miércoles, 31 de julio de 2013

Harrison Ford y el cine en los ochenta


Aquí no encontrarán cifras de taquilla ni comparaciones con otros actores que acapararon las marquesinas durante los ochenta. La idea es abordar ese tiempo, del estreno de The Empire Strikes Back a Presumed Innocent, desde el punto de vista del riesgo y la versatilidad, ya que es precisamente en esos dos rubros en los que la carrera temprana de Harrison Ford brilla. Durante la cúspide de su fama y su capacidad para llenar butacas, Ford se dedicó a serle fiel a los directores que más le interesaban, a probar diversos géneros y a salirse de su zona de confort en al menos una de cada dos películas. En diez años y once producciones, protagonizó la mayor cinta de ciencia ficción de todos los tiempos (Blade Runner), la mejor secuela fantástica (The Empire Strikes Back), la más cojonuda (Indiana Jones and The Temple of Doom), uno de los grandes courtroom dramas (Presumed Innocent) y un par de experimentos que resultan solventes a pesar de lo mal que fueron recibidos al estrenarse (The Mosquito Coast y Frantic). En una década, Ford trabajó tres veces con Steven Spielberg, dos con la mejor versión de Peter Weir, una con Mike Nichols, otra con Ridley Scott y una más con Roman Polanski. De once películas no hay una sola que no valga la pena.
                INDIANA JONES Y STAR WARS
                No faltará quien diga que Ford en los ochenta es un preámbulo de lasecuelitis que hoy aqueja al cine comercial. En una sola década, su filmografía arroja cinco secuelas, casi la mitad de las cintas que filmó. Sin embargo, a diferencia de otras carreras actuales dedicadas a la secuelitis (ver: Jeremy Renner o Robert Downey Jr.), las segundas y terceras partes que aparecen en el currículum de Ford durante esa época hacen lo que toda gran secuela debería hacer: cambiar las reglas del juego, introducir al personaje dentro de dinámicas incómodas e, incluso, probar otros géneros. Démosle la vuelta al sobadísimo ejemplo de The Empire strikes back, una segunda parte de la que se ha hablado ad nauseam, y vayámonos a la que es, junto con Batman Returns, una de las segundas partes más menospreciadas del cine comercial. Collage de slapstick, acción orate y buenas porciones de gore, Indiana Jones and The Temple of Doom es un experimento único no solo en la carrera de Ford sino en la de Steven Spielberg, quien nunca se ha atrevido a volver a armar un coctel tan sui géneris. El tono de la película, esa mezcla entre lo grotesco, lo burdo y lo absurdo, queda claro desde el inicio, cuando un secuaz de Lao Che muere empalado por una brocheta:


                Pocos establecen tono desde el principio como Steven Spielberg. Ahí está ese frenético desembarque en Normandia. O en Jaws, cuando el tiburón viola/engulle a la pobre Chrissie. O ese primer arresto en Minority Report. Pero no hay una sola cinta de Spielberg que inicie mejor que Temple of Doom: una montaña rusa de veinte minutos exactos en la que, por cielo, río y tierra, el espectador viaja de un número musical dentro de un bar en China a un derruido pueblito en la India, desde donde arranca el grueso de la película. En el ínterin, Lao Che envenena a Indy, lo persigue por las escuetas calles de Shanghai, trama un plan para que su avión se estrelle en el Himalaya y, finalmente, el Dr. Jones, acompañado por Short Round y la cantante Willie Scott, sobrevive al arrojarse desde la aeronave en un bote inflable. A lo largo de la secuencia, Spielberg establece la personalidad de cada uno de los personajes: Willie preocupada por su uña rota, incapaz de sostener una pistola; Short Round gozando más que padeciendo el peligro. Además, la secuencia tiene el mejor chiste de toda la saga. Indiana Jones cree haber escapado de Lao Che. Desciende en el aeropuerto de Shanghai y sube al avión justo mientras Lao llega, flanqueado por sus guaruras. Y:


