lunes, 23 de febrero de 2015

Boyhood - Cine en casa, Domingo 22 de febrero de 2015



No puede negarse que el cine es el medio que captura la esencia del tiempo de manera más fiel. Por supuesto que las películas que se limitan a contar historias o a adaptar libros con puntos y comas se niegan esa oportunidad, pero abundan los filmes que, cuando menos, lo intentan. “Esculpir el tiempo”, decíaTarkovsky; y esculpir en el tiempo. Variadas son las formas de aproximarse a esa rica veta que ofrece el quehacer cinematográfico. Richard Linklater ha dejado constancia en su carrera de que su particular modo de explorar esta posibilidad (retratar el paso del tiempo, mientras pasa) es haciendo filmes que transcurren en lo que se conoce como “tiempo real”, es decir, historias que se desarrollan en el mismo período de tiempo que nosotros atestiguamos en pantalla. Aunque, claro, se da sus licencias poéticas y su “tiempo real” suele expandirse, por lo general al lapso de un día (Slacker, 1991; Dazed & Confused, 1993; Before Sunset, 2004; Before Midnight, 2013), o al de una noche (Before Sunrise, 1995)…o al de doce años (Boyhood, 2014). Durante el intervalo elegido, su misión será exponer las alteraciones existenciales que sus personajes van experimentando.


Por si alguno desconoce la principal peculiaridad formal de Boyhood, Linklater filmó a lo largo de doce años (unos cuantos días en cada uno de ellos) el desenvolvimiento de la historia. Sí, vemos crecer genuinamente, en pantalla, a los personajes. Y, es notorio, el crecimiento personal, de la “vida real” de ellos (particularmente las del niño y la niña que interpretan a los personajes principales) incidió de forma directa en las rutas que el director fue dando a la trama que se representa en el filme. Tomas prolongadas, escasos cortes, tersas transiciones, ayudan a acentuar la sensación de que todo lo que ocurre en pantalla es simultáneo al momento en que es visto por el espectador.


Ese “tiempo real” que parece obsesionar a Linklater fue dilatado en este filme que no puede dejar de considerarse un experimento; uno logrado con tremenda fortuna (en su acepción de suerte –pudo llevarlo a buen puerto, sin desgracias que lamentar en el proceso, sin eventos en las vidas de los involucrados que pudieran desvirtuar el concepto del proyecto-, y también, sobre todo, en la que se traduce en éxito). Un concepto similar fue abordado por el siempre prolífico y polifacético Michael Winterbottom en su filme Everyday, del 2012 (en el que sigue a una familia cuyo padre fue encarcelado por tráfico de drogas, algunas semanas en el correr de cinco años); está el caso de Truffaut y el desarrollo de Antoine Doinel, personaje de Los 400 golpes (aunque a través de varias películas distintas); incluso el de Daniel Radcliffe en Harry Potter, de la misma manera; pero la apuesta de Linklater es mucho más ambiciosa. Verla se convierte en una experiencia a un tiempo (de nuevo el vocablo) encantadora, conmovedora y, es preciso decirlo, desgarradora. Podemos estar enterados de un escándalo político o social, de la vida de un personaje controvertido o de un hecho histórico, pero si lo vemos en pantalla grande, adquiere otra dimensión (literalmente) nuestro modo de asimilar el hecho; por lo general, más contundente. Sabemos, experimentamos todos los días el paso indetenible del tiempo, pero el verlo suceder en la pantalla, recibido por nuestros ojos y entendimiento, es abrumador. Nos hace corroborar lo efímero que es todo en este mundo, lo delicada que es la construcción del día a día, lo frágiles que somos y por ende lo complejo que es tejer relaciones con seres que también lo son (aunque estos sean nuestros padres); ratificamos lo tragicómicos que somos los humanos; la impotencia que nos representa no poder congelar los momentos felices, salvo a través de la memoria; las hondas heridas que nos producen episodios traumáticos (particularmente en los años de transición infantil) y que nunca cicatrizan del todo. Y ahí es donde cobra altísima relevancia Boyhood. Pues a pesar de que, como suele ocurrir en los filmes de Linklater, los personajes siempre parezcan tener –sin importar la edad- el comentario perfecto para enunciar dentro de un diálogo sin mácula (algo muy estadounidense, por lo demás), o alguna situación de las expuestas de pronto pueda parecer forzada, la suma de aciertos (observaciones precisas y definitorias) queda vertida en un documento hecho memoria fílmica que consigue tocar cuerdas sensibles respecto a lo que significa ser, sentirse humano, en una existencia medida por el movimiento y el cambio, todo ocurriendo en este fluir de acontecimientos que es la vida.

