miércoles, 30 de enero de 2013

AMBULANTE, la gira de documentales


La octava edición llega al DF

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EspecialGira de documentales
29 de enero de 2013 
La octava gira de documentales AMBULANTE presentará 106 títulos procedentes de 27 países. En esta edición, el programa se construyó alrededor de la noción de liberación, una invitación a pasar de la utopía a la praxis y pensar la realidad a través del cine. 
Del 8 al 21 de febrero, la Ciudad de México tendrá 27 sedes para disfrutar del cine documental con un precio especial de $35 pesos por exhibición para que el mayor número de chilangos, cinéfilos o no, tengan acceso a la muestra que contiene 12 secciones: Reflector, Pulsos, Sonidero, Observatorio, Ambulante Más Alla, Dictator´s Cut, Injerto, Ambulantito, Enfoque, Imperdibles y Retrospectiva Chris MarKer. 


Ambulantrailer 2013 from AMBULANTE on Vimeo.
Aquí te presentamos las cintas que no puedes dejar pasar este 2013

Cómo sobrevivir una plaga (How to survive a plague)

David France/Estados Unidos/110 min
Un grupo de hombres en su mayoría seropositivos irrumpen como activistas para desafiar al gobierno de Estados Unidos y a la industria farmacéutica para conseguir mejores tratamientos contra el SIDA.

Marley

Kevin Mcdonald/Estados Unidos-Reino Unido/144 min
Biografía del profeta rastafari realizada a partir de material de archivo inédito y entrevistas, que abarca desde sus inicios hasta el estrellato internacional.

Los Guardianes (The Gatekeepers)

Dror Moreh/Israel-Francia-Bélgica-Alemania/95 min
Entrevistas desgarradoras a seis ex dirigentes del Shin Bet (agencia de investigación y seguridad de Israel) que describen su papel en la larga campaña antiterrorista en su país.


Bear 71

Jeremy Mendes/Canada/90 min
La historia de un oso salvaje seguido a través de aparatos de rastreo y fotografías del servicio forestal canadiense que recuerda que cuando alteramos la relación con el mundo materia, nuestras vidas son afectadas radicalmente. La proyección será musicalizada en vivo por el chelista Heather Mcintosh.

El alcalde (The Mayor)

Emiliano Altuna/México/80 min
Mauricio Fernández, el polémico alcalde de San Pedro de los Garza García, el municipio más rico de México, es capaz de limpiar su territorio de la presencia de los narcotraficantes sin importar los métodos para conseguirlo.

Buscando a Sugar Manen (Searching fpr Sugar Man)

Malik Bendjelloul/Suecia-Reino Unido/82 min
Dos sudafricanos que buscan qué sucedió con su venerado héroe musical Sixto Rodríguez, poeta de los barrios marginados de Detroit y uno de los iconos jamás reconocidos del rock estadounidense de los años setenta.

Aquí toda la cartelera de ambulante en el Distrito Federal http://ambulante.com.mx/estados.php 

Django Unchained





Django sin cadenas
La efectividad de Django sin cadenas reside en el hecho de que, por más que Tarantino rinda homenaje al spaguetti western, está rindiendo, ante todo, un homenaje a sí mismo.
★★★★✩
Por Enrique Sánchez (@RikyTravolta)

