miércoles, 2 de marzo de 2016

The Revenant


Publicado el 21 - Ene - 2016
por Alfonso Flores-Durón y Martínez

Hoy en día, pocos se atreverían a cuestionar la excepcional capacidad que como director de cine ha demostrado el mexicano, Alejandro González Iñárritu, en las seis películas que ha creado. Sobran las muestras incontrovertibles de su talento con que, de forma abrumadora, le suscita al espectador sensaciones, emociones y, también es cierto, reflexiones sobre distintos tópicos (la sustancia del amor, el peso del alma, la muerte, la culpa, la redención, el destino, la búsqueda de validación personal, la persecución de espiritualidad) que le son trascendentes al hombre. Lo ha expresado más desde la visceralidad que desde la intelectualidad, y una secuencia en su reciente filme, parece encapsular gráficamente ese sello autoral. Iñárritu ha conseguido, en cada uno de sus trabajos, invitar a quien se sienta a mirar su película a vivir una auténtica experiencia cinematográfica. Con The Revenant consigue llevar ese desafío a un nuevo nivel de espectacularidad.

Asimismo, en este proyecto, González Iñárritu ha certificado sus formidables dotes como logista. No sólo dando forma a una producción colosal, repleta de dificultades técnicas para su óptima realización (su famoso perfeccionismo en cada detalle no admitiría menos), que le permita demostrar que en el 2015 aún se pueden hacer filmes descomunales como en su momento fueron Greed(1925), de Eric von Stroheim; Lawrence of Arabia (1962), de David Lean;Apoycalypse Now (1979), de Francis Ford Coppola; o Fitzcarraldo (1982), de Werner Herzog, por mencionar algunos. (Aunque su punto en realidad no es que hoy se puedan seguir haciendo ese tipo de películas épicas; más bien que él, Alejandro González Iñárritu, es capaz de hacerlas.) Sino, también estratega en cuanto a que es difícil pensar –de acuerdo a la personalidad que durante años ha permitido conocer de forma pública-, que se trata de un producto de la casualidad el hecho de haber presentado, justo a tiempo para ser consideradas contendientes para ganar premios Oscar, dos películas de enorme calidad en años consecutivos.

Es decir, realizó dos filmes “oscareables” pese al monumental problema que le consistiría filmarlos espalda con espalda, arrojarse a planear todo con el cálculo que le permitiera tenerlos listos para ser puestos a consideración de la Academia dentro de sus tiempos reglamentarios. Él mismo ha admitido que el año pasado no pudo disfrutar su triunfo en los Oscar (cuando Birdman ganó Mejor Película, Mejor Director, Mejor Guión Original y Mejor Fotografía) pues a la noche siguiente tuvo que tomar un vuelo y a la mañana siguiente, temprano, estaba filmando una de las secuencias más complicadas de The Revenant, en Canadá. Sacrificio no menor para quien estaba cumpliendo un gran sueño. Porque, además, nada le garantizaba, de antemano, que efectivamente ambos filmes fueran a ser nominados; pero dada la alta calidad tanto de uno como del otro en términos de espectacularidad técnica y tratamiento de los grandes temas que gusta estudiar (además apoyados por una máquina bien aceitada en el conocimiento de las políticas de la Academia), resultaba casi imposible pensar que hubiera el suficiente número de buenas cintas como para que las suyas fueran ignoradas.

Lo siguiente, por supuesto (mucho más difícil) es, además de ser nominado, poder efectivamente ganar premio a Mejor Película y a Mejor Director en años consecutivos. Sólo John Ford (1940-1941) y Joseph L. Mankiewicz (1949-19450) se lo agenciaron en la terna a Director; nunca en la historia del Oscar algún realizador ha conseguido que premien en años seguidos las películas nominadas que dirige. Por supuesto, siendo mexicano, la probabilidad parecería mucho menor. Y, sin embargo, es muy posible que González Iñárritu se los pueda llevar. Apostó a los Oscar por encima de, por ejemplo, Cannes (donde ya una vez se llevó la Palma de Oro a Mejor Director, por Babel, en 2006), dejando clara su prioridad. De suceder, quedaría asegurado su diploma como el mejor director trabajando en Hollywood en la actualidad.