                Si bien no merece tanto aplauso, el resto de la cinta está lleno de momentos memorables. La secuencia de los  bichos repite y mejora el encuentro con las serpientes en Raiders. El sacrificio a Kali es aún más OTTque los nazis derretidos por los fantasmas del arca perdida. Mola Ram es un villano que bien podría sentarse en la mesa de los Leatherface sin oprobio. Y el final, en el que una montaña rusa literal culmina en un enfrentamiento sobre un puente de madera, es francamente disfrutable. Lo interesante, de nuevo, es el atrevimiento de Spielberg –y de Ford, por añadidura-, quien mantiene las mismas fichas, pero cambia el tablero, creando una secuela que le apuesta a una tesitura diferente.
                Lo mismo podría decirse de The Empire Strikes Back. No, desgraciadamente, de Return of the Jedi, que prefiguró los excesos infantiles de las precuelas de Lucas y que no tuvo empacho en hacer una copia calca del arco narrativo de la primera de la trilogía. Pero la trilogía original de Indiana Jones no repite tramas ni escatima a la hora de modificar la dinámica entre sus personajes. Aunque The Last Crusade vuelve a presentar a Sallah y a Marcus Brody, y el macguffin bíblico se asemeja al de Raiders of the Lost Ark, ahí acaban las similitudes. Mientras que la primera de la trilogía es una cinta de acción hecha y derecha, parábola del miedo a la bomba atómica durante la guerra fría, The Last Crusade es casi una comedia, cimentada en los polos opuestos, dignos de El Gordo y el Flaco, de Indiana Jones y su padre, interpretado por Sean Connery. Asustado por la reacción del público frente aTemple of Doom, cuyos momentos de gore le valieron el primer rating PG-13 de la historia, Spielberg le vierte leche al contenido incómodo y arma la más ligera de la trilogía: no tanto un acto de cobardía sino un experimento que comprueba que Indiana Jones, como personaje, puede situarse en diversos espectros de género y aun así cumplir con creces.
                BLADE RUNNER
                Lo mismo puede decirse de Ford. Como prueba basta Blade Runner. Una de dos incursiones en la ciencia ficción que le valdrían entrada a los anales de la historia, la cinta de Scott es una exploración de las capacidades del género y de su inherente ductilidad. Alien usa la ciencia ficción como pretexto para narrar una historia que es, a todas luces, el cuento de una casa embrujada, más cercano al horror que a la fantasía, mientras que Blade Runner es, al menos temáticamente, más afín al Western y al Noir que al Sci-Fi. Quizás no haya una película del género que sea así de impecable en tantas categorías: su mezcla de sonido, estética y música son un prodigio. Además de que invierte el papel con el que Ford llegó a la fama. La locuacidad confianzuda de Han Solo e Indiana Jones no están presentes en Deckard, un personaje que comprueba la polivalencia de Ford como actor, capaz de ser igualmente elocuente durante la pausa que durante el frenesí de las trilogías de Lucas y Spielberg.