El western no ha muerto. Luego de que Clint Eastwood realizó Unforgiven (1992) –el llamado “último gran western”– y puso en tela de juicio el código ético en el que se basaba el género, el western se ha convertido en un modelo con el que muchos cineastas se han sentido tentados a experimentar. Ya en los últimos años hemos visto resultados afortunados con The Proposition (2005) –de John Hillcoat–, No Country for Old Men (2007) –de los hermanos Coen–, o The Assassination of Jesse James by the Coward Robert Ford (2007) –de Andrew Dominik–. Era cuestión de tiempo para que el amo de la violencia y los mercenarios en tiempos modernos, Quentin Tarantino, se sumara a esta lista, y nadie debería de mostrarse sorprendido. Desde su arsenal de asesinos en los que conjuga el carisma cínico con una irrefrenable codicia, hasta los recursos técnicos copiados al pie de la letra de películas de Leone y Corbucci, los filmes de Tarantino han rendido siempre homenaje al western, y Django sin cadenas no es tanto su incursión al género, sino la culminación de toda una trayectoria.
La película llega en un momento hostil para el tipo de cine que muestra la violencia de forma explícita. Su estreno se vio obstruido por el tiroteo ocurrido en Connecticut el pasado 14 de diciembre, y esto –aunado a la matanza en Aurora durante la premiere de The Dark Knight Rises (2012)– generó un debate en torno a la influencia que estas películas tienen en la sociedad. Django fue sin duda la más atacada, e incluso Spike Lee arremetió desde otro ángulo al declarar que la película “es una falta de respeto a mis ancestros”, y que “la esclavitud en Norteamérica no fue un spaguetti western de Sergio Leone”. Hasta el momento, los cineastas estadounidenses han tratado el tema de la esclavitud con cautela, incluso con cierto resquemor, y solo lo abordan en caso de que sea sumamente necesario o cuando la película pretende hacer una denuncia explícita de este acto aberrante –el ejemplo más obvio es, sin duda, Amistad (1997), de Steven Spielberg, en donde un abogado es contratado para defender a un grupo de esclavos africanos–, evadiendo frente a la cámara los maltratos y las humillaciones, y expiando este periodo a través de sus contestatarios. Y es que aunque la cinta se vale del tema de la esclavitud, ciertamente lo utiliza no para construir una crítica, sino para darle un rumbo violento a sus personajes, a quienes encamina hacia el espectáculo –sangriento y sonoro, lleno de diálogos persuasivos sobre el poder– que el público espera de Tarantino.
El título de la película es un homenaje a Django (1966), de Sergio Corbucci, −Tarantino imita los bellos paisajes nevados que el director italiano utilizó en The Great Silence (1968), con Jean Louis Trintignant−; la otra parte del título proviene de la película italiana de 1959, Hercules Unchained, que presenta las hazañas del héroe mitológico luego de que es esclavizado por una reina. Django sin cadenas se sitúa en 1858, tres años antes del inicio de la Guerra de Secesión, que dio como resultado la abolición de la esclavitud (Tarantino comete el error de mencionar al comienzo que fueron dos años antes), y comienza con el encuentro entre Django (Foxx) y el Dr. King Schultz (Waltz), dos hombres que si bien pertenecen a estratos sociales distintos, comparten un desprecio por la sociedad esclavista estadounidense. Schultz es un dentista alemán virtuoso en el oficio de la cacería humana, y se distingue de cualquier otro cazarrecompensas del Lejano Oeste por su formación aristocrática y una fina elocuencia a la hora de tratar con los estadounidenses, que a su lado quedan como un montón de bárbaros con aires de grandeza. Django, por su parte, es un esclavo con un espíritu humilde que se ve truncado por una rabia reprimida, producto de un sinfín de actos crueles que ha presenciado y vivido en carne propia a lo largo de su vida. Schultz libera a Django para que lo ayude a eliminar a un grupo de bandidos que el esclavo conoce y por los que se ha ofrecido una gran recompensa, y la empresa se realiza sin mayor dificultad. Además de servir de excusa para mostrar la manera en que operan los cazarrecompensas, la secuencia de la cacería inicial deja al descubierto el mayor temor (y motivación) de Django. Desde el momento en que es liberado, Django se convierte en esclavo de un terrible pensamiento: que en algún lugar aterrador (de ésos que él conoce tan bien) su mujer, Broomhilda (Washington), está sufriendo. Django le habla a Schultz sobre Broomhilda, y al reconocer en su historia similitudes con el poema germánico del Cantar de los Nibelungos, el alemán, en un gesto de nostalgia y simpatía, decide ayudarlo a rescatar a su amada.
Su búsqueda los lleva a conocer a Calvin J. Candie (DiCaprio), el dueño de una de las plantaciones más grandes del país, quien tiene de brazo derecho a un anciano negro llamado Stephen (Jackson). El plan es hacerse pasar por un par de curiosos adinerados en busca de esclavos para que participen en peleas de Mandingo (luchas a muerte entre esclavos), y que luego de ganarse la confianza de Candie, terminen por llevarse a Broomhilda. Tarantino se basó en un filme de bajo presupuesto titulado Mandingo (1975) para incorporar estas brutales peleas en donde dos esclavos luchan a muerte mientras los amos apuestan por su favorito, pero la realidad es que no existe ningún registro de que algo así haya sucedido, y aunque es fácil imaginar a los aristócratas del siglo XIX jugando con la vida de estos hombres, este capricho les hubiera costado bastante dinero. Es un aspecto brutal del filme, pero algo