Si en Biutiful, González Iñárritu debutó como guionista a partir de un texto original (habiendo trabajado con otros dos escritores, Nicolás Giacobone y Armando Bo, a quienes se les unió Alexander Dinelaris para Birdman), en The Revenant repite función en la escritura, compartiendo crédito con Mark L. Smith (de experiencia en tramas de venganza, horror y thrillers). En este caso, tomaron como punto de partida el libro The Revenant: A Novel of Revenge, que recoge la historia verdadera de Hugh Glass, un colonizador norteamericano del primer tercio del siglo XIX, cazador, que en compañía de otros exploradores invadía los territorios de diferentes tribus de indios, por la zona del Río Missouri, en las altas montañas del noroeste de Norteamérica -donde la naturaleza hace sentir su dominio mediante el clima hostil, la áspera orografía y la presencia de muchas y diversas bestias salvajes-, para enfrentar rivales franceses y distintas civilizaciones indígenas con el fin de conquistar territorios, matar animales, desollarlos y, posteriormente, de regreso a la civilización, vender sus pieles. Algunos historiadores dudan si en realidad existió Glass o si su leyenda fue inventada para promoverla como ejemplo de la fortaleza del espíritu norteamericano. Documentos y testimonios, empero, parecen confirmar que buena parte de lo que se ha escrito sobre el explorador tiene sustento en la realidad. La novela compila la información existente y la disemina en una historia de ficción. En 1971, ya se había filmado una película alrededor de la vida de Glass: Man in the Wilderness, protagonizada por Richard Harris.

González Iñárritu –los créditos del filme lo subrayan- ha hecho una adaptación libre de la novela, a manera de western, y simultáneamente de thriller. La forma de abordar el relato evidencia su intención por compensar el despliegue visual de la enloquecedora inmensidad del paisaje con el acercamiento íntimo a su figura central (otra vez, como lo hizo con Keaton en Birdman); la cámara constantemente se adhiere al personaje de Hugh Glass, que interpreta formidablemente, con bravura, Leonardo DiCaprio. Lo sentimos, lo olemos (y el aroma no es nada agradable), padecemos su suplicio, y al mismo tiempo, pese a que no abundan los diálogos que den expresión verbal al flujo de su mente, podemos penetrar en ella para comprender de manera más intensa lo que él está viviendo, gracias tanto a la decodificación de su rostro (su trabajo gestual y gutural) y su manifestación corporal, como a las secuencias de sus recuerdos y evocaciones que se intercalan con varios de los momentos más dramáticos que soporta, cuando parece que la vida se le vacía. Simultáneamente, pues, lo acompañamos en su travesía de supervivencia, que es física, lacerante; y en su viaje interno, de auscultación espiritual, que es igualmente doloroso.

En The Revenant, el filme, Hugh Glass forma parte del grupo de aventureros que se internan en las zonas arriesgadas del río Missouri, pero acompañado de un muchachito con rasgos indígenas, Hawk (Forrest Goodluck), el único dentro del grupo de hombres blancos. Pronto sabemos que se trata de una persona esencial en la vida de Glass y, a través de intermitentes e impresionistas flashbacks (filmados con exultante belleza) que se extienden hasta el desenlace del filme, podemos armar la historia de sus vidas: Glass viviendo en una comunidad nativa, una bella mujer de la tribu, un niño pequeño a quien miman, el inmisericorde ataque al campamento que habitan, llamas, un templo destruido, violencia, pérdida, sufrimiento, muerte. Dentro de la cuadrilla, liderada por Andrew Henry (Domhnall Gleeson), se destaca un hombre severo, conflictivo, que antagoniza con Glass: John Fitzgerald (un soberbio Tom Hardy). Glass es experto en cacería; Fitzgerald lo es en exploración. El filme abre con una fascinante, larga y sangrienta secuencia (que inicia de forma similar, con travelling sobre un riachuelo, a una escena que ejecutó Lubezki para Terrence Malick, en The New World), en la que los exploradores son sorprendidos por un contingente de indios que los atacan a flechazos y balazos, siendo obligados a emprender la retirada hacia su balsa para huir por el río. El grupo queda muy disminuido, en lo estratégico y anímico, por las bajas sufridas. Poco después, Fitzgerald descarga su frustración y resentimiento hacia los indios contra el acompañante de Glass, que no es como ellos, blanco y barbado, por lo que no se debe confiar en él.