  WEIR, NICHOLS Y POLANSKI
                Esta habilidad para interpretar a tipos carismáticos sin ir en busca de la aprobación de la audiencia, bien parecidos sin que su físico se adueñe del cuadro, queda de manifiesto en Witness, de Peter Weir, película que le valió su única nominación al Óscar.
                Temáticamente, Witness y The Mosquito Coast, la siguiente película que Ford filmó con Weir, tienen similitudes insoslayables. Ambas abordan modos de vida alternativos, alejados de la civilización: la primera en una idílica comunidad Amish en Pennsylvania y la segunda en una jungla centroamericana. En ambas, Weir utiliza a Ford como símbolo del all american guy para aterrizar su crítica a los valores occidentales (a su manera, las dos anticipan inquietudes que el realizador australiano llevaría a puerto en The Truman Show, su obra maestra). En Witness, la comunidad Amish representa la antítesis del ethos de John Book (Ford): la violencia del bajo mundo de Filadelfia, la traición entre agentes de la misma fuerza policiaca, la competencia entre ellos mismos (al principio de la cinta aprendemos que, con unas chelas encima, Book se jacta de ser mejor que todos). En comparación con las dos últimas, casi poéticas, muertes al final de Witness –que ocurren adentro de la comunidad-, la primera, en una estación de tren, es brusca, sangrienta y torpe, como si tanto el ritmo de la vida y la muerte cambiara radicalmente en la campo y la ciudad. Además, es significativo que los Amish no participen en ninguno de los asesinatos. Al final, Book se sacrifica para salvar a la comunidad. Es él quien, como el inverso del Tarzan de Burroughs, regresa a la ciudad para mantener la pureza de la vida campirana. Su salida, en la que se cruza con el hombre con el que Rachel probablemente contraerá matrimonio, le devuelve el orden a ese microuniverso. Ford, la quintaescencia del estadunidense promedio, es el héroe de la historia, pero también el villano. Si Weir estuviera de su lado, Rachel y su hijo acabarían mudándose a Filadelfia.
                The Mosquito Coast gravita en torno a Allie Fox (Ford), un inventor frustrado, quien se muda con toda su familia a una jungla para levantar una suerte de Shangri La que tiene como centro, como tótem, a un milagroso refrigerador. De nueva cuenta, el personaje de Ford es héroe y villano, primero salvando al paupérrimo pueblo de Jerónimo y después, en un intento por acabar con tres hombres armados que han decidido hospedarse en su casa, arruinando todo lo que durante meses construyó. De nuevo: los que irrumpen en la tranquilidad casi idílica de la comunidad son hombres con armas; es difícil encontrar un solo emplazamiento en el que no aparezcan junto a sus metralletas.
                Como la burbuja de Truman, el sueño de Allie es una utopía Weiriana destinada al fracaso, quizás porque ambas son inorgánicas, hechizas y repentinas. Solo la comunidad Amish, noble y trabajadora, resiste el roce con la modernidad. Es curioso, además, que The Mosquito Coast abra con un encuadre que es casi idéntico al final de Witness: sobre un verde plantío. Las dos son visiones personales sobre dos paraísos muy distintos.
                Más allá de sus similitudes, es interesante ver The Mosquito Coastpara escuchar a la quintaescencia del estrellato gringo exclamar diálogos dignos de Fight Club de Palahniuk:
                “We eat when we're not hungry, drink when we're not thirsty. We buy what we don't need and throw away everything that's useful. Why sell a man what he wants? Sell him what he doesn't need. Pretend he's got eight legs and two stomachs and money to burn. It's wrong. Wrong, wrong, wrong.”
El ser humano que se asoma detrás del intérprete de Allie Fox parece ser el que más se asemeja al propio Ford: huraño en entrevistas, hosco con la prensa, el actor vive en un rancho de Wyoming, alejado de la civilización y las luces de los paparazzi.    
                La afinidad de Ford con el actor protagónico promedio de antaño y con comedias como His Girl FridayPhiladelphia Story y hasta las cintas de Billy Wilder, queda en evidencia en Working Girl, de Mike Nichols, documento ochentero por antonomasia, en la que una pobre chica de Staten Island (Melanie Griffith), acostumbrada a que menosprecien su inteligencia en aras de su físico, decide aprovechar la ausencia de su despiadada jefa (Sigourney Weaver) para abrirse paso en el mundo de los negocios de Manhattan. La historia es una Cenicienta versión Lehman Brothers, negativo de Wall Streetde Oliver Stone, con todo y príncipe azul, interpretado por Ford, en la primera comedia romántica de su carrera.
Working Girl abre donde Frantic se queda: en la estatua de la libertad. Mientras que el thriller de Polanski utiliza diversas copias de la estatua para cargar simbólicamente a una narrativa que aborda la libertad y las costumbre estadunidenses vis a vis las europeas, la cinta de Nichols empieza con untravelling around a la verdadera efigie, que ocupa toda la pantalla, como prueba de la grandeza gringa, de las posibilidades económicas de la era de Reagan y del sueño americano a través del tamiz neoyorquino. Working Girlanaliza el reverso de un símbolo antes explorado en The Mosquito Coast, pero también en Frantic, y su desenlace brutalmente pesimista, en el que vemos el precio de la libertad gringa: los estadunidenses sobreviven, sin un rasguño encima, y la extranjera, que ni la teme ni la debe, acaba baleada a la sombra de la estatua.
PRESUMED INNOCENT Y LOS NOVENTA
La crítica a la sociedad estadunidense continuaría en Presumed Innocent, uncourtroom drama con un extraordinario giro de tuerca final, que abre y cierra con un monólogo de Rusty Sabich (Ford), en el que examina y critica al sistema jurídico norteamericano. Dirigida por Alan J. Pakula (All the president´s men), Presumed Innocent cuenta con la mejor actuación de Ford en toda su carrera, junto con la que daría tres años después en The Fugitive, de Andrew Davis, quizás la película de acción seminal de los noventa.
Con los años, Ford decidió aferrarse a su estatus como luminaria en vez de ocupar el asiento del copiloto, envejecer como character actor, y probar diversos géneros o, bien, trabajar con directores interesantes. El resultado es una carrera que en veinte años no ha arrojado una sola cinta interesante. Quizás no importa. Después de todo, ¿qué más se le puede pedir a un actor que protagonizó al menos cinco obras maestras en una sola década?