De nuevo: quien vaya esperando que le narren una historia, la progresión de una trama, la colección de secuencias extraordinarias, un momento climático y un desenlace, probablemente saldrá muy decepcionado. No hay grandes acciones, romances, drama; tampoco exploraciones psicológicas profundas o secuencias oníricas de belleza sublime. En Boyhood no pasa demasiado, más allá del propio tiempo, de la vida en el tiempo… aparentemente.  “This is all the shit they cut out in a movie”, bromeó Linklater en una entrevista. Mason (Ellar Coltrane) es el personaje principal del filme (el vínculo a través del que nos acercamos a la historia), que cuando inicia tiene seis años, pero la importancia de su figura se explica a partir de la estrecha convivencia establecida con su hermana un poco mayor, Samantha (Lorelei Linklater), y su Madre (Patricia Arquette). Su Padre (Ethan Hawke), separado de ellos desde que principia el filme (llevan año y medio sin verlo) intenta afianzar su imagen de pater familias con ellos hasta donde la convivencia, en el mejor de los casos quincenal, se lo permite. Es un hombre tan afable como inmaduro que, pese a sus esfuerzos, continuamente se va perdiendo de momentos irrepetibles para sus hijos. La Madre carga con todo el peso de la responsabilidad sobre los niños; su situación es asfixiante, gana poco dinero, los debe cuidar, no tiene espacio ni tiempo propios y quiere seguir estudiando para mejorar la condición en que viven. La presión a la que está sometida, su propia personalidad y el pobre criterio con el que toma ciertas decisiones, la colocan en relaciones con hombres borrachos y agresivos, y a sus hijos en el peligro resultante. A Mason lo vemos ir absorbiendo las experiencias de mudar de casas, cambiar de escuelas, soportar a los novios y esposos de su Madre, y darse cuenta de que su padre no vivirá con ellos. Así aprende a aprovechar, junto con su hermana, las ocasiones en que se encuentran con él, salen, se divierten y escuchan sus peculiares consejos. Y simultáneamente atestiguamos cómo el mundo, las modas (aunque la Texas suburbana, en donde todo el filme ocurre, parece estar un poco abstraída de ellas), las costumbres, la tecnología, incluso las ciudades, se van modificando; todo acompasado al ritmo de una rica selección de canciones de Linklater (aquí el filme que resuena es su School of Rock, 2003) que marca la pauta del paso de los años, el tono de ciertos episodios y la evolución de las propias tendencias musicales ocurridas del 2000 al 2012, con algunos salpicones de clásicos (Paul McCartney y Bob Dylan). Arranca con Coldplay y The Hives, y pasa por Flaming Lips, Cat Power, Wilco y Phoenix entre varios otros, hasta llegar a los Black Keys, Arcade Fire y, por supuesto, a Family of the Year que con la canción “Hero” se inmortalizarán adheridos a la trascendencia que ya acompaña a este filme.

