Diezmartinez
Crítico de cine del Grupo Reforma, del diario Noroeste y de otros lugares más...
En su octavo largometraje, Drive: el Escape
(Drive, EU, 2011), el cineasta danés educado en Nueva York Nicolas
Winding Refn sigue en su incansable ruta de apropiación de fórmulas y
géneros fílmicos de todos colores y sabores, a saber: la
camaradería/rivalidad scorsesiana/tarantinesca de Pusher (1996), la exasperante cinefilia romanticoide à-la-Tarantino de Bleeder (1999), el miserabilismo/tremendismo casi ripsteniano de la secuela Pusher II (2002), el flemático whodunit inglés en el telefilme británico de Miss Marple Némesis (2007), la insólita fusión del violento cine-de-vikingos con la estética del avant-garde europeo en Valhalla Rising (2008) y el impresionante pero vacío juego estilístico kubrickiano de Bronson (2008) -dejo fuera de la lista Fear X (2003), que no he visto, y Pusher 3 (2005),
que logra superar con creces el mero pastiche genérico debido al humor y
a la humanidad de sus personajes: en mi opinión, lo más cercano que ha
estado Winding Refn de una obra maestra hasta el momento.
Pero volvamos a Drive. En una invaluable entrevista que Winding Refn dio hace unos meses a Sight&Sound, el cineasta danés desconocido en México -Drive
es la primera cinta de él que se estrena comercialmente en estos lares-
declaró que siempre pensó en su más reciente película como un cuento de
hadas moderno, con todo y príncipe azul, dama desvalida y feroz dragón
invencible. Por eso, uno piensa, se justifica la soledad casi
autoparódica de el-conductor-sin-nombre encarnado por Ryan Gosling, eso
explica también su llamativa vestimenta dorada y, ni se diga, su
caballeresca relación -digna de un Sir Lancelot interpretado por Steve
McQueen- con su encantadora Guinevere particular (preciosa Carey
Mulligan).
En manos menos
expertas, esta ridiculez se habría derrumbado en los primeros minutos.
No cuando dirige Winding Refn, que usa las tomas nocturnas aéreas de Los
Ángeles con tal convencimiento que parece haberlas inventado él, que se
lanza sin red de protección a una secuencia de créditos ochentera con
todo y pegajoso tecnopop en la banda sonora, y que nos muestra el
enamoramiento de el-conductor-sin-nombre e Irene con tal delicadeza que
quisiera rozar (aunque brincos diera) el sublime romanticismo de un John
Ford (cf. las intensas miradas de Ethan y su cuñada en Más Corazón que Odio/1956) o de nuestro Fernando De Fuentes (cf. la devota mirada de Tiburcio Maya a la sagrada mujer de su compadre en El Compadre Mendoza/1934).
Winding
Refn no confiesa, sin embargo, sus influencias más obvias: en primera
instancia, el clásico western con héroe solitario y caballeresco Shane el Desconocido (Stevens, 1953) -historia retrabajada en innumerables ocasiones, desde el sólido chiliwestern nacional El Silencioso (Mariscal, 1967) hasta este semirefrito sobre ruedas que es Drive, pasando por la reimaginación neoclásica dirigida/protagonizada por Clint Eastwood El Jinete Pálido (1985)- y, en segundo lugar, la entretenida cinta de acción Driver, el Conductor (Hill, 1978), en donde otro lacónico conductor-sin-nombre (Ryan O'Neal) se enfrentaba hawksianamente con un rudo policía (Bruce Dern) que lo quería atrapar a toda costa.
De hecho, tuve que volver a ver Driver, el Conductor
para constatar todas las deudas que el guión de Hossein Amini -sobre
una novelita de James Sallis- tiene con la historia original escrita por
Walter Hill: tanto O'Neal como Gosling son conductores profesionales
que venden caro sus servicios a ladrones y asaltantes, los dos están
fuera del alcance de la policía porque conocen como nadie las calles de
Los Ángeles, los dos son de pocas palabras -tienen que pasar varios
minutos antes de escuchar su voz en las dos cintas- y los dos parecen
haber sido trasplantados del Viejo Oeste al pavimento, y de un caballo a
un auto lucidor, por lo que el conductor-sin-nombre de O'Neal es
conocido como "Cowboy", mientras que el-conductor-sin-nombre de Gosling
juega con un palillo entre sus dientes, cual vaquero con un hilo de paja
entre los labios. Por supuesto, hay diferencias: mientras Hill juega
concientemente con la fórmula hawksiana de admiración/rivalidad
entre los dos machos O'Neal y Dern -por lo que aquí la mujer ocupa un
lugar secundario y, de hecho, es una amenaza para los dos vaqueros
modernos-, Winding Refn se separa del ethos profesional hawksiano para jugar en el terreno de las alegorías caballerescas del héroe misterioso/sacrificado, al estilo del Shane de Alan Ladd.
Durante
la primera hora, debo confesar que Winding Refn me tenía atrapado. Por
supuesto que veía cada costura, cada referencia cinefílica, pero me
venció la impecable puesta en imágenes a través de la cámara de Newton
Thomas Sigel, su banda sonora ad-hoc y, especialmente, el sincero
trabajo de cada uno de los actores creyéndose su papel: Gosling cual
caballero andante sobre ruedas, Mulligan cual dama irreprochable con
niñito en ristre, Oscar Isaac perfecto como el noble pero inútil marido
bueno-para-nada, Ron Perlman como el animalesco villano salido de una B-movie
ochentera y, por supuesto, el ninguneado en el Oscar 2012 Albert Brooks
en el papel de un productor de cine vuelto gangster (¿o es al revés?)
que tiene la única línea claramente autoreferencial de toda la cinta:
"hice cine de acción hace mucho; en Europa les gustó y lo llamaron arte,
yo digo que es mierda", como curándose en salud por si alguien dice lo
mismo de esta película.
Sin
embargo, Winding Refn se enamora demasiado de su propio juego y lo lleva
al extremo en la infame escena del elevador en la que, ralenti
de por medio, el lacónico Gosling, después de dar un besito virginal a
su adorada Irene, se convierte en una implacable y violenta máquina de
matar. Entiendo que era necesaria esa transformación del personaje -el
Shane de Ladd y El Predicador de Eastwood tuvieron escenas similares en
sus respectivos filmes- pero no a ese nivel en el que la violencia
termina caricaturizando el comportamiento del protagonistas. He aquí,
pues, a nuestro Sir Lancelot, amable con los niños, caballero ante las
damas, generoso con los amigos que, sin decir agua va, se convierte en
el psicopático Bronson de Tom Hardy. En ese momento y por lo que siguió a
continuación, la cinta dejó de ser, para mí, la obra mayor de Winding
Refn para convertirse en un muy sólido y siempre visible pastiche
proveniente de un cineasta con recursos del cual debemos esperar algo
mejor. Ya lo ha hecho, insisto, en Pusher 3. Aquí seguiremos esperando.
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