Holy Motors Reseña EN FILME





Por Sofía Ochoa (@SofOchoa)

Muchos citadinos modernos hemos llegado al siglo XXI como vagabundos. La falta de dirección es nuestra condena en el mundo de las comodidades. Perdimos a Dios, nuestro guía, y quedamos solos frente a la computadora. Nos levantamos diariamente y seguimos el guión de la rutina sin poder contestar con absoluta certeza hacia dónde nos dirigimos; quiénes somos, o cuál es el motor que nos permite seguir avanzando hasta la muerte. Divagamos, dispersos, ‘navegamos’, decimos, entre un sinfín de clics, de deseos y caprichos, de posibilidades (falsas, la mayoría de las veces) de identidad, y nos amarramos a ellas con la soga del momento que, creemos, es lo único que nos queda, aunque sepamos, sintamos, que en nuestra columna vertebral, ¿nuestra alma?, yace la verdad que eventualmente acabará por dominarnos.

Holy Motors, dice su director Leos Carax, es una película sobre estar vivo en la era del internet. Es una frase demasiado corta para definir un filme que el año pasado le devolvió la posibilidad del futuro al cine. Deja de lado esa extensa e intensa carta de amor que el director le ha escrito al séptimo arte en el propio lenguaje del querer cinematográfico –no el francés, sino el constituido por un fresco desfile de referencias visuales y sonoras usadas no con el descaro del erudito pomposo, sino con la pasión y la asunción de quien vive, respira y sueña en el mundo del cine. Por ejemplo, están, al inicio, los estudios del movimiento de Étienne-Jules Marey entrelazados con los créditos iniciales que preparan campo para la introducción. Una audiencia mira en la pantalla de cine un tren pasar, que ya no es capaz de impactar a estos voyeurs modernos como en sus inicios a manos de los Lumière

El mismo tímido Carax que pocas veces da entrevistas en la vida real, en una terrible y tiesa actuación, despierta empijamado, y, usando su dedo como llave, traspasa una pared con tapiz de bosque para llegar a esta misma sala de cine a oscuras. El público sigue estático frente a la pantalla, se escucha el mismo tren que a nadie impresiona. Como en la manda renacentista que llamaba a la reinvención de uno mismo, el cine debe reinventarse para atraer al público. El mundo ha dejado de ser un escenario para convertirse en un set de filmación. Para cerrar la secuencia, en una ventana redonda aparece una niña, la hija de Carax y Yekaterina Golubeva (Q.E.P.D., Pola X, 1999), posando la mano sobre el vidrio como el niño de Persona (1966), sobre la pantalla.