Cuando logran proseguir con la misión, Glass, el entendido del comportamiento de los animales, se interna en el bosque para buscar presas. De pronto descubre un par de oseznos y apenas está asimilándolo cuando la madre de éstos, una enorme osa que está detrás de Glass, anticipa lo que puede ocurrirle a sus cachorros y se le abalanza enfurecida al cazador. La batalla entre el hombre y la bestia es violentísima, literalmente descarnada; nos reta a mantener la mirada para atestiguar lo que un hombre tuvo que resistir en su rabiosa lucha, quedando despedazado pese a salir victorioso. El grado de realismo con que se capturó la secuencia hace que, si bien es imposible que experimentemos su dolor, sí al menos podamos imaginar el nivel de la tortura a la que fue sometido ese guerrero y padecerlo junto con él. Durante años, seguramente, se seguirá hablando del triunfo que fue crear esta secuencia. Y lo mismo ocurrirá con varias más de este magnífico filme.

Con la piel de la osa muerta, sus compañeros le confeccionan un abrigo a Glass; a él casi lo tienen que reconstruir. Imposibilitado para hablar, para moverse, apenas pudiendo respirar, sólo le queda observar, sentir y recordar. Sus cofrades deben añadir a las contrariedades que les presenta el desplazarse por senderos escarpados con el cansancio, armas y gruesas capas de ropa a cuestas, el tener que trasladarlo en una camilla que improvisan. Fitzgerald reclama; los indios les pisan los talones y cargarlo los lentifica. Arguye que es una necedad obstinarse en su cuidado. Cree que fallecerá pronto por lo que lo mejor sería ayudarlo a morir y sepultarlo. Henry se niega rotundo, al igual que varios del grupo. Al final se decide que Fitzgerald, el joven Jim Bridger (Will Poulter) y Hawk se queden a su cuidado mientras el resto prosigue su camino. Si muere Glass, le darán cristiana sepultura. Si no, esperarán a que se recupere. Rompiendo la palabra que había empeñado, y con engaños, Fitzgerald convence a Jim de que no tiene caso arriesgar sus vidas por una que ya no es; mata dos pájaros de un tiro y consuma su traición, dejando a Glass a su suerte. No contaba con que el espíritu de supervivencia y el hambre de venganza se convertirían en los motores inauditos que impulsarían a Glass a contrarrestar todos los infortunios que deberá sobrellevar para preservar su existencia. Hasta el último aliento invierte Glass en su proceso de renacimiento, de reconstrucción, en su búsqueda de revancha. Más de 400 kilómetros tuvo que recorrer, en las condiciones deplorables en que lo dejó la osa, hasta llegar al fuerte en que estaba basado su campamento. Los espectadores acompañamos la odisea de un hombre que ya no teme morir, pues se considera un muerto en vida.

