martes, 14 de febrero de 2012

Drive: el Escape, critica de Diezmartinez


Crítico de cine del Grupo Reforma, del diario Noroeste y de otros lugares más...

 





En su octavo largometraje, Drive: el Escape (Drive, EU, 2011), el cineasta danés educado en Nueva York Nicolas Winding Refn sigue en su incansable ruta de apropiación de fórmulas y géneros fílmicos de todos colores y sabores, a saber: la camaradería/rivalidad scorsesiana/tarantinesca de Pusher (1996), la exasperante cinefilia romanticoide à-la-Tarantino de Bleeder (1999), el miserabilismo/tremendismo casi ripsteniano de la secuela Pusher II (2002), el flemático whodunit inglés en el telefilme británico de Miss Marple Némesis (2007), la insólita fusión del violento cine-de-vikingos con la estética del avant-garde europeo en Valhalla Rising (2008) y el impresionante pero vacío juego estilístico kubrickiano de Bronson (2008) -dejo fuera de la lista Fear X (2003), que no he visto, y Pusher 3 (2005), que logra superar con creces el mero pastiche genérico debido al humor y a la humanidad de sus personajes: en mi opinión, lo más cercano que ha estado Winding Refn de una obra maestra hasta el momento.
 
Pero volvamos a Drive. En una invaluable entrevista que Winding Refn dio hace unos meses a Sight&Sound, el cineasta danés desconocido en México -Drive es la primera cinta de él que se estrena comercialmente en estos lares- declaró que siempre pensó en su más reciente película como un cuento de hadas moderno, con todo y príncipe azul, dama desvalida y feroz dragón invencible. Por eso, uno piensa, se justifica la soledad casi autoparódica de el-conductor-sin-nombre encarnado por Ryan Gosling, eso explica también su llamativa vestimenta dorada y, ni se diga, su caballeresca relación -digna de un Sir Lancelot interpretado por Steve McQueen- con su encantadora Guinevere particular (preciosa Carey Mulligan).
 
En manos menos expertas, esta ridiculez se habría derrumbado en los primeros minutos. No cuando dirige Winding Refn, que usa las tomas nocturnas aéreas de Los Ángeles con tal convencimiento que parece haberlas inventado él, que se lanza sin red de protección a una secuencia de créditos ochentera con todo y pegajoso tecnopop en la banda sonora, y que nos muestra el enamoramiento de el-conductor-sin-nombre e Irene con tal delicadeza que quisiera rozar (aunque brincos diera) el sublime romanticismo de un John Ford (cf. las intensas miradas de Ethan y su cuñada en Más Corazón que Odio/1956) o de nuestro Fernando De Fuentes (cf. la devota mirada de Tiburcio Maya a la sagrada mujer de su compadre en El Compadre Mendoza/1934).
Winding Refn no confiesa, sin embargo, sus influencias más obvias: en primera instancia, el clásico western con héroe solitario y caballeresco Shane el Desconocido (Stevens, 1953) -historia retrabajada en innumerables ocasiones, desde el sólido chiliwestern nacional El Silencioso (Mariscal, 1967) hasta este semirefrito sobre ruedas que es Drive, pasando por la reimaginación neoclásica dirigida/protagonizada por Clint Eastwood El Jinete Pálido (1985)- y, en segundo lugar, la entretenida cinta de acción Driver, el Conductor (Hill, 1978), en donde otro lacónico conductor-sin-nombre (Ryan O'Neal) se enfrentaba hawksianamente con un rudo policía (Bruce Dern) que lo quería atrapar a toda costa. 
 
De hecho, tuve que volver a ver Driver, el Conductor para constatar todas las deudas que el guión de Hossein Amini -sobre una novelita de James Sallis- tiene con la historia original escrita por Walter Hill: tanto O'Neal como Gosling son conductores profesionales que venden caro sus servicios a ladrones y asaltantes, los dos están fuera del alcance de la policía porque conocen como nadie las calles de Los Ángeles, los dos son de pocas palabras -tienen que pasar varios minutos antes de escuchar su voz en las dos cintas- y los dos parecen haber sido trasplantados del Viejo Oeste al pavimento, y de un caballo a un auto lucidor, por lo que el conductor-sin-nombre de O'Neal es conocido como "Cowboy", mientras que el-conductor-sin-nombre de Gosling juega con un palillo entre sus dientes, cual vaquero con un hilo de paja entre los labios. Por supuesto, hay diferencias: mientras Hill juega concientemente con la fórmula hawksiana de admiración/rivalidad entre los dos machos O'Neal y Dern -por lo que aquí la mujer ocupa un lugar secundario y, de hecho, es una amenaza para los dos vaqueros modernos-, Winding Refn se separa del ethos profesional hawksiano para jugar en el terreno de las alegorías caballerescas del héroe misterioso/sacrificado, al estilo del Shane de Alan Ladd.
 
Durante la primera hora, debo confesar que Winding Refn me tenía atrapado. Por supuesto que veía cada costura, cada referencia cinefílica, pero me venció la impecable puesta en imágenes a través de la cámara de Newton Thomas Sigel, su banda sonora ad-hoc y, especialmente, el sincero trabajo de cada uno de los actores creyéndose su papel: Gosling cual caballero andante sobre ruedas, Mulligan cual dama irreprochable con niñito en ristre, Oscar Isaac perfecto como el noble pero inútil marido bueno-para-nada, Ron Perlman como el animalesco villano salido de una B-movie ochentera y, por supuesto, el ninguneado en el Oscar 2012 Albert Brooks en el papel de un productor de cine vuelto gangster (¿o es al revés?) que tiene la única línea claramente autoreferencial de toda la cinta: "hice cine de acción hace mucho; en Europa les gustó y lo llamaron arte, yo digo que es mierda", como curándose en salud por si alguien dice lo mismo de esta película.
 
Sin embargo, Winding Refn se enamora demasiado de su propio juego y lo lleva al extremo en la infame escena del elevador en la que, ralenti de por medio, el lacónico Gosling, después de dar un besito virginal a su adorada Irene, se convierte en una implacable y violenta máquina de matar. Entiendo que era necesaria esa transformación del personaje -el Shane de Ladd y El Predicador de Eastwood tuvieron escenas similares en sus respectivos filmes- pero no a ese nivel en el que la violencia termina caricaturizando el comportamiento del protagonistas. He aquí, pues, a nuestro Sir Lancelot, amable con los niños, caballero ante las damas, generoso con los amigos que, sin decir agua va, se convierte en el psicopático Bronson de Tom Hardy. En ese momento y por lo que siguió a continuación, la cinta dejó de ser, para mí, la obra mayor de Winding Refn para convertirse en un muy sólido y siempre visible pastiche proveniente de un cineasta con recursos del cual debemos esperar algo mejor. Ya lo ha hecho, insisto, en Pusher 3. Aquí seguiremos esperando.


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