más cruel es la tibieza con que los amos presencian el acto, y más aún, el sadismo con que éstos propician momentos más salvajes. Tarantino muestra una secuencia en donde –al igual que sucede en todos sus filmes– prepara el terreno para la violencia con un discurso frío y sagaz por parte de uno de sus personajes principales, para contribuir a la tensión del momento. Esta vez el panorama incluye a un esclavo lastimado, una jauría de perros lista a atacarlo, y al desalmado Candie, quien intimida a todos con su explicación sobre la pérdida que representa un luchador con miedo. Es obvio, a partir de este discurso, que Candie hará que le paguen de cualquier forma. Acomoden las piezas y tendrán un momento atroz con el sello de Tarantino. Lo que llama la atención de esta secuencia, sin embargo, es que el director evita mostrar de manera demasiado explícita la violencia −algo que en cualquier otro caso le tendría sin cuidado−, y para lograr un resultado efectivo, se apoya en las reacciones de sus personajes: la brutalidad de Candie, la indiferencia forzada de Django y la angustia de Schultz.
Tarantino conoce a sus actores y los sabe dirigir –pocos sabrían qué hacer en un mundo tan hostil e ilusorio como el del director–, y es por eso que aprovecha de buena manera el talento de Foxx, Waltz, DiCaprio y Jackson. Este último es el que más se arriesga con su interpretación de negro racista y lambiscón, mientras que Christoph Waltz se mueve en su papel con libertad y carisma de la misma forma que en Bastardos sin gloria (2009). DiCaprio se luce en el papel del tirano carismático que vive por y para el dinero, y presenta una oposición intensa para el personaje de Waltz. Mientras que Schultz es culto, multilingüe y con valores, Candie es un hombre al que le gusta vanagloriarse por la riqueza que ha obtenido a través de la opresión, y el mayor indicio de su antagonismo yace en la dentadura amarillenta y putrefacta de Candie, que se contrapone a la profesión de dentista de Schultz. Algo similar sucede con Stephen, quien a pesar de ser esclavo no acepta que un negro se porte como un hombre libre; para Stephen, la libertad de Django representa una violación a lo que él mismo ha llegado a aceptar como un orden natural: el blanco por encima del negro y, de paso, el hombre por encima de la mujer. Es en este juego de antagonismos que queda expuesto el fondo detrás de la forma tan artificiosa y sangrienta del cine de Tarantino: la esclavitud es, más allá de un fenómeno social, un estado mental provocado por el miedo. En más de una ocasión vemos a Django castigando al hombre blanco mientras es observado por esclavos, y éstos en vez de vitorear o unirse a él, son testigos mudos e impávidos que no se permiten reaccionar. En una escena Django incluso deja abierta la jaula donde viajan tres esclavos, y los hombres permanecen dentro de ella mientras ven en silencio cómo el pistolero cabalga hacia el horizonte.
Tarantino no se limita a condenar la esclavitud, sino que alcanza a la sociedad estadounidense para dejar expuesta su hipocresía y, de esa manera, ponernos del lado del alemán culto y el esclavo al que acaba de liberar. Es un arma de dos filos; no solo los negros deben vivir como personas libres, sino que los blancos merecen ser castigados. Candie insiste en que lo llamen “monsieur”, pero enfurece si le hablan en francés −seguramente porque no es capaz de comunicarse en otro idioma− y ha nombrado a uno de sus peleadores D’Artagnan, sin saber que el autor de Los Tres Mosqueteros, Alejandro Dumas, es un escritor negro, nieto de una esclava de Santo Domingo. De esta manera, en el mundo de Tarantino, Candie no solo merece un castigo por ser un esclavista, sino también porque es inculto e hipócrita. A esto se suma la presencia de un grupo parecido al Ku Klux Klan −no el original, que surgió en 1865−, que no aparece en plan amedrentador, sino como un montón de sureños torpes que discuten demasiado tiempo sobre la comodidad de su disfraz, en un momento plagado de sandeces que parece sacado del programa de los Monthy Python. Lo único que pueden acordar estos hombres, es que hay que matar negros.
Para mantener su característico estilo, Tarantino transgrede ciertas convenciones del western (el humor agrio, la irreverencia y la transparencia de sus personajes, que poco se parecen a los forajidos del Lejano Oeste sin nombre, sin pasado y sin rumbo definido), pero aprovecha algunas de las particularidades del género, y es por eso que entre las grandes virtudes del filme destaca la fotografía del tres veces ganador del Oscar, Robert Richardson, a quien muchos recordarán por su labor en Hugo (2011). En sus primeros trabajos, una de las características elementales de los filmes de Tarantino fue la manera en que elaboró secuencias a partir de la música, pero por esta vez hubiera sido mejor dejar un poco de lado el rap y el soul, y aprovechar al máximo las piezas instrumentales de Ennio Morricone, quien indudablemente aún sabe cómo contribuir al carácter épico de una película. El uso de recursos clásicos del western puede dar la impresión −sobre todo al inicio de la película− de que el director se ha moderado para rendir homenaje a sus ídolos italianos, pero hacia el final Django sin cadenas deja de ser un homenaje puro al género y se convierte en una colección de artificios, como tantos que el director nos ha entregado en el pasado. No podía ser de otra forma. La efectividad de Django sin cadenas reside en el hecho de que, por más que Tarantino rinda homenaje al spaguetti western, está rindiendo, ante todo, un homenaje a sí mismo.

Enero 25, 2012.

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Amour




Michael Haneke se esmera en exponer ante nuestros sentidos, de manera sobrecogedoramente hermosa, pero al mismo tiempo tremendamente dolorosa, el proceso de extinción de la vida de una persona, testimoniado y sufrido con absoluta impotencia por el ser que más la ama.


★★★★★

Por Alfonso Flores-Durón (@SirPon)
El que de pronto, un día, nos hayamos enterado que el proyecto fílmico en el que trabajaba Michael Haneke se llamaba Amour resultaba inesperado, y también difícil de concebir, de figurar. Su filmografía, atestada de obras excepcionales, pero en las que el vaso comunicante era su severa e intransigente crítica a la hipocresía burguesa y su propensión a la violencia, la destrucción del otro y la autodestrucción, no daban pie a pensar en la posibilidad de que el amor pudiera ser el centro de un relato suyo. Efectivamente pueden encontrarse gestos, propósitos y hasta sólidas manifestaciones de éste, pero nunca a manera de piedra angular de sus historias. En todo caso, expresiones torcidas de amor llegaban a incidir impetuosamente en trágicos desenlaces. 
Padres e hija del Séptimo continente (1989) se amaban; las familias de Funny Games (1997 y 2007), de Code Inconnu (2000) y de Time of the Wolf (2003) también, o la de Caché (2005), incluso la de Das weisse Band (2009). Pero es verdad, asimismo, que el amor de la familia del Séptimo continente se desfigura, que el obtuso amor de los padres a Benny (Benny's Video, 1992) es germen de fatalidad, que el amor de madre e hija en La pianiste (2001) no era envidiable, y que en Das weisse Band son malinterpretaciones del amor, incluso a Dios, piezas fundamentales para entender la forma en que el ambiente social se enturbió hasta la enajenación total. El amor, pues, aparentemente, no se presentaba como el tema predilecto de Haneke, ni el que manejara con mayor gracia y soltura. Por otro lado, que utilizara el título en modo irónico resultaba demasiado simplón y barato para una mente como la suya.
Quizá la palabra ‘amor’, en cualquier idioma, sea la más difícil de definir con exactitud. En español, por ejemplo, la RAE ofrece más de 14 acepciones distintas, la mayoría de ellas complementarias, todas imprecisas. Y, para salir del escabroso paso, muchas veces se recurre a querer distinguir entre los diferentes tipos de amor para atajar el reto: a los padres, a los hijos, algunos a la patria, a un ser supremo, a uno mismo. Pero la identificación inmediata de la palabra, siempre, tiene que ver con la pareja, con la persona, eh, amada. A partir de su estreno en la pasada edición del Festival de Cannes (donde, por cierto, ganó la Palma de Oro) bien podría aparecer, en todos los diccionarios del mundo, una referencia a la película de Haneke a un costado de la palabra ‘amor’; bueno, cuando menos hasta el desenlace, a partir del cual podría resultar comprensible que algunos quisieran polemizar respecto a su pertinencia. Dejemos esa discusión para el final; primero revisemos lo previo.
George (Trintignant) y Anne (Riva) son una pareja octagenaria, maestros de piano retirados, que viven en un austero departamento, decorado con sobriedad y buen gusto, en París. El filme arranca con un especie de prólogo, en el que un escuadrón de bomberos irrumpe en el apartamento, inspeccionan el lugar y descubren un cadáver rodeado de flores en la habitación principal. En realidad, a partir de ahí, todo es contado en flashback; dentro de él, la historia guarda linealidad en la estructura, aderezada con un sueño, un par de breves interludios, y algunas emotivas maniobras de la imaginación.
Primeramente vemos a George y Anne asistiendo a un concierto de piano en el que se interpreta a Schubert, en el Teatro de los Campos Elíseos. Al finalizar la gala, ambos pasan al camerino a felicitar al intérprete, que fue alumno de Anne. Regresan a casa en transporte público y al llegar se encuentran con que la chapa de la entrada fue forzada. Alguien intentó vulnerar su espacio más íntimo, sin lograrlo, pero los dos quedan intranquilos; principalmente Anne. George intenta confortarla, alentándola a no dejar que ese episodio ensombrezca la maravillosa velada que han tenido. “¿Te dije ya que te ves hermosa esta noche?”, remata George, para aligerar el momento y reafirmar su devoción por ella. Ya en cama, él tiene problemas para conciliar el sueño y, al voltear a ver cómo va su pareja, que duerme junto a él, descubre a Anne incorporada, con la mirada perdida; le pregunta qué le pasa, y ella le contesta “Nada”. A la mañana siguiente, mientras almuerzan y platican sobre la compostura de la chapa violada, Anne se queda trabada, con los ojos abiertos, pero sin conciencia. Georges, cariñoso en primera instancia, ligeramente irritado después, intenta reanimarla; que su alma regrese al sitio que le corresponde. 