Desde el momento en que se decide recrear en cine la vida de un personaje como Hugh Glass, resulta evidente pensar en la posibilidad de recurrir al naturalismo para traducir del modo más fiel y con la mayor proximidad posible el vía crucis que ese hombre sobrellevó. Pero González Iñárritu ha probado insistentemente que su intención no es hacer cine convencional (mucho menos dentro de los parámetros de Hollywood) por lo que, sin renunciar al realismo –por el contrario, adoptando un estilo emparentado con el documental, con la cámara en mano integrándose al campo donde se desarrollan las acciones de buena parte del relato–, el director mexicano quiso dimensionar la propuesta formal a partir fundamentalmente de dos cuestiones: la utilización de lentes gran angulares que permiten de forma simultánea estar ceñidos a los personajes y sus compungidas caras que nos familiarizan con su penar, al tiempo que muestran la inmensidad del paisaje que los envuelve; y concebir secuencias tremendamente estilizadas, con soplos poéticos, que se insertan en la trama a manera de rememoraciones o ensoñaciones del protagonista. Todo cuanto ocurre, pues, oscila entre un verismo imponente y un aura alucinatoria, ambas cualidades fundiéndose constantemente en lo que parece ser un reflejo de lo que la perturbada mente de Glass se vuelve incapaz de discernir.

La participación de Emmanuel ‘El Chivo’ Lubezki es decisiva para la consecución del logro artístico de The Revenant. Durante años ha forjado una carrera que lo consolida como uno de los fotógrafos capitales del cine actual, quizá el más importante de Hollywood. Es alguien cuya propuesta celebra el esplendor estético, pero que siempre privilegia el sentido de lo que retrata; la forma que engrandece el fondo. Las escabrosas condiciones del rodaje de este filme exigían, además, alguien capaz de ofrecer soluciones eficientes y resolver con galanura cada contrariedad o percance que se presentara. Su contribución en este caso no es la de un colaborador, sino la de un auténtico coautor. Pidió solo filmar con luz natural y en video de alta definición para plasmar de manera fiel la grandiosidad de lo que él veía; y decidieron rodar en orden secuencial (pese a los problemas técnicos que eso plantea) para ganar en autenticidad interpretativa, vivencial. Cada toma representa horas de trabajo, meticulosa preparación, perfecta ejecución, pero en pantalla sencillamente debe exhibir lo que la historia demanda; y sí, lo hace, de forma gloriosa. Tanto cuando la cámara adopta el vértigo de la acción (parece que el Chivo podría morir atravesado por una flecha o una bala, en cualquier momento), o el reposo de la contemplación, la fotografía transmite el desasosiego de quienes viven en la incertidumbre o en la pendencia permanente. Lubezki tiene la mirada, el talento y la sensibilidad para, dentro de todo el despliegue de pirotecnia visual, encontrar las rendijas de luz que permiten ver a detalle los momentos de humanidad del relato; sus ojos encuentran y comparten lo que hay en el fondo de estos seres perdidos en el caos y las refriegas, empequeñecidos frente a un entorno que los rebasa y en ocasiones los aplasta. Mucho del triunfo formal de The Revenant se debe a los prolongados y majestuosos planos secuencia del Chivo (ya marca registrada de los que había hecho con Cuarón, Malick y en Birdman), que aquí alcanzan un grado de perfeccionamiento insólito, tanto en lo narrativo como en lo discursivo y, desde luego, en lo estético.

El esmerado y expresivo diseño de sonido y la precisa minuciosidad del montaje –particularmente en las secuencias de mayor dinamismo- contribuyen a dar realce a la sublimidad de las imágenes que Lubezki e Iñárritu conciben (la labor de maquillaje, locaciones y diseño de producción son admirables); y la cualidad de por sí cinemática de la música de Ryuichi Sakamoto, minimalista (algo en esta obra tenía que serlo), capaz de generar atmósferas envolventes, en conjunto con la experimentación sonora de Alva Noto, complementan la concepción de este mundo que no obstante lo gélido, hostil e incluso siniestro que es, al mismo tiempo resulta sobrecogedoramente hermoso.

