadiense que deja ver su desprecio por Hollywood.

En sus filmes anteriores, Cronenberg no pretendía representar una sociedad basada en la monogamia o en la familia. Las estructuras que dominan las relaciones de sus personajes abarcan desde matrimonios abiertos y promiscuos (CrashNaked Lunch), hasta deseos incestuosos (Dead Ringers), pasando por la pornografía sadomasoquista (Videodrome). En Maps to the Stars se emplea el círculo familiar como sinécdoque de Hollywood para mostrar que, aún ahí, en las estructuras socialmente aceptadas, habitan demonios enfermizos. Tanto la familia Weiss como Hollywood pretenden ocultar sus miedos y trastornos, edificando una fachada ilusoria de orden, bienestar y alegría. La crítica de Cronenberg es incisiva y violenta: Hollywood es aún más aberrante porque emplea su superficialidad de belleza, felicidad y fantasía para esconder su aspecto despiadado, donde las oportunidades se presentan de manera cruel, pero deben aprovecharse, sino alguien más lo hará. 

Havana es constantemente atormentada por el regreso de la figura materna, a quien siempre imagina superior a ella: joven, hermosa, talentosa y deseada. Su madre se hace presente como aquello que Carl Gustav Jung denominó “imago” –una imagen de recuerdos inconscientes conformada durante la infancia–. Esta imagen, que regresa como una amenaza, se manifiesta como una existencia espectral que conduce a un trastorno psíquico en Havana, quien, además de la fuerte dosis de narcóticos que le suministra a su cuerpo, se somete a una terapia física impartida por Stafford, un psicólogo de las celebridades que fanfarronea con curar los cuerpos desgastados y cansados de los actores asumiéndose como una especie de sanador. La disposición minimalista del cuarto de terapia, donde Havana recibe masajes y consejos por parte de Stafford, recuerda la sala de tortura de Videodrome. Mientras que el personaje del filme de 1983 se obsesiona con las violentas relaciones sexuales; aquí, la actriz busca relajar cuerpo y mente. Ambos comparten su deseo de alcanzar la salida de una agobiante realidad. Julianne Moore no tiene reparos en exhibir una mezcla de vanidad y tragedia en su personaje; de manera sobria, y al mismo tiempo aterradora e inmediata, muestra la desesperación desgarradora de una mujer que ha vivido de su aspecto lozano y que, ahora, debe lidiar con la vejez. Moore, de modo macabro y perverso, sabe en qué momento –con una mirada o una gesticulación– transmitir el miedo y la hipocresía de su personaje.

Havana intenta despertar el deseo sexual para reafirmarse. En una conversación con el chofer Jerome, le pregunta si el acto sexual con Agatha no le resulta aterrador. “¿Soy más atractiva que ella? ¿Mi piel es más suave?”, le pregunta al joven conductor. La urgencia de Havana de sacar estas preguntas radica en un clara intención de excitar al que escucha, manifestar el interés en la vida sexual del otro y demostrar que el lenguaje es incapaz de representar la totalidad de la experiencia sexual. El sexo y los ritos que lo acompañan, son usados para darles poder a los personajes. Havana y Jerome: la mujer madura seduciendo al joven; no solo se trata de un cliché del porno, también es otra manera en la que ella puede intentar convertirse en su propia madre. 

El fuego, casi como elemento mitológico, es elemento de destrucción y mutación en el filme. Pero el agua es otro símbolo latente. El agua estancada (en el jacuzzi, la alberca, el lavabo y el inodoro) simboliza y materializa la presencia de los fantasmas que hostigan recurrentemente a Havana y Benji. Ambos se encuentran en procesos de sanación y rehabilitación; sin embargo, se sumergen en narraciones subjetivas visualizando los espectros del pasado y confundiendo sus realidades con sueños y alucinaciones.

La puesta en escena de Mapa a las estrellas es fría, austera, minimalista; Cronenberg no necesita regodearse en la opulencia y lujos de la clase alta californiana para hablar de Hollywood, sí los hay, pero evita mostrarlos en exceso. Los personajes están espacialmente aislados, permanecen herméticos dentro de planos medios y primeros planos; incluso, en los planos abiertos, hay una marcada distancia, dando la impresión de no querer convivir entre ellos, a menos que esa convivencia dependa del contacto corporal directo (masaje, acto sexual, compulsión hacia la violencia). Las estrellas bien colocadas le permiten a Cronenberg dibujar su constelación haciendo las conexiones pertinentes entre sus personajes. El elenco se sincroniza en varios extremos perversos; el cinismo de Wasikowska, la obsesión enfermiza de Moore, la inexpresividad contenida y extrema violencia de John Cusack, la tranquilidad de Robert Pattinson, el dramatismo y preocupación de Olivia Williams, la presencia seductora de Sarah Gadon, y el pavoroso desdén de Evan Bird. 

El riesgo que corría Cronenberg al hacer un filme sobre la superficialidad radicaba en volverse superficial. Mapa a las estrellas no sólo habla sobre Hollywood, sino sobre una gran familia disfuncional que puede habitar cualquier contexto. Cronenberg se desprende de su insistencia en mostrar aspectos corporales grotescos y repugnantes, pero sigue apuntando a la debilidad de la carne humana ante la superioridad del deseo. La fábrica de los sueños motiva a sus integrantes a alcanzar algo imposible: la inmortalidad. El cuerpo (de Havana) es tan transitorio como la fama (de Benjie). En el mundo de Cronenberg, el cuerpo es un fenómeno grotesco, es una materia que evoluciona, un perpetuo experimento, maleable, que supera sus límites, elástico y capaz de concebir nuevos cuerpos. En el mundo de Hollywood, el cuerpo es un sistema cerrado (joven y bello)  donde las criaturas no deben envejecer ni desgastarse. Los personajes del realizador canadiense, como Agatha, son capaces de aceptar y asumir su condición monstruosa como parte de un proceso evolutivo y un cambio biológico; los de Hollywood, como Havana, no. De ahí, de esa contradicción, se desprende su constante repudio hacia esa industria. Hollywood es el polo opuesto del interés existencial fundamental de Cronenberg: la evolución (monstruosa o no) del ser humano inevitablemente desemboca en la muerte.