Y entonces quedamos frente a un padre de familia, que camina por la mañana alejándose decidido, como quien lleva el negocio de su vida en el portafolios, de una casa de ostentosa sencillez (que parece salida de Mon oncle, 1958, de Jacques Tati). Líneas rectas, colores neutros y cristales, anuncian riqueza, respetabilidad. El hombre de baja estatura, rostro de gesto agresivo y cuerpo decidido es Oscar, actuado por el alter ego de Carax,Denis Lavant. El trajeado deja a su feliz familia –mujer e hija– atrás para introducirse a una limosina conducida por una bellísima y elegantísima septuagenaria, Céline, interpretada por Édith Scob. Rápidamente se nos plantea la inverosímil situación. Este hombre tiene nueve citas durante el día, debe cumplirlas. La chofer lo conducirá de una a otra dentro del hermético carruaje. 

Primera misión: convertirse en una anciana mendiga que, en voz en off y en un idioma de Europa del Este, se compadece de sí misma. ¿La escuchamos a ella o se trata de un guión escrito con culpa occidental? Porque al verla podemos sentir una lastimosa empatía. Ya hemos observado gente así de encorvada, de sobreencubierta, descalza, pidiendo dinero, en la calle; al escucharla podemos creer que lo que dice lo hemos ya pensado, sentido, pero al regresar al auto con las ventanas levantadas que nos aíslan del exterior, la olvidamos y pasamos a lo siguiente. Lo siguiente, en este caso, es un estudio de motion capture. Nuestro hombre, con un traje negro ceñido, lleno de sensores fluorescentes, comienza un despliegue del dominio de su cuerpo. Vemos la permanencia de las lecciones circenses aprendidas durante la juventud de Lavant, olvidamos sus cinco décadas. El episodio culmina con una escena erótica en la que su cuerpo y el de otra mujer hiperflexible son transformados en reptiles entrelazados, en una computadora.

Entre cita y cita, la limosina se convierte en camerino. Y Oscar, en maquillista y peinador, además de actor, claro, que estudia sus papeles unos minutos antes de salir del auto a desempeñar su arte. Cambia de personaje con una facilidad congelante, apenas humana. Como si solo eligiera el avatar de ocasión. Y no importa si recoge a su hija adolescente de una fiesta en la que estuvo encerrada en el baño para llevarla ¿a casa de su madre? después de confrontarla con sus incipientes inseguridades, o si acaba de matar a su doble en una intrincada escena de acción en la que él podría no ser él mismo, Oscar vuelve a entrar a la limosina impávido, acaso aturdido por el exceso de trabajo. No es para menos, cada una de esta serie de reinvenciones está marcada por el fracaso (hay que fracasar y luego fracasar mejor, diría Beckett). 

Apenas hay tiempo para reflexionar. Mucho menos para resolver o mirar atrás. El espectáculo debe continuar. Hasta que una especie de jefe lo cuestiona sobre su trabajo. Oscar menciona las cámaras minúsculas, invisibles (el enfado del Carax contra el digital, formato que usa por primera vez en un largometraje, se cuela). ‘Te ves cansado’ (es evidente), le dice el corpulento hombre, ‘¿por qué sigues?’. ‘Por la belleza del gesto’, contesta Oscar. Es la respuesta de un artista que ha encontrado fulgurantes luces en el olvido. Y que las pone a disposición de sus espectadores. En la era de la incertidumbre, acaso los mismos cuestionamientos cotidianos, aparentemente intrascendentes, volátiles, tengan peso y sentido cuando son formulados con el talento, la bravura, el arrojo, el dominio y la libertad creativa de Carax.

El rodaje continúa. Hay alusiones a GodardCocteau, DemyBuñuelEyes Without a Face (1960), Cars (2006), incluso al propio Carax. Aparece Merde, personaje que creó junto con Lavant (al que le inventaron un idioma) para unmediometraje incluido en Tokyo! (2008). Con su ojo blanco, cabellos rojos, uñas de reptil, se trata de un misántropo excluido en las alcantarillas, que se alimenta de flores y que, paseándose por un cementerio en el que las tumbas tienen las direcciones web de los muertos grabadas en las lápidas, encuentra a una modelo (Eva Mendes) en un photoshoot, la rapta, la adopta casi como madre, le cubre el escote, la cara, y la lleva a las hediondas entrañas de la ciudad (ella nunca pone resistencia, quizá reconozca su propia alienación –producto de una belleza que, al igual que la excesiva fealdad, se convierte en espectáculo– en el rostro de la repugnante gárgola), para cerrar el episodio en un claroscuro tan dramático como el de un Caravaggio.

