A los 19 años, Andrew Neyman (Miles Teller) estudia en el conservatorio Shaffer de Nueva York (“la mejor escuela de música del país”) y el director de la mejor orquesta estudiantil de jazz, que resulta es la de Shaffer, le ha echado el ojo encima. Desde el inicio, Terence Fletcher (J.K. Simmons ), este director, comienza un acecho brutal hacia Andrew. Lo adula, lo seduce, lo intriga, lo confronta, y de un zarpazo marca violentamente territorio. Rápidamente deja en claro quién manda y que ese mando no tiene límites. No transcurre demasiado tiempo para que Fletcher invite a tocar a su presa a su orquesta, y desde el primer día de ensayo despliega un espectáculo sadomasoquista: ningún alumno se atreve a mirarlo directamente a los ojos; él los agrede con insultos que merecen un lugar entre los más ojetes del cine, los humilla, los golpea, los atemoriza y aterroriza, y todos siguen esforzándose para permanecer ahí. La competencia es despiadada. Saben que cada una de las sillas que ocupan es mundialmente privilegiada. No hay reglas ni modales porque el triunfo absoluto es la meta. Aquí no vale el “todos son ganadores”. La mediocridad podrá ser la norma en los medios populistas; el conformismo podrá ser suficiente en la cultura de la relatividad y la comodidad, pero no para estos jóvenes que respiran el método y la constancia, y que viven bajo los parámetros de la excelencia, sin subjetividades. Para agregarle presión a la olla exprés, Fletcher cree que el temor y la humillación son dos filtros extra que lo ayudarán a encontrar a ese genio único, a ese diamante que él rescatará del carbón para pulirlo y colocarlo entre las joyas de la trascendencia.
Fletcher es una figura sumamente seductora y compleja. Es monstruoso, sí, pero hay nobleza en sus objetivos e incluso cierta humildad. Se asume a sí mismo como una herramienta, no un protagonista. En la anécdota que cuenta repetidas veces sobre el ascenso de Charlie Parker –el legendario jazzista estadounidense–, él quiere ser el Jo Jones que lo humilló en el escenario aventándole un platillo, lo que lo hizo practicar incansablemente durante un año, para volver, dar el mejor solo de saxofón de la historia y convertirse en el mítico “Bird”. Fletcher es una sombra que ladra, y detrás de sus ladridos, hay un profundo amor a la música. Simmons lo personifica con confianza, fuerza y convicción. Su cuerpo grande y tosco, vestido siempre de negro, su edad, sus gestos intimidatorios, inspiran respeto desde su primera aparición. Hay cierta artificialidad en él. Es un actor interpretando a un personaje interpretando a un personaje: Simmons haciéndola de Fletcher haciéndola de maestro implacable que inspira miedo y respeto (esa poco políticamente correcta dupla, pero efectiva), aunque por dentro pudiera estar alguien más calculador frente a sus alumnos. Eso explicaría su constante halo sardónico. Y que Chazelle haya elegido no mostrarlo fuera del contexto de los pupilos.
Andrew es nuestro punto de vista. Lo interpreta Teller (Divergente, 2014) de 27 años, que estudió batería, por lo que pudo realizar muchas de las escenas en las que toca sin que un músico doble tuviera que sustituirlo en todas las tomas de demanda musical. Parece enfermo y un tanto ausente. Su retrato no tiene nada que ver con la pose de erguida rebeldía de los roqueros. No parece de este mundo. Es un geniecillo en ciernes totalmente entregado a su arte. Cuando practica, es obsesivo. Cuando está frente a su profesor, es un insecto. Y fuera del ámbito musical, es un tímido antisocial, obsesionado con la grandeza y, una vez que ha puesto apenas la punta de la lengua sobre el éxito, se vuelve grosero y vanidoso, muestra una agresiva sobreconfianza en sí mismo, aunque necesaria para quien se sale de las convenciones de su círculo cercano. Sabe lo que quiere y sabe, a diferencia de la gran mayoría, que está dispuesto a sacrificarlo todopara conseguirlo. Su ciega –o sumamente visionaria– determinación plantea en la película el dilema del sacrificio y el éxito: ¿qué tanto es ‘lo correcto’? ¿Qué tanto vale el sacrificio? O, por el lado del maestro: ¿qué tanto vale aplastar a unos cuantos por encontrar a ese único nuevo Charlie Parker, que podría nunca aparecer? ¿Qué tanto vale socavar la dignidad del otro arriesgando el orillarlo a la destrucción con tal de sacarle lo mejor? Para acabar de amainar las preguntas, está el padre de Andrew y la chica con la que sale. Sobre el primero, Jim (Paul Reiser), aunque lo ama y en él encuentra el consuelo natural de un hijo en un padre, también es su antiejemplo en el ámbito profesional: un profesor de literatura de preparatoria, una insinuación de escritor fracasado, que fue abandonado por su mujer en cuanto su hijo nació. Es cariñoso y bueno como progenitor entregado: pero su propensión a la seguridad más que al riesgo para alcanzar metas altas lo erigen como una figura a la que Andrew rechaza. Y esto se vuelve decisivo en el abrazo entre ambos, hacia el final de la película, previo a la estruendosa culminación. En cuanto a ella, Nicole (Melissa Benoist), es una joven desubicada con la que empieza a salir y que finalmente tiene que hacer a un lado, no sin lastimarla, para seguir su camino, porque la falta de ambiciones en ella, la volvería eventualmente una carga.