Cuando finalmente Anne vuelve en sí, no recuerda nada y Georges piensa que se está burlando de él; al darse cuenta que no es el caso, le informa que buscará a su doctor. Ella se niega, no le da importancia. “No podemos fingir que nada ha pasado”, le amonesta Georges. Al concluir esta secuencia cargada de intenso drama, Haneke decide insertar un interludio, que actúa como reposo emocional y vehículo de transición de tiempo, a manera de un montaje formado por tomas fijas, semioscuras, de los distintos espacios que conforman su casa, los mismos que han atestiguado, por años, el desarrollo de esa que, se nos ha planteado en breves pero decisivas pinceladas, es una sólida relación de amor.
A partir de entonces, nos queda claro, todo irá en un declive insalvable. Los espectadores tampoco podemos fingir que nada ha pasado; y para quienes lo intentan, ahí está Haneke, siempre dispuesto a abrirles los ojos, sin condescender en lo absoluto. Todo el resto del filme se desarrolla en los confines del departamento. El agobiante peso del día a día cargado con la certidumbre de que su vida, la de los dos, no volverá a ser nunca igual, y asociado con la incertidumbre de ignorar cuánto tiempo les queda para compartirlo juntos, va dejando progresiva marca en los cuerpos y almas del marido y su mujer.
En la siguiente secuencia, llega la hija, Eva (Huppert), a visitar a su padre. Anne está hospitalizada y Georges la pone al tanto del estado en que se encuentra, que no es nada promisorio. A Eva le preocupa que Georges, anciano como está, pueda hacerse cargo de su madre enferma. “Siempre nos las hemos arreglado, tu madre y yo”, le puntualiza él. Antes de retirarse, Eva le cuenta que, al entrar al apartamento, recordó que, cuando niña, solía escucharlos hacer el amor y eso, lejos de perturbarla, le reafirmó la idea de que se amaban y estarían siempre juntos. Cuando Anne regresa del hospital, en silla de ruedas -con parálisis parcial en cara y cuerpo-, una vez acondicionado su cuarto con cama de hospital, ella y Georges intentan poner su mejor rostro al infortunio. 
Anne está feliz de volver (le hace prometer a Georges que nunca, pase lo que pase, volverá a hospitalizarla), y él de que ella vuelva. Anne dependerá en gran medida de los cuidados de Georges, y él tendrá la responsabilidad de velar por ella. Sólo un auténtico amor es capaz de tolerar circunstancia semejante. “El amor exige pruebas sobrenaturales”, llegó a decir Borges; y vaya que este panorama queda pintado para dar fe de la sentencia.
Entonces Michael Haneke, muy probablemente el realizador de cine con mayor control y maestría artística al momento de crear la vida dentro de un filme en la actualidad (y esto, desde varios años y varias películas antes de ganar dos Palmas de Oro consecutivas en Cannes), se esmera en exponer ante nuestros sentidos, de manera sobrecogedoramente hermosa, pero al mismo tiempo tremendamente dolorosa, el proceso de extinción de la vida de una persona, testimoniado y sufrido con absoluta impotencia por el ser que más la ama. Y Haneke, consciente de la gravedad del desafío, fiel a su vocación de artista, mucho antes que de entretenedor, rehúye toda tentación de endulzar su discurso con sentimentalismos y melodramas. Nunca lo ha hecho, y pese a la deformación que ha tenido la palabra que da título al filme (en buena medida gracias a la publicidad y los medio de comunicación), no tendría por qué hacerlo ahora. Además, los minuciosos perfiles psicológicos que labró para sus protagonistas se lo impedirían terminantemente. Michael Haneke se propuso observar a través de su cámara, y del amor, a la muerte, de frente, sin parpadear, con absoluto respeto, eso sí. Y ha logrado un triunfo rotundo.
Para conseguirlo, la mirada de Haneke, sin distraerse en paisajes, ni siquiera en muchos personajes, se enfoca con precisión en estos dos seres humanos encerrados en su espacio, en su mundo, pero bajo condiciones que sólo quienes las han vivido entienden, aunque con las que la mayoría de quienes se detienen a pensar en las vicisitudes de la naturaleza humana, de la inevitabilidad de la muerte de los que más queremos, y de nuestra propia muerte, empatizan. 
Con fidelidad quirúrgica, el realizador austríaco, retrata la crueldad que conllevan los altibajos en la salud de Anne. Las horas, los días buenos esperanzan, ilusionan, animan. Las horas, los días malos, impacientan, deprimen, desaniman. Tanto unos como otros sucediéndose sin esquema preciso, pero sí bajo la constante del desgaste, la fatiga y el deterioro. La muerte, con esa sombra tenaz e intrusiva que posa en la vida de los mayores y enfermos –que solemos ignorar quienes no nos ajustamos a esas circunstancias, no obstante sepamos de su omnipresencia y la arbitrariedad con que actúa-, despliega sus rituales grotescos burlándose de la impotencia de Georges y Anne. 
Están verdaderamente solos, él y ella. Él. Y ella. Ni en Dios encuentran refugio ni buscan su protección; su única presencia en la forma de crucifijo a un costado de Anne el día de su Primera Comunión, revisada en un conmovedor momento en que la anciana quiere repasar su vida reconstruida en los fragmentos que un álbum de fotos le permite revivir. “Es bella”, dice Anne. “¿Qué?”, le inquiere Georges. “La vida… La vida es tan larga”, decreta Anne en uno de esos instantes de lucidez que crecientemente le escasean. Se van agotando los momentos de compartir miradas, recuerdos, vivencias, mientras que se incrementan en los que Anne pierde la coherencia verbal, pierde la conexión a este mundo pues los cables necesarios se le oxidan y Georges, a su vez, pierde la paciencia, por más que se esfuerce constantemente, y en la mayoría de los episodios logre controlarla (al ayudarla en el baño, a comer, a tomar agua, a hacer ejercicios verbales y físicos, al amarla aunque esté dejando de ser a quien ama). 
Anne intenta reconquistar la vitalidad a partir de gestos de cariño, de recuperar experiencias, de escuchar música con Georges (trascendental punto de comunión para ellos), de jugueteos con los que se aferra al frágil hilo que la mantiene unida a la vida, pero va perdiendo resistencia frente a la frustración que le provoca no poder tocar más el piano, no poder conducirse por sí misma, no poder comunicarse con propiedad (ella, una mujer articulada), no poder controlar sus esfínteres (humillante derrota de la dignidad humana de un adulto). El desgaste físico y emocional cotidiano es asfixiante, abrumador hasta la demencia para ambos.
Poco ayuda la presencia (acentuada en ausencia) de la demás gente, cercana, o no tanto. La figura de la hija, repleta de sus propios problemas, sólo dispara la desesperación de Georges, incomprendido y frustrado por tener que escuchar consejos y reclamos de quien ve el problema de manera egoísta, insensible, y a la distancia. ¿Los nietos? Apenas aparecen nombrados. La visita del exitoso alumno de piano los regocija, pero los confronta con esa parte de su vida irrecuperable, y con la forma distorsionada en que ahora reciben en sus corazones la música. Las enfermeras, cuando están, invadiendo su lucha privada, cuando no, anhelando su ayuda; pero también alertando sobre la debilidad del temperamento al lidiar con quien está dejando de parecer persona (recién reclama ásperamente Georges el comportamiento de una, cuando a la secuencia siguiente es él mismo quien se desmorona). Los doctores, desde la frialdad y la lejanía, dictaminan diagnósticos desmoralizantes y pronósticos fatales. Georges y Anne están solos. Georges está solo. Anne está sola.
Únicamente un maestro al hacer cine, en absoluto y poderoso control del medio en que trabaja, puede levantar una obra con tal grado de perfección, de fidelidad a la vida, con un tema así de complejo y desafiante, ceñido a la limitante del espacio. Pocos, muy pocos, además de Michael Haneke saldrían avante. Cierto es, asimismo, que por más portentoso que sea el talento del autor, imposible le habría resultado alcanzar este grado de sublimación si no es por los descomunales rangos de histrionismo a los que llegan Jean-Louis Trintignant y Emmanuelle Riva. Sin su ejecución precisa, desprovista de toda afectación y guiños superfluos, el filme no cuajaría. Cada gesto, movimiento, vacilación, inflexión de voz está en el tono exacto, inmejorable. Y la progresión de la decadencia de Anne reclama una valentía y despliegue de recursos que Riva no se cansa de exponer. La figura de Isabelle Huppert apuntala el cuadro con sus modos adecuados para cada exigencia. Alexandre Tharaud, el alumno, es en la vida real un prominente pianista, que aporta al filme frescura y un momento mágico al piano.
En términos de la realización, Haneke ha elegido ser clásico, en el mejor de los sentidos. La cámara está ahí para capturar la vida y el realizador sabe que no necesita disfrazar nada; sólo la mueve cuando es indispensable, generalmente a partir de delicados paneos y con ‘steady’ en secuencias en las que sigue el intranquilo caminar de Georges por el apartamento, notablemente en la secuencia onírica. Tan delicada como progresivamente nos va descubriendo cada rincón del departamento, demandando que el espectador conjeture su geografía. La iluminación, tan natural como el resto de los elementos del filme, nos acerca aún más a la vida de este par de ancianos a la que, precisamente, de lo poco que le queda es la luz que entra a su casa por múltiples ventanas. Y la música, restringida a las secuencias en que ésta es parte integral de su desarrollo (ejecutada en el piano, tocada en el reproductor), siendo leitmotiv de sus vidas, y por lo mismo extirpada durante la fase terminal de la ruina, cobra aún mayor relevancia porque, a semejanza suya, está dictado el ritmo del filme.
Eros y Tanatos, lo sabemos, son los dos ejes principales de nuestra vida. Las dos caras de una misma moneda. Pocas veces en la historia del arte, se ha podido patentizar con tal osadía, determinación y detalle la honda relación entre los dos términos, entre las dos fuerzas. Haneke se toma su tiempo para retratar, escrupulosamente, ese escabroso combate, en esta obra maestra del cine. No hay prisa cuando lo que se debe mostrar es, precisamente, el tiempo que se agota. Ternura y perturbación (a la Haneke), se funden a cada instante. Pero no esperen concesión alguna del maestro austríaco; mucho menos en la resolución, sorpresiva, desgarradora y, aunque moralmente discutible, sustentada con firmeza en cuanto ha ido cincelando, segundo a segundo, respiro a respiro.
C’est la vie. C’est l’amour. C’est la mort… C’est la vie.
Enero 18, 2013.