En otra misión, hay un casi instantáneo asesinato en una cafetería, en el que nadie nos importa, pues remite a una película de acción de muertes intrascendentes. Es el reverso de la breve adaptación de un extracto Portrait of a Lady de Henry James en la que Oscar, como anciano, muere en su cama al lado de una joven y le dice entre murmullos que la muerte hace sentir más vivos a los que se quedan. Pero la sobriedad termina junto con la escena, cuando el personaje de Lavant fallece, y los dos actores trivializan con pormenores irrelevantes sobre sus profesiones un momento perdido en el pasado del siglo XIX. Aún así, más tarde, a pesar de un cinismo aprehendido, involuntario, corrobora la potencia de la sentencia de James sobre la muerte.
 
SPOILER ALERT
La muerte es lo que nos hace sentirnos vivos. Quizá. Pero no cualquier muerte. La mayoría de ellas (tres de las cuatro en el filme) se sienten como meros ademanes. El vértigo del presente borra su permanente ausencia. Salvo en el episodio en el que Carax se empeña en mostrar la porosidad de la división entre la realidad y la ficción, pintando como un accidente el encuentro entre Oscar y un amor del pasado, interpretado por Kylie Minogue. Los intérpretes han acudido a la cita sin la indumentaria perfecta. La agenda se ha disfrazado de casualidad. Tienen veinte minutos para llegar a su siguiente reunión y recuperar veinte años de separación. 


Lo hacen como Carax dice que quisiera hacer una siguiente película, como un musical, con un tema cantado por Kylie y cocompuesto por Carax: ‘¿quiénes éramos cuando éramos los que éramos, entonces?’, se pregunta ella, nostálgica. Aunque el pasado es apenas una insinuación: ‘alguna vez tuvimos una hija / la cuidamos / y luego ella…’. La música arrobadora, las frases sentenciosas –‘el amor se convierte en monstruos’, ‘no hay nuevos inicios’–, contrastan con el sangriento final, el que Oscar prefiere no mirar y del que sale corriendo. ¿Para qué?, para llegar a su refugio rodante y alquilado, donde tiene que forzar un chiste con Céline, para no dejar pasar el día sin reír. La carcajada es otro aviso del desgaste. Pero la jornada continúa.

Vuelve a casa (otra casa, no la del inicio) a cumplir otra misión al lado de su esposa, una chimpancé (reminiscencias de Nagisa Oshima en Max Mon Amour, 1986), y, Carax, que usa la música con soltura, pone al fondo “Revivre” de Manset, revelándonos la paradoja que rige nuestros días: vivimos frustrados, sintiendo que no terminamos el libro del día, nos reinventamos y aún así queremos revivir, es decir, volver a vivir las mismas cosas. Somos esclavos del círculo que nos lleva de la reinvención a la repetición, y que no siempre nos deja sentirnos parte de la vida, sino como sombras proyectadas en una pantalla a la que cada vez le quedan menos espectadores.
Junio 13, 2013.

Only God Forgives el Soundtrack




Sobra mencionar la polémica y opiniones encontradas que rodean a Only God Forgives (2013), la más reciente cinta del aclamado, pero no menos criticado director Nicholas Winding Refn (Dinamarca, 29 de septiembre, 1970), protagonizada por Ryan Gosling, Kristin Scott Thomas y Vithaya Pansringarm. El thriller, situado en Bangkok, Tailandia, ha resultado particularmente controversial; algunos lo describen como un inquietante acercamiento a la violencia (incluso a la misoginia) aún más descarnado que el de su predecesoraDrive (2011), otros lo tachan de aburrido y repetitivo, mientras que algunos lo consideran estéticamente perfecto. La extraña pesadilla llena de venganza y luces neón conlleva múltiples dualidades: una innegable curiosidad entre el público que no la ha visto y reacciones viscerales en el que ya la vio. Tanto los abucheos como las  ovaciones de pie que la película del danés ha recibido, reiteran la naturaleza conflictiva de sus obras y un deseo exacerbado por hacerle la competencia a su compatriota Lars von Trier como el niño terrible del cine europeo.

