viernes, 26 de septiembre de 2014

CHIC HAUS, Edición 38 - Septiembre de 2014



























La jaula de oro, reseña EN FILME


Como película sobre la migración que es, La jaula de oro sigue la tradición de una road movie: durante un largo trayecto de avatares (duros, descarnados, incluso inhumanos), sus protagonistas padecen ganancias a costa de pérdidas irreparables, momentos de alegría enmarcados por la tristeza y cierta melancolía, y hay una transformación, también irreversible.

La historia se enfoca en tres peregrinos: los guatemaltecos mestizos, Juan (Brandon López) y Sara (Karen Martínez), y el indígena que no habla español, Chauk (Rodolfo Domínguez). Comparten la vulnerabilidad de tres preadolescentes con padres –o cuidadores– en sus pasados, carentes de la suficiente fuerza –medios, si se prefiere– para retenerlos en veredas salvas; comparten también la vulnerabilidad propia de la extranjería y la inocencia, y el anhelo de la tan soñada prosperidad en Estados Unidos, país magnético cuya bonanza les resulta incuestionable. Los primeros dos se topan con el tercero por azar, y rápidamente el trío adquiere su forma natural: Juan y Chauk son polos opuestos: el primero es egoísta, malencarado, desconfiado, odiante de los indígenas, el remedo de un cowboy sin vacas ni caballos; el segundo, más apegado a la naturaleza, abierto y paciente, sonríe a las inclemencias sabiendo que el tiempo le dará su lugar. Sara, el puente entre ambos, es, por su género, la presencia más frágil de la historia. Debe disfrazarse de hombre: cortarse el pelo, usar cachucha y embarrarse los senos al torso con vendajes, para tener posibilidades de sobrevivir al reto que ha elegido. Desde el planteamiento, queda claro el cambio que sufrirá esta geometría: Juan y Chauk no podrán ser enemigos para siempre. El camino les enseñará que la unión hace la supervivencia… más factible. Y para que esta unión se consume, deben desaparecer los puentes que los separan.


La cada vez más carnosa relación del cine mexicano con la migración está subyugada por la ardiente realidad sobre este fenómeno: la infranqueable desesperanza de miles de familias que ven en este viacrucis su única opción (a secas); las millonarias divisas que sostienen al país; los millones de pares de manos mal pagados que sostienen al otro país, a Estados Unidos; los abusos inhumanos de traficantes de personas y autoridades; los miles de desaparecidos y muertos –muchos de maneras violentas, siempre racistas–, víctimas de una guerra económica; también las dosis de amor en forma de ayuda que abunda en los trayectos; las ínfimas condiciones de trabajo de los indocumentados; la urgente y múltiples veces pospuesta Reforma Migratoria; la droga; las armas; el muro... Cuando se trata de mostrar las aristas de este tema a la cámara, el peso y la punzante inminencia de los hechos moldea sus confines –pero no siempre a través del documental.

Para su primer largometraje, el director Diego Quemada-Diez absorbió la tradición del realismo social trabajando con el maestro Ken Loach. En los personajes hay algo de Billy, protagonista de Kes (1969, año en el que nación Diego), un chavito problema, destinado a la inmundicia, hecho a un lado en su casa, que encuentra paz en su corazón a través de la disciplinada amistad que entabla con un cernícalo. En la historia de Quemada-Diez no brilla la esperanza salvo por la paz que encuentran los personajes a través de los vínculos entre ellos, quizá la única manera de mantenerse a flote cuando la lluvia a su alrededor solo cambia de paisaje. De Carla’s Song (1996, donde sí trabajó como operador de cámara) pudo haber aprendido la manera de mezclar las hebras de las vidas individuales con las situaciones políticas y sociales específicas, aunque en un tema como la migración, las llagas de la historia están a carne viva en sus víctimas.  Pero el principal aporte de Loach a La jaula de oro, es la manera en la que Quemada-Diez resuelve la encrucijada de la ficción y su deuda con la realidad.

El guión lo basó en el testimonio de 600 jóvenes. Y la filmación la realizó a manera de documental –según sus palabras–. Eligió a tres no actores cuyos perfiles e historias coincidían con los de los personajes, los colocó en locaciones –muchas– reales, y los sometió a contextos, a situaciones inesperadas para ellos, filmando –además, como lo haría Loach– en orden cronológico (algo poco común en la industria). Así obtuvo reacciones espontáneas –pero autoconscientes y ligeramente tensas por la presencia de la cámara, a veces torpes. Incluso hay un cameo al padre Solalinde (sacerdote católico dedicado a cuidar a los migrantes y a defender sus derechos) que aparece en su albergue, Hermanos en el Camino, donde ofrece techo, comida, comunión y oración: un trato humano que difícilmente volverán a encontrar. Es un oasis para esta procesión de almas en pena, que conforme descienden descubren peores versiones del mal hasta verle los ojos al mismísimo diablo.

Spoiler alert
Me ahorraré algunos detalles del final; no mencionaré la decisión que aporta realismo sobre el destino de uno de los personajes que Quemada-Diez tomó a partir de In This World (2002), de Michael Winterbottom, magnífica docuficción sobre el traslado de un par de jóvenes afganos de un campo de refugiados en Pakistán a Londres, y una de sus principales inspiraciones. Pero el momento de desenmascarar al verdadero némesis de esta historia se da con un par de claras pinceladas. Sin necesidad de explicaciones, ni diálogos, Quemada-Diez conjuga metáfora, realidad y crítica: su cowboy, Juan, ya en Estados Unidos, termina encerrado en una fábrica recogiendo sobras de vacas que alimentarán a una sociedad de obesos.