Moonrise Kingdom: Un reino bajo la luna




Moonrise Kingdom: Un reino bajo la luna
Comparto las reseñas del blog EN FILME por que en mi opinión me parecen las más precisas, acertadas, y claras sobre las peliculas que hay que ver, que he visto y que valen muchisimo la pena,  y en el caso de Moonrise, el sabor de boca que me dejo fue bueno, muy bueno diria yo.
Y el ejercicio de llevar este blog, es para  compartir lo que pienso respecto al Cine y el cual me fascina, con mi hija, contigo pequeña (ahora tienes 7 años) pero con esto me doy a la tarea de compartirte unas de mis grandes pasiones, quedan pendientes los libros, pero de eso ya con mas calma te hablare y te recomendare mis grandes favoritos,. por ahora  te dejo esto, tomate el tiempo para leer, para ver esas peliculas y espero para que las disfrutes tanto como yo las adore al verlas.

En Moonrise Kingdom, una tormeta trastorna al pueblo de New Penzance. El vendaval destruye y renueva la isla de forma física y la tormenta llamada Suzy y Sam la reforma desde dentro.
★★★★✩por Carolina León Parra (@scleon20)


Despiertas un día y tu corazón no deja que te levantes. Poco a poco tus ojos se abren y no pueden ver por la gran cantidad de luz. El sol te molesta, el ruido también. Tu corazón palpita agitadamente y sientes vacío el pecho. Quieres llorar, gritar y volver a dormir. Tu mente no descansa y solo puedes ver una imagen en ella: el amor de tu vida. Pasional, loco y destructivo amor.

Nos gusta enamorarnos. Y si el amor nos ha sido duro, despiadado, humillante y trágico, pues entonces nos gusta que nos cuenten historias de amores que perduran y más si son juveniles, que es cuando generalmente nos rompen el débil corazón que todos tenemos. Moonrise Kingdom nace de esta forma, como el relato de amor inocente proveniente del imaginario de Wes Anderson –que antes nos hizo escapar de nuestra realidad con Rushmore (1998), The Royal Tenenbaums (2001) y su más reciente obra en stopmotion: Fantastic Mr. Fox (2009)– y su coguionista Roman Coppola.

Anderson quiso hacer una historia dedicada al primer amor, que es el más puro y, con él, el mundo cobra una latente esencia romántica. Amores intensos, fatales e inolvidables. El director y su coguionista lo abordan con un tono de aventura casi sin sentido para los adultos, pero necesaria para los niños. Los adultos no lo comprenden, tampoco lo buscan. No pueden entender lo bello e inocente de bailar en ropa interior con un son francés, o de dormir abrazado sin buscar el pecado. Nosotros somos los adultos, los espectadores, y lo que Anderson busca es hacernos recordar aquel amor incorruptible y regresarnos a esa inocencia bella. Busca hacernos reflexionar sobre la locura del amor, y lo puro que puede ser en la privacidad de una cama.

La acción toma lugar en una apartada e inventada isla de Nueva Inglaterra, New Penzance, en el lejano año de 1965. Una isla sin carreteras, sin aeropuerto, donde la forma más sencilla de transportarse es a través de los ríos que la atraviesan o sus caminos montañosos. Sam (Gilman) y Suzy (Hayward) se ven y se enamoran, pero no pueden estar juntos, pues viven en extremos opuestos del lugar. A través de una relación epistolar se conocen más. Se narran el uno al otro sus incomprendidas vidas en una sociedad de adultos sin encanto, y finalmente se aman al punto de querer escapar para estar juntos. Así parten a una aventura que lleva por delante la bandera del amor, exponiendo en su huida la moral de los personajes adultos que los rodean como secundarios.

La cinta, capitulada, inicia con una introducción al mundo donde ocurre este encuentro. "The Young Person’s Guide to the Orchestra" de Benjamin Britten nos guía al compás de una serie de movimientos de cámara muy exactos y limpios (de suaves y quirúrgicos dollys y travellings), a través de los simétricos pasillos y escondites de la casa de Suzy. Su familia se establece como una esfera sin escapatoria, en la que la hija mayor requiere binoculares para poder mirar hacia afuera. El paseo inicial por el hermético mundo dentro de la casa es un preámbulo de lo cerrada que es también la isla, especialmente cuando la azota un diluvio.

