martes, 5 de febrero de 2013

El artista





El artista
El artista funciona bajo la sombra de una suave ironía conducida, sin demasiada burla, con inteligencia, crítica, dulzura y armonía. No es para sentirse ofendido. La candorosa historia de amor señala con sensatez las grandezas de Hollywood, pero también sus verdaderos valores.

Por Sofía Ochoa (SofOchoa)
★★★★1/2

El artista es el elefante en el cuarto: en una época en la que el grueso de la industria cinematográfica –incluso directores de carreras ya consolidadas– opta por explotar las más avanzadas tecnologías, el 3D estereoscópico, el motion capture, Michel Hazanavicius, un director hasta ahora parcialmente desconocido en el panorama internacional, se empeña en hacer una declaración de principios sobre la codependencia que existe entre el medio cinematográfico y el mensaje, con una película silente y en blanco y negro, al tiempo que demuestra algo obvio y provocador: no hay nada más innovador que la imaginación que sirve a la inteligencia. Lo hace erigiendo un espejo hacia el pasado, que apunta a la ciudad de Los Ángeles, aunque inicialmente pensó en situarla en Berlín, en vísperas del expresionismo alemán, para concluirla con la llegada del nazismo, periodo que coincide con la llegada del cine sonoro.

En este sentido su película funciona bajo la sombra de una suave ironía conducida, sin demasiada burla, con inteligencia, crítica, dulzura y armonía. El artista no es para sentirse ofendido. La candorosa historia de amor entre una actriz en ascenso hacia el estrellato y un actor –más experimentado pero que se rehusa a acoger el cine sonoro, como Chaplin en su momento, inspirado en "el Rey de Hollywood", Douglas Fairbanks– en descenso, señala con sensatez las grandezas de Hollywood, pero también sus verdaderos valores: sí al dinero (casi siempre, en mentes de sus productores, un sinónimo de avances tecnológicos); no a todo lo demás, incluso al respeto a quienes lo formaron si implica una pérdida monetaria (sí al star system).

Todo está contado para dejarse llevar por la música narrativa, las actuaciones de gestos enfatizados –sobre todo la excelente de su protagonista Jean Dujardin–, los gags del perro Uggie, las apropiaciones –que no plagios– de películas silentes y en blanco y negro de Hollywood de los años cuarenta, los números de tap, los personajes secundarios tipo. Éste es un mundo accesible para el espectador, capaz de seducirlo, envolverlo y transportarlo lejos de su asiento. La magia del cine nos lleva a los años veinte (aunque con imágenes que Hazanavicius tomó del cine de los cuarenta) y nos hace revalorar lo que en ese momento fue devaluado.


El ‘truco’ se esconde en su anacronismo, su autoconsciencia y su descontextualización. ¿Por qué nos reímos cuando George Valentin (Dujardin) ve mini ‘salvajes’, sacados de una película de ideología colonialista atacándolo, en lo más bajo de su depresión, estando borracho en un bar? ¿Qué no la mera aparición es políticamente incorrecta? Acaso nos llama más la atención la totalidad de sus metáforas: cuando a Peppy (Bejo) comienza a irle bien, se lo topa a él en la escalera del Bradbury Building; ella lo mira hacia abajo, desde escalones arriba, porque está en ascenso, es superior. O la simpleza de sus gags: en el momento de más tensión ella sube a un auto, se culebrea porque no sabe manejar y choca contra el árbol que está frente a la casa a la que tiene que llegar. O los señalamientos emotivos que todos los elementos orquestan: George descubre todos sus muebles viejos en la mansión de Peppy, en un cuarto oscuro, cubiertos bajo sábanas blancas, la música va en crescendo hasta que un acorde aturdidor nos señala el momento exacto en que el actor desterrado descubre su retrato, como si fuera un Dorian Gray a punto de envejecer. Y, al mismo tiempo, nos encanta con la sencillez de su gran final: un número de tap. Y lo predecible de su conclusión: ... Todos, atributos que muy probablemente en otra cinta nos enfadarían.

La transportación de Hazanavicius es una empresa tan osada como la de Pierre Menard, el personaje de Borges, autor del Quijote, quien, al escribir –no copiar– dos capítulos de la novela clásica de manera puntual cuatro siglos después, obtuvo una novela idéntica pero totalmente distinta. El artista, sí, esta inspirada en Sunset Boulevard (1950) de Billy Wilder, retoma la trama de todas las versiones de A Star is Born, secuencias casi idénticas de 7th Heaven (1927) y The Mark of Zorro (1920, con Fairbanks como protagonista), con todo el feel and touch del cine clásico de Hollywood, pero lo hace noventa años después, cuando el grueso de las audiencias opta por entrar a las salas de cine con lentes puestos. Hazanavicius demuestra que el fracaso de George en su intento por rescatar del olvido las películas silentes pudo haber sido mera pantomima. El verdadero artista nació en la década equivocada.

Febrero 26, 2012.

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