miércoles, 31 de julio de 2013

Holy Motors Reseña EN FILME





Por Sofía Ochoa (@SofOchoa)

Muchos citadinos modernos hemos llegado al siglo XXI como vagabundos. La falta de dirección es nuestra condena en el mundo de las comodidades. Perdimos a Dios, nuestro guía, y quedamos solos frente a la computadora. Nos levantamos diariamente y seguimos el guión de la rutina sin poder contestar con absoluta certeza hacia dónde nos dirigimos; quiénes somos, o cuál es el motor que nos permite seguir avanzando hasta la muerte. Divagamos, dispersos, ‘navegamos’, decimos, entre un sinfín de clics, de deseos y caprichos, de posibilidades (falsas, la mayoría de las veces) de identidad, y nos amarramos a ellas con la soga del momento que, creemos, es lo único que nos queda, aunque sepamos, sintamos, que en nuestra columna vertebral, ¿nuestra alma?, yace la verdad que eventualmente acabará por dominarnos.

Holy Motors, dice su director Leos Carax, es una película sobre estar vivo en la era del internet. Es una frase demasiado corta para definir un filme que el año pasado le devolvió la posibilidad del futuro al cine. Deja de lado esa extensa e intensa carta de amor que el director le ha escrito al séptimo arte en el propio lenguaje del querer cinematográfico –no el francés, sino el constituido por un fresco desfile de referencias visuales y sonoras usadas no con el descaro del erudito pomposo, sino con la pasión y la asunción de quien vive, respira y sueña en el mundo del cine. Por ejemplo, están, al inicio, los estudios del movimiento de Étienne-Jules Marey entrelazados con los créditos iniciales que preparan campo para la introducción. Una audiencia mira en la pantalla de cine un tren pasar, que ya no es capaz de impactar a estos voyeurs modernos como en sus inicios a manos de los Lumière

El mismo tímido Carax que pocas veces da entrevistas en la vida real, en una terrible y tiesa actuación, despierta empijamado, y, usando su dedo como llave, traspasa una pared con tapiz de bosque para llegar a esta misma sala de cine a oscuras. El público sigue estático frente a la pantalla, se escucha el mismo tren que a nadie impresiona. Como en la manda renacentista que llamaba a la reinvención de uno mismo, el cine debe reinventarse para atraer al público. El mundo ha dejado de ser un escenario para convertirse en un set de filmación. Para cerrar la secuencia, en una ventana redonda aparece una niña, la hija de Carax y Yekaterina Golubeva (Q.E.P.D., Pola X, 1999), posando la mano sobre el vidrio como el niño de Persona (1966), sobre la pantalla.

Y entonces quedamos frente a un padre de familia, que camina por la mañana alejándose decidido, como quien lleva el negocio de su vida en el portafolios, de una casa de ostentosa sencillez (que parece salida de Mon oncle, 1958, de Jacques Tati). Líneas rectas, colores neutros y cristales, anuncian riqueza, respetabilidad. El hombre de baja estatura, rostro de gesto agresivo y cuerpo decidido es Oscar, actuado por el alter ego de Carax,Denis Lavant. El trajeado deja a su feliz familia –mujer e hija– atrás para introducirse a una limosina conducida por una bellísima y elegantísima septuagenaria, Céline, interpretada por Édith Scob. Rápidamente se nos plantea la inverosímil situación. Este hombre tiene nueve citas durante el día, debe cumplirlas. La chofer lo conducirá de una a otra dentro del hermético carruaje. 

Primera misión: convertirse en una anciana mendiga que, en voz en off y en un idioma de Europa del Este, se compadece de sí misma. ¿La escuchamos a ella o se trata de un guión escrito con culpa occidental? Porque al verla podemos sentir una lastimosa empatía. Ya hemos observado gente así de encorvada, de sobreencubierta, descalza, pidiendo dinero, en la calle; al escucharla podemos creer que lo que dice lo hemos ya pensado, sentido, pero al regresar al auto con las ventanas levantadas que nos aíslan del exterior, la olvidamos y pasamos a lo siguiente. Lo siguiente, en este caso, es un estudio de motion capture. Nuestro hombre, con un traje negro ceñido, lleno de sensores fluorescentes, comienza un despliegue del dominio de su cuerpo. Vemos la permanencia de las lecciones circenses aprendidas durante la juventud de Lavant, olvidamos sus cinco décadas. El episodio culmina con una escena erótica en la que su cuerpo y el de otra mujer hiperflexible son transformados en reptiles entrelazados, en una computadora.

Entre cita y cita, la limosina se convierte en camerino. Y Oscar, en maquillista y peinador, además de actor, claro, que estudia sus papeles unos minutos antes de salir del auto a desempeñar su arte. Cambia de personaje con una facilidad congelante, apenas humana. Como si solo eligiera el avatar de ocasión. Y no importa si recoge a su hija adolescente de una fiesta en la que estuvo encerrada en el baño para llevarla ¿a casa de su madre? después de confrontarla con sus incipientes inseguridades, o si acaba de matar a su doble en una intrincada escena de acción en la que él podría no ser él mismo, Oscar vuelve a entrar a la limosina impávido, acaso aturdido por el exceso de trabajo. No es para menos, cada una de esta serie de reinvenciones está marcada por el fracaso (hay que fracasar y luego fracasar mejor, diría Beckett). 

Apenas hay tiempo para reflexionar. Mucho menos para resolver o mirar atrás. El espectáculo debe continuar. Hasta que una especie de jefe lo cuestiona sobre su trabajo. Oscar menciona las cámaras minúsculas, invisibles (el enfado del Carax contra el digital, formato que usa por primera vez en un largometraje, se cuela). ‘Te ves cansado’ (es evidente), le dice el corpulento hombre, ‘¿por qué sigues?’. ‘Por la belleza del gesto’, contesta Oscar. Es la respuesta de un artista que ha encontrado fulgurantes luces en el olvido. Y que las pone a disposición de sus espectadores. En la era de la incertidumbre, acaso los mismos cuestionamientos cotidianos, aparentemente intrascendentes, volátiles, tengan peso y sentido cuando son formulados con el talento, la bravura, el arrojo, el dominio y la libertad creativa de Carax.

El rodaje continúa. Hay alusiones a GodardCocteau, DemyBuñuelEyes Without a Face (1960), Cars (2006), incluso al propio Carax. Aparece Merde, personaje que creó junto con Lavant (al que le inventaron un idioma) para unmediometraje incluido en Tokyo! (2008). Con su ojo blanco, cabellos rojos, uñas de reptil, se trata de un misántropo excluido en las alcantarillas, que se alimenta de flores y que, paseándose por un cementerio en el que las tumbas tienen las direcciones web de los muertos grabadas en las lápidas, encuentra a una modelo (Eva Mendes) en un photoshoot, la rapta, la adopta casi como madre, le cubre el escote, la cara, y la lleva a las hediondas entrañas de la ciudad (ella nunca pone resistencia, quizá reconozca su propia alienación –producto de una belleza que, al igual que la excesiva fealdad, se convierte en espectáculo– en el rostro de la repugnante gárgola), para cerrar el episodio en un claroscuro tan dramático como el de un Caravaggio.

En otra misión, hay un casi instantáneo asesinato en una cafetería, en el que nadie nos importa, pues remite a una película de acción de muertes intrascendentes. Es el reverso de la breve adaptación de un extracto Portrait of a Lady de Henry James en la que Oscar, como anciano, muere en su cama al lado de una joven y le dice entre murmullos que la muerte hace sentir más vivos a los que se quedan. Pero la sobriedad termina junto con la escena, cuando el personaje de Lavant fallece, y los dos actores trivializan con pormenores irrelevantes sobre sus profesiones un momento perdido en el pasado del siglo XIX. Aún así, más tarde, a pesar de un cinismo aprehendido, involuntario, corrobora la potencia de la sentencia de James sobre la muerte.
 
SPOILER ALERT
La muerte es lo que nos hace sentirnos vivos. Quizá. Pero no cualquier muerte. La mayoría de ellas (tres de las cuatro en el filme) se sienten como meros ademanes. El vértigo del presente borra su permanente ausencia. Salvo en el episodio en el que Carax se empeña en mostrar la porosidad de la división entre la realidad y la ficción, pintando como un accidente el encuentro entre Oscar y un amor del pasado, interpretado por Kylie Minogue. Los intérpretes han acudido a la cita sin la indumentaria perfecta. La agenda se ha disfrazado de casualidad. Tienen veinte minutos para llegar a su siguiente reunión y recuperar veinte años de separación. 


Lo hacen como Carax dice que quisiera hacer una siguiente película, como un musical, con un tema cantado por Kylie y cocompuesto por Carax: ‘¿quiénes éramos cuando éramos los que éramos, entonces?’, se pregunta ella, nostálgica. Aunque el pasado es apenas una insinuación: ‘alguna vez tuvimos una hija / la cuidamos / y luego ella…’. La música arrobadora, las frases sentenciosas –‘el amor se convierte en monstruos’, ‘no hay nuevos inicios’–, contrastan con el sangriento final, el que Oscar prefiere no mirar y del que sale corriendo. ¿Para qué?, para llegar a su refugio rodante y alquilado, donde tiene que forzar un chiste con Céline, para no dejar pasar el día sin reír. La carcajada es otro aviso del desgaste. Pero la jornada continúa.

Vuelve a casa (otra casa, no la del inicio) a cumplir otra misión al lado de su esposa, una chimpancé (reminiscencias de Nagisa Oshima en Max Mon Amour, 1986), y, Carax, que usa la música con soltura, pone al fondo “Revivre” de Manset, revelándonos la paradoja que rige nuestros días: vivimos frustrados, sintiendo que no terminamos el libro del día, nos reinventamos y aún así queremos revivir, es decir, volver a vivir las mismas cosas. Somos esclavos del círculo que nos lleva de la reinvención a la repetición, y que no siempre nos deja sentirnos parte de la vida, sino como sombras proyectadas en una pantalla a la que cada vez le quedan menos espectadores.
Junio 13, 2013.

No hay comentarios:

Publicar un comentario