Fin del spoiler
La jaula de oro no solo muestra, también insinúa a los fantasmas a través de dolorosas evocaciones: el dolor y desasosiego de los padres y los amigos rezando a los exiliados desde casa, la gente que desaparece en el camino ¿para morir, ser descuartizada y vender sus órganos, ser violada, reclutada en el narcotráfico?, los gobiernos deshumanizados que avalan el sistema, el alma de los francotiradores de la frontera que diario se levantan para apuntar y matar seres humanos, los perezosos consumidores que no cuestionan la procedencia de su comodidad, y la destructiva e irresponsable indiferencia.

Oldboy: Días de venganza de Spike Lee, reseña EN FILME

Por Ricardo Pohlenz (@rpohlenz)


Oldboy es una película surcoreana dirigida por Chan-Wook Park que ganó el Gran Premio del Jurado en el Festival de Cannes de 2004. El presidente del jurado en aquella ocasión fue Quentin Tarantino, quien la elogió al punto de declarar que el mejor cine que se estaba haciendo en Corea del Sur. El argumento es una adaptación libérrima del manga creado por Nobuaki Minegishi y Garon Tsuchiya, y narra la reclusión de quince años padecida por un surcoreano común y corriente, su liberación y su venganza (que debe cumplir en cinco días). Park es un realizador de cuidado artesanal en melodramas de acción, dado a lo sensiblero, lo truculento y lo efectista. Su estilo cinematográfico es apabullante, tanto que seduce más allá de lo ridículo e inverosímil de sus historias. Es tal el impacto que ha tenido que diez años después fue hecho un remake hollywoodense dirigido por un realizador poco convencional, Spike Lee: activista, cineasta y negro que se ha dedicado tanto (o más) a la creación de su propio personaje que a sus películas.





El proyecto original de una versión gringa de Oldboy fue una pelota que picharon Steven Spielberg y Will Smith con guion de Mark Protosevich, que había escrito el guion de la versión con Will Smith de I Am Legend (Soy leyenda, 2007). De primera instancia, resulta más sencillo imaginarse cómo hubiera resultado esa película que la versión realizada por Spike Lee con Josh Brolin con el mismo guion. Spike Lee es un mamón y entre las declaraciones evasivas que ha hecho de su remake de Oldboy es que no es un remake sino un “reinterpretación”. Supongo que hubiera sido bueno tener en mente esta “perspectiva” del realizador, quien se he dedicado sobre todo a la producción televisiva en los últimos años. Pero están, según él, las “diferencias” que hay entre su filmografía y la de un realizador blanco. Las diferencias empiezan con su crédito de director, sus filmes no son filmes sino joints (que juega con el sentido literal de coyuntura y el sentido en argot callejero que alude a un porro de mariguana). Oldboy no es un joint, es un filme de Spike Lee; es lo primero que te dice, como si se lavara las manos, según él porque los productores le quitaron más de media hora a su corte original de 140 minutos. Los puristas no tienen nada que temer, el corte de Spike Lee podrá apreciarse en toda su extensión en bluray y dvd. La pregunta que me hago –sin embargo– es si valdrá la pena hacerlo; mucho me temo que los productores, más allá de las necesidades comerciales, le estaban haciendo un favor tratando de salvar una película que, de todos modos, fracasaría en taquilla.



No quiero detenerme en las diferencias (y omisiones) que hay entre la versión coreana y la versión gringa de Oldboy, las dos son culebrones tan hueros como apantalladores, muy al estilo de las películas de superhéroes que han plagado las pantallas durante los últimos quince años. Me aventuro incluso a proponerla como un antecedente más bien obvio de las películas del hombre murciélago dirigidas por Christopher Nolan, pienso en los retos formales y las limitaciones argumentales que enfrentó el realizador inglés en su adaptación de un personaje de comic sobrevaluado y las extensiones políticas que podía atribuirle, más allá de su obvio contenido propagandístico. 

El Oldboy de Spike Lee hubiera podido ser una revisión de los últimos veinte años del proceso histórico estadounidense. Es demasiado obvio –como casi todo lo demás– la alusión que hace con la habitación de hotel que sirve de celda a Josh Brolin con cualquier otra habitación con televisor en Nueva York (o para el caso, en el resto de la Unión Americana). Los gringos vivieron los grandes momentos de su historia reciente a través de la televisión. Josh Brolin es engañado a través de la televisión sobre su propia vida en un programa sobre los asesinos más buscados por la policía, acusado por los medios de haber matado a su exmujer. 

Encerrado, verá como la historia de su presunto crimen es recordada a través de los años mientras que su hija crece para convertirse en una chelista. En su encierro, después de haber sido parrandero, mujeriego y jugador, se entrena hasta convertirse en un superhéroe. Saldrá finalmente en búsqueda de sus captores, es entonces que Spike Lee hará alarde de una violencia tan meditada como pueril (una pelea coreografiada con número musical es capturada en una sola toma), obscena en su preciosismo (Samuel L. Jackson –que le hace de carcelero– viste camisa escarlata con corbata floreada del mismo color y chaleco negro, su cabeza está coronada con un corte mohawk rubio oxigenado) en la que un realizador venido a menos, negro entre los negros, trata de salvar un resto de dignidad en una película de encargo. Está la validación posmoderna del argumento, vendido en pantalla como una actualización de El Conde de Montecristo (folletín decimonónico de Alexandre Dumas) que justifica de la misma manera los manierismos exacerbados de los personajes como las trasgresiones sexuales que llevan a cabo. También está la denuncia de la manipulación mediática de los grupos blancos de poder: la gente se cree todo lo que ve en televisión.

CHIC HAUS, Edición 37 - Agosto de 2014