sábado, 11 de enero de 2014

Gloria de Sebastián Lelio.



















Qué emocionante y apasionante debe ser estar en la piel de la Gloria que la actriz, Paulina García, y el director, Sebastián Lelio, confeccionaron para este filme homónimo de su protagonista. Simpática, inocente, crédula, seductora, guapa, hedonista, responsable, soñadora, temerosa, amorosa, dura, inteligente; es un crisol de complejas y contradictorias emociones y atributos… como las personas más interesantes. Gloria es capaz de atrapar la mirada con un gesto, y de llevar toda la película sobre sus espaldas (no está fuera de una sola escena), permitiendo que la analicemos a detalle, que nos acerquemos a los recovecos de su rostro, que nos acostumbremos a la mueca en los labios que parecen estar a punto de asaltar a quien se le ponga enfrente con un beso, que adivinemos cuándo hará un cambio de anteojos, que cantemos con ella canciones románticas en el auto, que la contemplemos desnuda, que bailemos y riamos como sus cómplices; la cercanía es tal, que imaginamos su olor cuando se arregla para ir a una disco o cuando ha estado deprimida en la cama.

Tiene 58 años. Es divorciada y tiene dos hijos. Vive sola. También sale sola a divertirse. A bailar, por ejemplo. No tiene tapujos para abordar a viejos conocidos que solo la reconocen después de estudiar su rostro. Ni para coquetear con la mirada en la pista de baile, desde la lejanía, con Rodolfo (Sergio Hernández), un hombre de 65 años,  quien entendiblemente la encuentra irresistible. Debe ser una especie de precursora en su generación en la libertad que posee, en la manera en que se entrega a la vida, a sus dudas y a sus deseos –pese a saber que el ocaso está muy cerca– y en su capacidad de enamorarse –pese a que carga con los cadáveres del fracaso amoroso–. Es un ave rara que seduce a Rodolfo por esa preciada chispa de juventud que guarda en su interior.

El devaneo entre Gloria y Rodolfo conduce la trama. Son dos personalidades cuya oposición permite hacer un comentario sobre la situación política actual y su relación con la historia chilena, una sombra que se extiende en todo el cine de ese país que ha alcanzado lindes internacionales. No es de extrañar que uno de los expertos en retratar las causas y consecuencias del calvario Pinochet en pantalla grande, con una trilogía de la dictadura en su filmografía, el directorPablo Larraín (Tony ManeroPost MortemNo), sea productor de esta cinta. Aunque el amor –se cree– es un tema de carácter universal, aquí es tratado con realismo, como producto de un tiempo, un espacio y una historia específicos. 

Los maniqueísmos de Lelio, producto de este bagaje sociopolítico, no tardan en hacerse cada vez más fehacientes. Incluso a pesar del grado de complejidad y coherencia que alcanzó junto con el trabajo previo a la filmación al lado de la actriz salida del teatro y la televisión, García, en un método a la Cassavetes (a quien rinden homenaje con el nombre del filme) para el desarrollo de su personaje principal y que les dio el Oso de Plata a Mejor Actriz en el Festival de Berlín. Crearon una especie de alma que durante el rodaje se manifestaba a través de la improvisación, alcanzando un grado de entendimiento de lo femenino –entre otras cosas– más similar al de directoras (Claire Denis, Lucrecia Martel, Jane Campion) que al de sus contrapartes masculinas (Pedro Almodóvar, el mismo Cassavetes). Lelio coloca en la cima de lo correcto lo dionisiaco y la libertad, la confianza en uno mismo, la seguridad, la plenitud. Gloria es libre y –más importante, en el sentido social y político– liberal,  participa en los cacerolazos del 2011 para apoyar a los estudiantes, sabe buscar su propia felicidad y recuperarse de los fracasos con maleabilidad. En el otro extremo de la escala de valores de Lelio está la dictadura y el castigo por haberla solapado. El castigo es una condena a la frustración, a la cobardía, a la infelicidad, a la esclavitud. En una cena familiar durante el cumpleaños de uno de los dos hijos de Gloria, a la que también asiste Rodolfo, queda claro de qué lado de la balanza está cada uno. Ella ha educado a sus dos hijos para ser independientes, sin ningún tipo de atadura –ni sociales (su hijo es padre soltero), ni geográficas (su hija se irá a vivir a Europa con el padre del niño que lleva en el vientre)–. Rodolfo (que durante esta reunión cuenta haber pertenecido a la marina, aunque cuando le piden aclarar si fue militar, lo niega a pesar de la obviedad), que envidia la confianza y la franqueza que se vive en ese ambiente, tiene dos hijas que rondan los treinta y que están condenadas a la dependencia económica y espiritual, al estancamiento que se manifiesta metafóricamente en su obesidad. Las cadenas que subyugan al patriarca y a sus tres mujeres (su exesposa, de la que dice llevar un año separado, incluida) cobran forma en un celular que no deja de sonar para exigirle al hombre, en forma de reclamos berrinchudos, lo que sea; prácticamente, que no sea feliz. El otro castigo que Lelio impone a Rodolfo es la incomprensión y la superficialidad del personaje.

Spoiler Alert
Los símbolos son fundamentales para Lelio. Aparecen, por ejemplo, un gato feo, pelón, chismoso, que se cuela al departamento de Gloria y que ella no soporta hasta que cae y acepta identificarse con el espantoso animal. Pero pronto viene un revés que le aclara la posición de los símbolos en el mapa de acuerdo a su propia capacidad de redención, y durante una epifanía, se convierte en un pavorreal albino, una excentricidad. La flexibilidad y obviedad de los significados resulta cómica, que es el tono de todo el filme. En un momento definitorio para la trama, Gloria hunde el celular de Rodolfo en agua. A pesar de intentarlo, él no entiende el chiste. Le han mancillado su instrumento de guerra, su hombría. Y entonces viene la debacle, que lleva a la protagonista a una caída de drogas, alcohol y sexo casual, muy poco gloriosa. Como si el tiempo no pesara más que para las arrugas (no ha hecho demasiados estragos en su salud, en su capacidad de aguantar), se levanta con cierta facilidad para ejecutar una venganza al estilo Hollywood: estratégica, emocionante y divertida. Pero la verdadera vendetta viene después, cuando ella demuestra que puede estar en plenitud sin él ni nadie. Gloria, el personaje, triunfa, por sus alcances laberínticos y veraces, y por una cuestión de forma, por ser una comedia que debe cerrar en el éxtasis de la fiesta y no en la cruda posterior. Gloria, la película, arrastra el esquema vertical de la dictadura que tanto aborrece. Rodolfo, el bufón, que en la comedia clásica era un rey invertido puesto ahí para revelar los defectos que los de arriba no podían ver en sí mismos, acaba como payaso ramplón, se queda corto frente a la enormidad de la protagonista. En su laconismo, limita también la profundidad del análisis del pasado de Chile. Pero qué tanto puede importar, cuando “Gloria” está sonando en la pista y Gloria está entregada al baile con toda su sensualidad, con cálida inocencia, corazón abierto, quemándote con su fuego, fundiéndote en la nieve, congelándote el pecho, la esperas, Glo-ri-a….

Del tal padre, tal hijo...


Like Father, Like Son
Publicado el 10 - Ene - 2014 por Verónica Sánchez Marín






















(Por Verónica Sánchez @SofiaSanmarin)

Hirokazu Kore-eda centra en Like Father Like Son su habitual mirada a la niñez nipona y los vínculos familiares. En Nobody Knows (2004), su octava película, narra cómo cuatro niños intentan sobrevivir ante el abandono de su madre; cómo el mayor queda a cargo de sus hermanastros (tres, y de padres distintos) en un departamento pequeño sin gas, sin agua y con el alquiler pendiente de pago. En I Wish (2011), filme previo a Like Father… su visión es un tanto más esperanzadora a pesar de que los dos niños protagonistas han sido separados para irse a vivir, cada uno, a una ciudad diferente, uno con el padre y el otro con la madre. Las dos películas retratan distintos temas concernientes a la familia o más bien distintos aspectos derivados de las relaciones consanguíneas. Esta vez, el sesgo familiar que plantea en Like Father Like Son, la culpa que genera una realidad dislocada en la médula de la infancia no proviene de la disfuncionalidad interna de las relaciones, sino desde el exterior, desde un destino signado por el azar, una vendetta personal y macabra cobrada sobre un grupo de desconocidos. Pero es gracias a este hado que la falta infringida gratuitamente a los padres, les transforma las concepciones sobre su paternidad.