El filme funciona como un thriller en el que maestro y alumno comienzan un juego de poder y persecución, a veces entre ellos; otras, por una misma causa invisible, elusiva, quizá inalcanzable. Es un baile psicológico acompañado por una selección de piezas musicales violentas, iridiscentes, escogidas para hacer notar la batería y para ayudar a que corra la adrenalina. Chazelle sabe cómo inyectar emoción desde los primeros minutos, cuando perfila a sus personajes. El director, que alguna vez fue estudiante de jazz, nos introduce al mundo del conservatorio como verdadero anfitrión y también con gran dominio cinematográfico. Es un ambiente machista con las mujeres como minoría; las formas de rivalidad están basadas en valores de macho: el dominio sobre el otro y los golpes (metafóricos y no). El fotógrafo Sharone Meir (Crazy Eyes, 2012) retrata a los instrumentos como si fueran seres animados, con close-ups que revelan parte de su personalidad. En el caso de los alientos: elegantes, saliendo de sus estuches; las embocaduras levantadas, siempre listas; las válvulas y los pistones, en erguido y continuo movimiento; las válvulas de evacuación, saturadas con baba chorreante. En el caso de la batería, es la víctima de la furia creativa de Andrew. Sobre ella caen, además de los golpes de las baquetas, el sudor, las lágrimas y la sangre de su practicante. En un mundo donde el movimiento no es tan vistoso, Chazelle se acerca con un lente que confronta para magnificar sus elementos, aumentar su poder y equiparar lo visual a la fuerza del sonido. Vuelve tremendamente cinematográfico –con el montaje y la elección de tomas, el ritmo y su acomodo–, lo que podría ser una mera descripción. No importa que los espectadores jamás hayan escuchado con atención una pieza de jazz, el director elige para Andrew, como reto principal frente a la batería, la velocidad, algo que cualquiera conoce, por encima de alguna sutileza. Despliega este mundo con tal naturalidad e intensidad, que envuelve y cautiva en minutos, sin dar espacios de tregua para hacer preguntas.
Whiplash es un concierto sin fin. Una crítica a la cultura del conformismo, y una contundente oda a la mentalidad competitiva. Es un concierto acechado por el terror. El miedo del alumno al profesor no es nada contra el terror al error, el pánico al fracaso, a la soledad de la falta de aplausos. La fascinación por este género, Chazelle la ha plasmado en los guiones de El último exorcismo. Parte II(2013); y otro thriller también, Gran piano (2013), sobre un pianista estrella que antes de iniciar su concierto encuentra escrito en la partitura: “toca mal una nota y morirás”. Whiplash es un musical asido a una fórmula de sube y baja emocional. El último cuarto de la película, que dispone dilemas morales para el alumno, definitorios para la maduración de su personalidad, deja pasar algunas dudas sobre sus resoluciones. Spoiler alert: Alguien con la determinación de Andrew y con la comprensión de la importancia de una personalidad como la de su profesor para alcanzar el tipo de metas que lo seducen, ¿lo traicionaría solo por complacer a un padre en el que nunca ha confiado para tomar decisiones sobre su carrera? ¿Alguien que tiene como modelo al autodidacta Charlie Parker, alguien tan convencido de su propio talento, se rendiría solo por haber sido corrido de la escuela a partir de una situación causada por una serie de accidentes (demasiado forzados, por cierto)? La falta de integridad en Andrew, que se resuelve de forma rápida y didáctica, con una charla en la que Fletcher da razones sobre los motores de su personalidad, sirve como curva depresiva solo para hacer el clímax aún más climático. Y funciona: como espectador, te mantiene al filo a pesar de las coincidencias forzadas. Chazelle lo maneja lo suficientemente bien para que queramos dejarnos llevar por su efectismo, aunque se resuelvan tramposamente las preguntas que sostienen el relato. La última secuencia es una explosión controlada de energía. Controlada por la maestría y la ambición de dos monstruos que por fin pueden tocar en armónico conflicto y demostrar que han pasado por encima de ellos mismos y de otros para hacer historia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario