Julio 31, 2013 | Tags:
Inicialmente, la carrera de Steven Spielberg fue un intento por explorar el poder escapista del medio, con cintas como la trilogía de Indiana Jones, E.T. yClose Encounters of the Third Kind. Esta primera etapa culmina con Hook yJurassic Park: la del niño detrás de cámaras, azorado frente a las posibilidades del celuloide. La segunda etapa comienza a configurarse desde adentro de la primera y es, evidentemente, una búsqueda de legitimación. Aquí, Spielberg adopta el papel de intérprete oficial de la historia. The Color Purple, Schindler’s List, Amistad, Saving Private Ryan, Munich y, finalmente, Lincoln, a grandes rasgos pertenecen a esta segunda etapa. La tercera, que zigzaguea junto a la segunda, está compuesta por cintas comerciales que subvierten la inocencia que caracterizó a sus pininos cinematográficos. La mirada benevolente a la infancia de E.T. termina echa trizas en A.I. El suspenso light de Jurassic Parkse vuelve encarnizado y desgarrador en War of the Worlds, otra cinta sobre criaturas gigantes al acecho de seres humanos (la violencia de War of the Worlds se infería desde The Lost World, en la que un tiranosaurio destroza una ciudad). La carrera de Spielberg está construida con retrovisor, sobre los escombros –o pilares– de sus propias películas, siempre sometida a una especie de repetición, o bien, de divergencia como muda de piel autoimpuesta. Por lo tanto, es difícil encontrar a un Spielberg que no esté adulterado, o por lo menos influido, por el propio Spielberg.
Para entender esta transición, basta echarle un ojo al magnífico videoensayo The Spielberg Face:
Mientras tanto, siempre económico, Spielberg dibuja a los habitantes de Amity. Entra Bad Hat Harry, quien nos avisa que el sheriff le tiene miedo al agua. Entra esa detestable y omnipresente señora de Las Lomas versión Nueva Inglaterra, quien le recuerda a Ellen Brody que no es una isleña, ni lo será nunca. Entra el impertinente esposo de la detestable señora, quien nos da a entender el “calibre” de problemas que suele haber en Amity. Y, finalmente, conocemos un poco más a la esposa del sheriff, quien intenta relajar a su marido mientras este observa lo que ocurre en la playa.
La escena también finca la rima cromática de Jaws: el amarillo como símbolo de Amity –de su gente y clima soleado– amenazado por su antítesis: el gris oscuro, opaco, del “escualo miserable”.
Viene una llamada de atención: el joven que jugaba con su perro ya no lo encuentra. La cámara se detiene en un palo de madera, que el animal correteaba, flotando en el mar. Malas noticias.
Como indica el ensayo de Quirke, el primer –y famosísimo– ataque a Chrissie nos ha predispuesto. Sabemos, pues, que el tiburón viene acompañado del “duuuurum duuuurum” de John Williams. Esta vez, Spielberg nos da unas notas, bajo el agua, como segunda señal de peligro. Después, la música prácticamente cesa. El niño que flotaba en la balsa amarilla sale expulsado del agua. Spielberg corta. Vuelve a la playa. Y el joven director recuerda a Vértigo de Hitchcock. La cámara va para atrás, el zoom hacia adelante, y los ojos de Brody se abren mientras observan lo indescriptible. Williams acentúa con cuerdas disonantes. Al mar de nuevo: el tiburón despedaza al niño (¿alguien esperaba ver tanta sangre en el agua?). Los bañistas corren hacia la arena. Finalmente, la toma se centra en la madre de Alex, quien espera que su hijo vuelva a ella. Lo único que regresa es esa balsa amarilla –el símbolo de Amity en el agua– hecha confeti, perseguida por una estela de sangre.
Sutil en la intimidad, despiadado en el océano, Spielberg le atina a todos los registros. Cuando Jaws deja de ser una cinta de horror convencional/collage del suburbio americano para convertirse en una travesía de acción hecha y derecha, el director vuelve a darle en el blanco, creando momentos inolvidables en la proa del Orca y en los camarotes, donde se lleva a cabo el memorable monólogo de Quint sobre el U.S.S. Indianápolis.
La efectividad de Jaws queda patente en el propio monstruo. Cuando Spielberg decide mostrar al tiburón, el hule del rudimentario bicho ni siquiera se registra. La amenaza que representa ha quedado tan bien establecida que el suspension of disbelief es de tal magnitud que perdemos la capacidad para disociar lo real de lo plástico. En el inconsciente, vaya, el tiburón de Jaws es más real que los dinosaurios computarizados e hiperreales de Jurassic Park.
El primer gran éxito de Spielberg comprueba la habilidad, casi innata, del director. Ya el espectador juzgará si, en las cuatro décadas siguientes, hizo lo mejor que pudo hacer con su talento. Por lo pronto, Jaws siempre estará ahí, como prueba de que talento hay. Y de sobra.
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