viernes, 26 de septiembre de 2014

La jaula de oro, reseña EN FILME


Como película sobre la migración que es, La jaula de oro sigue la tradición de una road movie: durante un largo trayecto de avatares (duros, descarnados, incluso inhumanos), sus protagonistas padecen ganancias a costa de pérdidas irreparables, momentos de alegría enmarcados por la tristeza y cierta melancolía, y hay una transformación, también irreversible.

La historia se enfoca en tres peregrinos: los guatemaltecos mestizos, Juan (Brandon López) y Sara (Karen Martínez), y el indígena que no habla español, Chauk (Rodolfo Domínguez). Comparten la vulnerabilidad de tres preadolescentes con padres –o cuidadores– en sus pasados, carentes de la suficiente fuerza –medios, si se prefiere– para retenerlos en veredas salvas; comparten también la vulnerabilidad propia de la extranjería y la inocencia, y el anhelo de la tan soñada prosperidad en Estados Unidos, país magnético cuya bonanza les resulta incuestionable. Los primeros dos se topan con el tercero por azar, y rápidamente el trío adquiere su forma natural: Juan y Chauk son polos opuestos: el primero es egoísta, malencarado, desconfiado, odiante de los indígenas, el remedo de un cowboy sin vacas ni caballos; el segundo, más apegado a la naturaleza, abierto y paciente, sonríe a las inclemencias sabiendo que el tiempo le dará su lugar. Sara, el puente entre ambos, es, por su género, la presencia más frágil de la historia. Debe disfrazarse de hombre: cortarse el pelo, usar cachucha y embarrarse los senos al torso con vendajes, para tener posibilidades de sobrevivir al reto que ha elegido. Desde el planteamiento, queda claro el cambio que sufrirá esta geometría: Juan y Chauk no podrán ser enemigos para siempre. El camino les enseñará que la unión hace la supervivencia… más factible. Y para que esta unión se consume, deben desaparecer los puentes que los separan.


La cada vez más carnosa relación del cine mexicano con la migración está subyugada por la ardiente realidad sobre este fenómeno: la infranqueable desesperanza de miles de familias que ven en este viacrucis su única opción (a secas); las millonarias divisas que sostienen al país; los millones de pares de manos mal pagados que sostienen al otro país, a Estados Unidos; los abusos inhumanos de traficantes de personas y autoridades; los miles de desaparecidos y muertos –muchos de maneras violentas, siempre racistas–, víctimas de una guerra económica; también las dosis de amor en forma de ayuda que abunda en los trayectos; las ínfimas condiciones de trabajo de los indocumentados; la urgente y múltiples veces pospuesta Reforma Migratoria; la droga; las armas; el muro... Cuando se trata de mostrar las aristas de este tema a la cámara, el peso y la punzante inminencia de los hechos moldea sus confines –pero no siempre a través del documental.

Para su primer largometraje, el director Diego Quemada-Diez absorbió la tradición del realismo social trabajando con el maestro Ken Loach. En los personajes hay algo de Billy, protagonista de Kes (1969, año en el que nación Diego), un chavito problema, destinado a la inmundicia, hecho a un lado en su casa, que encuentra paz en su corazón a través de la disciplinada amistad que entabla con un cernícalo. En la historia de Quemada-Diez no brilla la esperanza salvo por la paz que encuentran los personajes a través de los vínculos entre ellos, quizá la única manera de mantenerse a flote cuando la lluvia a su alrededor solo cambia de paisaje. De Carla’s Song (1996, donde sí trabajó como operador de cámara) pudo haber aprendido la manera de mezclar las hebras de las vidas individuales con las situaciones políticas y sociales específicas, aunque en un tema como la migración, las llagas de la historia están a carne viva en sus víctimas.  Pero el principal aporte de Loach a La jaula de oro, es la manera en la que Quemada-Diez resuelve la encrucijada de la ficción y su deuda con la realidad.

El guión lo basó en el testimonio de 600 jóvenes. Y la filmación la realizó a manera de documental –según sus palabras–. Eligió a tres no actores cuyos perfiles e historias coincidían con los de los personajes, los colocó en locaciones –muchas– reales, y los sometió a contextos, a situaciones inesperadas para ellos, filmando –además, como lo haría Loach– en orden cronológico (algo poco común en la industria). Así obtuvo reacciones espontáneas –pero autoconscientes y ligeramente tensas por la presencia de la cámara, a veces torpes. Incluso hay un cameo al padre Solalinde (sacerdote católico dedicado a cuidar a los migrantes y a defender sus derechos) que aparece en su albergue, Hermanos en el Camino, donde ofrece techo, comida, comunión y oración: un trato humano que difícilmente volverán a encontrar. Es un oasis para esta procesión de almas en pena, que conforme descienden descubren peores versiones del mal hasta verle los ojos al mismísimo diablo.

Spoiler alert
Me ahorraré algunos detalles del final; no mencionaré la decisión que aporta realismo sobre el destino de uno de los personajes que Quemada-Diez tomó a partir de In This World (2002), de Michael Winterbottom, magnífica docuficción sobre el traslado de un par de jóvenes afganos de un campo de refugiados en Pakistán a Londres, y una de sus principales inspiraciones. Pero el momento de desenmascarar al verdadero némesis de esta historia se da con un par de claras pinceladas. Sin necesidad de explicaciones, ni diálogos, Quemada-Diez conjuga metáfora, realidad y crítica: su cowboy, Juan, ya en Estados Unidos, termina encerrado en una fábrica recogiendo sobras de vacas que alimentarán a una sociedad de obesos.

Fin del spoiler
La jaula de oro no solo muestra, también insinúa a los fantasmas a través de dolorosas evocaciones: el dolor y desasosiego de los padres y los amigos rezando a los exiliados desde casa, la gente que desaparece en el camino ¿para morir, ser descuartizada y vender sus órganos, ser violada, reclutada en el narcotráfico?, los gobiernos deshumanizados que avalan el sistema, el alma de los francotiradores de la frontera que diario se levantan para apuntar y matar seres humanos, los perezosos consumidores que no cuestionan la procedencia de su comodidad, y la destructiva e irresponsable indiferencia.

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