En esta cinta, Kore-eda enfoca su atención sobre los adultos para dilucidar el porvenir de los niños. Dos familias del Japón contemporáneo, los Nonomiya y los Saiki –la primera, de clase media alta, citadina; la otra de clase media baja, provinciana– reciben la noticia de que sus hijos, actualmente de seis años, fueron intercambiados en el hospital donde nacieron de manera que cada uno ha crecido con la que no es su familia biológica. Esta premisa brutal se antojaría material para un melodrama, pero en manos de Kore-eda se transforma en un historia sutil en la que los personajes sufren transformaciones profundas; y el director lo hace controlando con mano maestra el uso dramático del espacio cerrado, aniquilando cualquier rastro de sentimentalismo fácil y respetando el punto de vista de sus protagonistas, en un Japón cuyas altas expectativas de progreso –por ejemplo la búsqueda de la perfección en el sistema familiar–, no terminan de cuadrar en el mundo actual.

El realizador mantiene la atención en Ryota Nonomiya (Masaharu Fukuyama), el protagonista, que se debate ante la antigua creencia japonesa de la descendencia como único lazo entre un padre y un hijo, un legado inculcado por su propio progenitor, como se nos devela a lo largo de la cinta: la tradición cultural y familiar le fue transmitida a partir del trauma y los miedos.

Al centrar la historia en Ryota, Kore-eda, nos detiene en los sucesos desde la visión de un patriarca en el sentido más estricto. Su endurecimiento es atenuado por la candidez y el estado puro de desconcierto de los niños, expectantes por lo que el mundo de los adultos hace y hará con ellos. Ryota es un arquitecto exitoso y vive de manera estable junto a su esposa, Midori, (Machiko Ono), y su pequeño hijo, Keita (Keita Ninomiya), en un lujoso –aunque compacto– departamento de Tokio. Es un hombre competitivo y próspero que piensa que “la amabilidad es un defecto”. Es, además, un hombre recto y muy severo con su hijo, con el objetivo de que en un futuro siga sus mismos pasos y honre los esfuerzos que lo han colocado en una posición destacable en una sociedad disciplinada y en busca de una gloria corporativa. De hecho, la única falla que Ryota recalca en su primogénito es su actitud generosa y menos ambiciosa. Midori vive entregada a la crianza de Keita: lo cuida, juega con él, lo consiente ante las exigencias que el jefe de familia le ha impuesto al infante. Keita, de ojos grandes y expresivos, obedece, de manera dulce e indulgente las reglas que su padre le impone para convertirlo en el futuro en un hombre independiente.

La vida práctica y equilibrada de los Nonomiya se ve afectada cuando su mujer y él reciben una llamada repentina de un hospital en la que se les comunica lo que se nos anticipa desde la sinopsis de la película: su primogénito no es su hijo; una enfermera del centro de salud incurrió en una terrible falta y les entregó el niño incorrecto. Evidentemente, el mismo error ha ocurrido con otra familia que durante estos años se ha hecho cargo de su hijo genético.

A partir de la revelación, del trueque de los dos pequeños, decisiones conmovedoras sobrevienen sobre los paradigmas que plantea la naturaleza versus la crianza, los padres y su papel en la definición de la identidad de sus hijos. Ambas familias ponen a prueba su templanza y principios morales, sus prioridades, hasta que afloran los verdaderos sentimientos, certezas e incertidumbres, ante el primer dilema que plantea De tal padre…: (¿con que niño quedarse con el que han vivido, o con el que lleva sus genes?). Los personajes adultos deben asumir que se encuentran en una encrucijada de la que no saldrán sin pérdidas -tendrán que abandonar, aunque no sea radicalmente, a aquellos niños que han vivido con ellos y a los que han considerado sus hijos durante seis y formativos largos años-. Con este amasijo de tensiones, el director analiza con detenimiento a estas familias y lo que significa ser padre por encima de los lazos consanguíneos. De ahí que el nombre original del filme sea Y después seré un padre (Soshite chichi ni naru).