La elección de Linklater de los incidentes, pasajes, eventos, situaciones que plantea en Boyhood es casi matemática, hecha con juicio y gran sentido del momento y de la concatenación de los momentos. No es de ninguna forma fácil ir armando procesos de producción, aunque sea de unos pocos días, durante doce años seguidos. Se necesita plantear secuencias que sean representativas de los años que corren y que la familia sobrelleva; que con poco digan mucho; que no impliquen problemas mayúsculos al ser filmadas; que, con el paso de los años, no corran el mínimo riesgo de volverse anacrónicas o de no encajar con el resto de los capítulos; que marquen las progresiones graduales del desdoblamiento de las vidas que se exponen.  Y así va cobrando vigor la amalgama de los momentos cotidianos, los sencillos, los que componen la mayor parte de sus días (y los nuestros) y, sumados, de la vida entera, con los que, para bien y/o para mal, se orienta la definición de quiénes somos: las charlas iluminadoras, los gestos de amor inigualables, las riñas turbadoras (propias o las atestiguadas), las primeras visitaciones al cuerpo femenino a través de revistas, los paseos edificantes, el corte de pelo trágico, los rechazos insuperables, los besos únicos, las primeras borracheras, el origen de la pasión por un oficio, los pactos (tácitos o explícitos) irrompibles. Linklater opta por otorgarle al conjunto equitativa importancia, pues todas las situaciones forman parte del engranaje de la vida, y si bien evidentemente no todas guardan el mismo peso en nuestra formación, ni en nuestra memoria, también es cierto que todas, cada una, aportan significativamente a la composición de la médula de las personas.

Resulta fascinante ver la transformación que sufren Mason y Samantha. Para quienes son padres será un poco más fácil identificarse con esa noción de que el paso del tiempo te confronte de forma más palpable a través de los niños. Arquette y Hawke cambian, sí, pero tanto en el aspecto físico como en el de la personalidad no sufren grandes mutaciones (la fresca y lisa cara de Hawke va acumulando líneas en los ojos y su pelo termina hospedando mechones blancos en las sienes, pero es necesaria la adición de un bigote para despejar toda duda sobre los años caminados; Arquette los evidencia más, pero igualmente es imperioso recurrir a los cortes de cabello y al volumen corporal para enfatizarlos). Ambos han vivido los años cruciales para lograr o no sus metas. Las oportunidades escasearán, lo que no se hizo es muy probable que nunca se logre. La soledad campea, los recuerdos se acumulan. Los puyazos que les ha asestado el pasado los ha marcado, y la fatiga (más que la madurez) lo ha aplacado. El cambio físico de los niños, es preciso insistir, desconcierta tremendamente, y lo hace con mayor intensidad cuando sucede mientras contemplamos la manera en que Mason transita de la ternura e inocencia infantil a la agitación de las tribulaciones adolescentes y, posteriormente, al inicio de la responsabilidad adulta; el proceso durante el que se va convirtiendo en hombre. Tanto que cambia y tanto que permanece; la esencia, por ejemplo –es obvio- y, con ella, muchos de los valores e igualmente de los vicios.

En una conversación con su novia, cuando el filme se adentra en la etapa conclusiva, Mason habla de la incertidumbre que le provoca la inminencia de la etapa universitaria y bromea que ve a su madre tan confundida como él está. El crecimiento y la confusión: dos de los pilares temáticos sobre los que Linklater ha edificado su obra fílmica. Al final, parece concluir el director, aunque con variaciones accidentales aquí y allá, siempre seguiremos siendo los mismos: algo menos obvio de lo que solemos creer. En realidad, lo que subyace tras las capas de experiencia y  las caretas con que afrontamos las distintas eventualidades, es el radical desconcierto sobre lo que somos, nuestra misión en la vida, y la imposibilidad de comprender a fondo su naturaleza y la forma que encajamos en ella. Su finitud otorga dimensión a la forma en que medimos el tiempo. ¿Y después?

Imposible concluir –porque Boyhood nos lo restriega tenaz- sin aludir a la fugacidad con que se desempeña el tiempo. Y, de nuevo, a pesar de que muchos sienten que la película es pausada y prolija, guarda el ritmo interno propicio para permitirle al espectador testificar cómo, incluso sin parpadear, el tiempo huye de nosotros a tal velocidad que nos es imposible alcanzarlo. Así de rápido, incluso como un filme de casi tres horas, todo se habrá terminado. Por eso nos provoca la ansiedad, desconcierto, impotencia, descomunal nostalgia y hasta miedo que vemos en los personajes de esta familia contemporánea aunque, como ellos, nos las arreglemos para ir capoteando la forma en que nos asalta cada nuevo día con su conjunto de contingencias, con la mejor cara posible (por más variaciones que ésta vaya sufriendo). Richard Linklater ha cuajado una obra suprema materializando una de las abstracciones que le resultan más elusivas al hombre. Ha escrito poesía con la prosa más fina.

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