Uno de los temas recurrentes en la filmografía de Alejandro González Iñárritu tiene que ver con la justa asimilación de lo honda que es la relación entre un padre y sus hijos. En The Revenant ese vínculo se establece como el punto toral a partir del que giran el resto de los asuntos que se abordan en el filme: los fundamentos del capitalismo como lo conocemos (la venta de las pieles que arrancaban a los animales se convirtió en industria; por eso el pleito constante con los franceses), los orígenes de la formación de Estados Unidos como nación (muchos territorios del país, como en donde se sitúan los acontecimientos de la película, en esa época, estaban poco poblados o eran habitados por tribus nativas y, por tanto, eran inaccesibles para la mayoría de la gente), la desmitificación de los indígenas como salvajes confrontados con los blancos civilizados; pero evitando también mostrar lo contrario, a los indios como almas puras avasalladas por hombres terribles, sin escrúpulos. La aproximación al retrato de los hombres elude el maniqueísmo: los blancos (franceses y estadounidenses) y los indios (de diversas tribus), son seres salvajes, crueles, bestiales, incapaces de reconocerse en el otro, en un contexto de animalidad que se sintetiza con exactitud en la secuencia de la batalla entre Glass y la osa. La película es vista a través de los ojos de Glass y él sí alcanza la capacidad de descubrir los puntos de unión con quienes le son diferentes, a partir de su contacto con la muerte. Esa revelación de humanidad, expresada en actos de nobleza, termina por ser crucial en la resolución del filme, como consecuencia de un gesto de reciprocidad de los miembros de una de las tribus nativas.

Pese a la larga extensión del filme, estos temas no son del todo profundizados. Iñárritu se concentra primordialmente en el misterio de la experiencia individual y la identidad así como en el eje que constituyen vida, amor, pérdida y redención (todas cuestiones que también han sido constantes en su carrera). Si sus primeros tres filmes (escritos por Guillermo Arriaga) estaban más centrados en explorar la forma en que la intervención del destino incidía en la vida de sus personajes, en los siguientes tres (con guiones comandados por él), el énfasis ha sido puesto en la psicología de sus protagonistas que, de alguna u otra forma, son voceros de las propias preocupaciones de González Iñárritu como autor, cuando no en buena medida espejos en los que Alejandro, el hombre, se mira, se cuestiona y se proyecta. Para los tres protagonistas de su "segunda trilogía", la figura de sus hijos es una imagen que, aunque les da vida, los atormenta. Y con los tres se confronta, ingresando al interior de sus cabezas. Con Uxbal (Biutiful), respecto a su carácter controlador y su relación con la muerte; con Riggan (Birdman), en tanto a la búsqueda de validación del mérito artístico; con Glass (The Revenant), en términos de su lucha por lo aparentemente imposible, por demostrar, demostrarse que puede lograr lo que es inalcanzable para los demás. Glass se presenta como una alegoría metarreferencial de lo que para González Iñárritu fue concebir, planear y consumar un proyecto descomunal como The Revenant, que le exigió probarse al extremo, vencer toda adversidad, y que bien puede representar, en general, lo que significa hacer carrera como director de cine e intentarlo en el más alto nivel de exigencia. Es The Revenant el epítome del hallazgo espiritual alcanzado a través del dolor físico que, también, ha sido una de las huellas de la obra fílmica del realizador mexicano. Una rapsodia (con rotundos ecos cristianos) que celebra, de modo eufórico, el triunfo de la voluntad del hombre. De la auténtica fuerza que posee, la que sólo puede encontar dentro de sí mismo y que, en el caso del personaje de Glass, mucho tiene que ver con el amor y la fe en lo trascendente; con la posibiilidad de poder volver a ver, en otro plano de la existencia, a sus seres amados. Y es tan potente esa luz que lo guía, lo mueve y lo reanima (le oxigena el alma), que incluso eclipsa sus incandescentes ánimos de venganza. 