El siguiente capítulo corresponde al campamento de Sam, donde reina la precisión, el orden y la inteligencia scout. Este es también un espacio cerrado, donde Sam, para escapar, debe hacer un hoyo en su tienda de acampar, que representa el resquebrajamiento de la normalidad en el lugar.

Ambos niños huyen de sus hogares para emprender el camino hacia el amor. Ambos aventureros son incomprendidos, ambos problemáticos, ambos más serios que los mismos adultos que los rodean y que representan muchos de los desórdenes que nos regala el crecer: la falta de comunicación, el adulterio, la soledad, la frialdad, incluso hay un policía perdedor, personificado en un carácter de eterna melancolía y soledad por Bruce Willis.

Suzy nos recuerda a alguien, a la actriz francesa Anna Karina. Su rostro es inocente y ausente. Sus ojos nos introducen a ella como fosas profundas. Moonrise Kingdom resuena a Pierrot Le Fou (1965), con quien comparte no solo el año en el que está situada, sino la historia, los personajes desajustados, los colores cálidos y primarios, hasta el vestido rosa que usan Suzy y Marianne en la playa inhabitada en la que se resguardan. Alejándose del final trágico de la cinta de Jean-Luc Godard, Anderson y Coppola nos muestran el secreto de un amor tan grande que se desborda y afecta a todos los que se topan con este torbellino; bajo una textura tan detallada, tan cálida y hogareña y tan personal que hacen de este mundo algo particularmente nostálgico.

El hermetismo es un método en la película. Los mundos se cierran concéntricamente. Está desde la isla alienada de todo, hasta la pequeña caleta donde se resguarda la pareja del resto de la sociedad y que bautizan como “Moonrise Kingdom”. Este enajenamiento remite a los libros, que tan celosamente guarda Suzy en su maleta. Libros de viajes y de fantasía. Libros que forman parte importante de otras cintas de Anderson. Libros que representan que la necesidad de aislamiento en Moonrise Kingdom conduce a pequeños rincones donde escapamos de la realidad.

Mucho del artificioso y súperdecorado mundo de Anderson puede parecer inverosímil. Su obra está plagada de curiosos objetos. Las casas están llenas de cuadros; las valijas, de libros; el tren, de habitaciones. Cada elemento posee un significado. Por ejemplo, Suzy lleva consigo un equipaje sumamente impráctico para un escape a través de la naturaleza, lleno de elementos que aportan poco a su viaje pero mucho a su personaje: libros, comida para su gato, un tocadiscos y pilas. Esa maleta no son solo sus pertenencias, es el peso de la vida que lleva. Sus libros de fantasía, donde se esconde; las tijeras para zurdo, la hacen diferente. Ella carga con esa maleta y solamente ella la puede cargar. Es una forma en la que podemos entender su trasfondo, y lo asimilamos sin prejuicio pues ya hemos entrado en la convención de los seres excéntricos del mundo de Anderson. Sus personajes cargan su conflicto interno en las manos –está Margot y sus libretos en The Royal Tenenbaums, Steve Zissou y su tripulación en Life Aquatic, Francis, Peter y Jack con las maletas de su padre en The Darjeeling Limited.

La inocencia se respira a través de cada encuadre que presenta la película. No es naïve, ni descuidada, aunque sí alude a lo irresponsable pero sobre todo a lo romántico del primer amor, cómo nos hace capaces de enfrentarnos a lo sublime y nos hace reflexionar sobre nuestra condición como seres sensibles. La aventura que emprenden no solo tiene los obstáculos familiares y sociales, su amor imposible afecta incluso al medio ambiente, y el obstáculo del clima también se antepone al amor. Sam y Suzy están preparados para morir bajo la lluvia y truenos por su amor, como seres románticos del siglo XIX, aunque los espectadores sepamos que nada va a sucederles. Es un cuento para niños, así que prescindimos de las grandes tragedias, aunque para ellos la amenaza de la separación lo sea. En Moonrise Kingdom, una tormenta trastorna al pueblo de New Penzance. El vendaval destruye y renueva la isla de forma física, y la tormenta llamada Suzy y Sam la reforma desde dentro.

Moonrise Kingdom es la conjunción de todo el discurso de Anderson implementado de otra forma. En The Royal Tenenbaums vimos a dos niños enamorados que crecieron y muy tarde se declararon su amor. Antes de eso, en Rushmore, a un niño enamorado de alguien que no es de su edad, ni nacionalidad. Nos encontramos a un padre enamorado de la novia de su hijo (Life Aquatic), e hijos que no son correspondidos por los padres (The Darjeelin Limited). Wes Anderson nos habla de él mismo. Él es el padre ausente en búsqueda de un deseo (Steve Zissou), es el niño incomprendido con demasiados sueños para su pequeño pueblo (Max Fisher), es la casa donde vive una familia llena de excéntricos (los Tenenbaums) y, finalmente, es un pueblo arrasado por el amor, buscando alejarse de la adultez y de retomar aquella locura.