Winding Refn, como su ahora actor fetiche, Ryan Gosling, es un ávido entusiasta de la música electrónica y un gran maestro en el uso del sonido. Después del éxito de la musicalización de Drive, no extraña que una vez más se reuniera con Cliff Martínez para entregar una banda sonora igual de envolvente e irresistible que la anterior, llena de altibajos emocionales, aunque con una atmósfera notablemente más siniestra y oscura, que a momentos recuerda los paisajes sonoros presentes en cualquier historia de David Lynch, pero que también rompe la tensión y emerge con un carácter feroz y lleno de ira, evocando las influencias asiáticas del contexto de la cinta con  melodías que exploran un romanticismo sombrío. El soundtrack de Only God Forgives es un conjunto bien logrado de emociones perturbadoras, intrigantes y alucinantes, afines a las temáticas de venganza, violencia y amor retorcido del filme. Como otros trabajos de Martinez, el score mantiene una cualidad sintética e inclusive industrial, que bien podría ser parte de una película de ciencia ficción, aunque escucharlo represente adentrarse en una tragedia perversa, en un duelo sangriento en búsqueda de venganza.

Spielberg en siete películas: Jaws

Por Daniel Krauze
Julio 31, 2013 | Tags:
Inicialmente, la carrera de Steven Spielberg fue un intento por explorar el poder escapista del medio, con cintas como la trilogía de Indiana JonesE.T. yClose Encounters of the Third Kind. Esta primera etapa culmina con Hook yJurassic Park: la del niño detrás de cámaras, azorado frente a las posibilidades del celuloide. La segunda etapa comienza a configurarse desde adentro de la primera y es, evidentemente, una búsqueda de legitimación. Aquí, Spielberg adopta el papel de intérprete oficial de la historia. The Color PurpleSchindler’s ListAmistadSaving Private RyanMunich y, finalmente, Lincoln, a grandes rasgos pertenecen a esta segunda etapa. La tercera, que zigzaguea junto a la segunda, está compuesta por cintas comerciales que subvierten la inocencia que caracterizó a sus pininos cinematográficos. La mirada benevolente a la infancia de E.T. termina echa trizas en A.I. El suspenso light de Jurassic Parkse vuelve encarnizado y desgarrador en War of the Worlds, otra cinta sobre criaturas gigantes al acecho de seres humanos (la violencia de War of the Worlds se infería desde The Lost World, en la que un tiranosaurio destroza una ciudad). La carrera de Spielberg está construida con retrovisor, sobre los escombros –o pilares– de sus propias películas, siempre sometida a una especie de repetición, o bien, de divergencia como muda de piel autoimpuesta. Por lo tanto, es difícil encontrar a un Spielberg que no esté adulterado, o por lo menos influido, por el propio Spielberg.
            Para entender esta transición, basta echarle un ojo al magnífico videoensayo The Spielberg Face:
           