Desde la primera secuencia de Amores perros, Alejandro González Iñárritu hizo una declaración de principios: su cine sería, decididamente, una avalancha de excitación constante. Y ha seguido fiel a esa premisa. El pandemonio en que convierte sus películas en ocasiones ha llegado a esconder posibles limitaciones (intelectuales o narrativas) detrás de las cascadas emocionales que no dan respiro al espectador y pueden obnubilar su reflexión. Sin embargo, con The Revenant el grado de sublimación técnica y la sencillez de la trama (a diferencia de lo embrollados que eran sus filmes previos), se conjugan para redondear el filme más logrado en su carrera. Es cierto que todavía la región espiritual, del viaje interno no se siente del todo cuajado (para entrar en el alma el espectáculo tiende a estorbar; no hay voluntarismo, intensidad emocional o estampas de gran belleza que por sí solas lo permitan); pero como el gran contador de historias que es, este filme le permite levantarse como el director más completo y brillante trabajando en Hollywood en la actualidad. No hace películas netamente comerciales, sino películas con aspiraciones artísticas colmadas de material que es accesible para todo el público. Y lo hace como ningún otro. Queda la duda sobre de qué otra forma González Iñárritu nos puede sorprender y convulsionar (verbos que tanto le gustan) siguiendo esa ruta. Con The Revenant ha dejado el listón muy alto, incluso para él mismo. Sería interesante verlo intentar un ejercicio con cámara fija, pocos cortes, una sola locación y actores no profesionales. Algo así. Podría resultarle un desafío del tamaño del tremendo éxito y prestigio que hoy en día, merecidamente, está disfrutando.

Leyenda: La profesión de la violencia


Publicado el 15 - Feb - 2016
 Leyenda: La profesión de la violencia
por Luis Fernando Galván

El primero es instintivo, metódico y paciente; el segundo es feroz, compulsivo y sociópata. Los gemelos Reggie y Roonie Kray (ambos interpretados por Tom Hardy) son dos hombres astutos que se complementan para escalar rápidamente en los negocios turbios de los bajos fondos del East End de Londres durante la década de 1960. Al estilo de los gángsters americanos, los Kray crearon una mafia, denominada The Firm, para involucrarse en robos, fraudes, extorsiones, cobro de “impuestos” a cambio de protección y asesinatos, aumentando las tensiones con los grupos rivales, específicamente con los llamados “torturadores” encabezados por el peligroso Charlie Richardson (Paul Bettany)  y poniendo en aprietos a las autoridades. El éxito hace que Ronnie, incapaz de controlar su estado mental, se vuelva más imprudente, ambicioso, vengativo y sanguinario.

Leyenda: la profesión de la violencia (Legend, 2015), dirigida por Brian Helgeland –guionista de L.A. Confidential (1997) y Mystic River (2003)– es una biopic que recurre acertadamente a la voz en off de Frances Shea (Emily Browning), novia de Reggie, para narrar la trayectoria de los mafiosos más célebres de Inglaterra. El guión, escrito por el propio Helgeland e inspirado en el libro de John Pearson, configura un retrato eficiente de la época mostrando cómo los criminales estaban tan incrustados en la sociedad londinense provocando varios escándalos políticos que obligaron al gobierno a insistir en una investigación más completa –con apoyo de instancias internacionales– para poder derribarlos. El filme esboza dos personalidades distintas para tejerlas en un relato dinámico que explora los conflictos de la hermandad siempre impulsado por la fortaleza y potencia histriónica de Tom Hardy. 

El rendimiento del actor británico es impetuoso y pulcro, y funciona como una reminiscencia de sus trabajos anteriores, principalmente Bronson (2008) y La entrega (2014). La rabia y la pasión por la agresión permea a los gemelos Kray que constantemente están arropados bajo la elegancia de sus trajes, pero mediante esa burbuja de glamour –construida a partir de una refinada puesta en escena y una límpida fotografía de Dick Pope (The Illusionist, 2006; Mr. Turner, 2014)– Helgeland busca tramposamente hechizar y fascinar a la audiencia mostrando las torturas, los robos y los asesinatos como acciones divertidas y restándole visceralidad a la violencia.