A la prudencia, la elegancia y bonanza de los Nonomiya se oponen la desmesura y la estridencia de los modales y forma de vestir de los Saiki, una familia humilde, verdaderos padres biológicos de Keita, cuyo progenitor, Yudai (Rirî Furankî), dueño de una desvencijada tienda de electrónica, no aspira a más que la comodidad y tranquilidad de su familia a la que dedica gran parte de su tiempo. “Deja todo lo que puedas para mañana” es su bromista lema.

Los padres, Ryota y Yudai, se muestran como dos polos opuestos y dos caras diferentes del Japón contemporáneo, que lleva al espectador a preguntarse: ¿quién es mejor padre, el hombre rico y estricto, o el humilde incapaz de cuestionar la validez de su condición socioeconómica, pero lleno de bondad? Pero Kore-eda no se ciñe a maniqueísmos. Las respuestas a las difíciles preguntas a los que los adultos son expuestos (la cámara se enfoca con mayor énfasis en la pareja citadina) comienzan a aflorar cuando dejan de buscar y comienzan a observarse a sí mismos y a los suyos. Las reflexiones paradójicas sobre la vida se mezclan con la mirada hacia el pasado de Ryota, hacia todo lo que tuvo y no, durante sus años de crianza. Vemos la difícil relación que mantiene en la adultez con un padre que fue autoritario, cerrado, poco capaz de escuchar, y que de alguna manera fue compensado por la dulzura de su madrastra a la que nunca aceptó del todo, tras haber sido abandonado por su madre biológica. Recordar un pasado en el que él no era el ganador en el que se ha convertido ya como adulto, lo hacen poner a un lado las expectativas colocadas sobre quien creía era su heredero genético y cómo las visualiza perdidas para siempre. Y comprender las actitudes rebeldes de su hijo biológico, Ryusei, que se reúsa a llamarlo ‘padre’ y se siente fuera de lugar entre sus progenitores genéticos.

El guión de Like Father, Like Son está estructurado de una manera progresiva, cronológica, sin sobresaltos. Predominan los planos medios y generales, consecuentes con el deseo de mostrar situaciones de desencuentro y separación desde una perspectiva distanciada, respetuosa con el entorno de los protagonistas. Los planos fijos y los delicados paneos de Kore-eda, sus breves transiciones musicales –armonizadas con los acordes de Las variaciones de Goldberg de Johann Sebastian Bach–, acentúan la atmósfera serena de la cinta, dotada de una cadencia suave durante las escenas del primer encuentro entre las familias, los juegos, los diálogos. Las interacciones entre los niños y sus nuevos padres se van sucediendo de manera natural y consecuente, como si observáramos una máquina donde lo único que se rompe es la psicología de los personajes, así como sus convicciones.

Hay en Like Father Like Son una riqueza interior que deriva de una exploración profundamente humana a sus personajes y circunstancias, y una exquisitez en el tratamiento de las situaciones argumentales. Kore-eda contiene las emociones, nunca manipula ni obliga a una reacción específica. El Japón contemporáneo y su tradición: el linaje, el honor, la rectitud y la persistencia del sentido de casta en una sociedad construida a partir de los papeles que un hombre juega dentro de su casa, dominan la trayectoria fílmica de Kore-eda. Elementos que conducen a que el drama suceda en la actuación y la cámara, no en la trepidación del chantaje emocional. El filme deviene en una exploración honesta y compleja del tema filial y del mundo adulto que se ve convulsionado por los quiebres de la infancia. En Like Father Like Son, los niños interpretan la mayor resistencia: la familia, para ellos –y más tarde para los propios adultos–, se construye con el amor, no solo con la sangre.