En su justo y exhaustivo ensayo sobre Jaws, Antonia Quirke arguye que es esta cinta, sobre un sheriff perdido en una isla alrededor de la cual ronda un tiburón comehombres, la culminación de la etapa primigenia de Spielberg: lo último que queda de ese director socarrón, irónico y aventado, sin miras al pretérito ni al futuro. Describir a Jaws como una película de suspenso es limitarla; es no querer ver la fluidez de su narrativa, la riqueza de sus encuadres, la constancia de sus rimas visuales y la capacidad manipuladora de su joven director. Uno puede tomar cualquier secuencia, desmenuzarla, y encontrar un ensamblaje impecable, preciso, con recursos que son casi impropios de un realizador que contaba con solo 27 años de edad. Vean el ataque a Alex Kintner. Noten cómo Spielberg abre la secuencia con él, pidiéndonos atención, para después confundirnos, marearnos, yendo de Brody a lo que el sheriff ve, a través de cinco cortes por ocultamiento.
            Mientras tanto, siempre económico, Spielberg dibuja a los habitantes de Amity. Entra Bad Hat Harry, quien nos avisa que el sheriff le tiene miedo al agua. Entra esa detestable y omnipresente señora de Las Lomas versión Nueva Inglaterra, quien le recuerda a Ellen Brody que no es una isleña, ni lo será nunca. Entra el impertinente esposo de la detestable señora, quien nos da a entender el “calibre” de problemas que suele haber en Amity. Y, finalmente, conocemos un poco más a la esposa del sheriff, quien intenta relajar a su marido mientras este observa lo que ocurre en la playa.
            La escena también finca la rima cromática de Jaws: el amarillo como símbolo de Amity –de su gente y clima soleado– amenazado por su antítesis: el gris oscuro, opaco, del “escualo miserable”.
            Viene una llamada de atención: el joven que jugaba con su perro ya no lo encuentra. La cámara se detiene en un palo de madera, que el animal correteaba, flotando en el mar. Malas noticias.
            Como indica el ensayo de Quirke, el primer –y famosísimo– ataque a Chrissie nos ha predispuesto. Sabemos, pues, que el tiburón viene acompañado del “duuuurum duuuurum” de John Williams. Esta vez, Spielberg nos da unas notas, bajo el agua, como segunda señal de peligro. Después, la música prácticamente cesa. El niño que flotaba en la balsa amarilla sale expulsado del agua. Spielberg corta. Vuelve a la playa. Y el joven director recuerda a Vértigo de Hitchcock. La cámara va para atrás, el zoom hacia adelante, y los ojos de Brody se abren mientras observan lo indescriptible. Williams acentúa con cuerdas disonantes. Al mar de nuevo: el tiburón despedaza al niño (¿alguien esperaba ver tanta sangre en el agua?). Los bañistas corren hacia la arena. Finalmente, la toma se centra en la madre de Alex, quien espera que su hijo vuelva a ella. Lo único que regresa es esa balsa amarilla –el símbolo de Amity en el agua– hecha confeti, perseguida por una estela de sangre.
           
La secuencia anterior prueba la habilidad de Spielberg como director de suspenso. Y prueba, además, su capacidad para que el estilo (la forma) realce a la narrativa (el fondo). Lo notable de Jaws es su versatilidad. Después del ataque a Alex, la cinta brilla en secuencias domésticas, que nada tienen que ver con el horror que vimos en la playa. No se puede ver en YouTube, pero hay pocas escenas más conmovedoras que aquella donde el hijo menor de Brody imita sus gestos a la mesa.



            Sutil en la intimidad, despiadado en el océano, Spielberg le atina a todos los registros. Cuando Jaws deja de ser una cinta de horror convencional/collage del suburbio americano para convertirse en una travesía de acción hecha y derecha, el director vuelve a darle en el blanco, creando momentos inolvidables en la proa del Orca y en los camarotes, donde se lleva a cabo el memorable monólogo de Quint sobre el U.S.S. Indianápolis.
            La efectividad de Jaws queda patente en el propio monstruo. Cuando Spielberg decide mostrar al tiburón, el hule del rudimentario bicho ni siquiera se registra. La amenaza que representa ha quedado tan bien establecida que el suspension of disbelief es de tal magnitud que perdemos la capacidad para disociar lo real de lo plástico. En el inconsciente, vaya, el tiburón de Jaws es más real que los dinosaurios computarizados e hiperreales de Jurassic Park.
            El primer gran éxito de Spielberg comprueba la habilidad, casi innata, del director. Ya el espectador juzgará si, en las cuatro décadas siguientes, hizo lo mejor que pudo hacer con su talento. Por lo pronto, Jaws siempre estará ahí, como prueba de que talento hay. Y de sobra.