sábado, 11 de enero de 2014

Del tal padre, tal hijo...


Like Father, Like Son
Publicado el 10 - Ene - 2014 por Verónica Sánchez Marín






















(Por Verónica Sánchez @SofiaSanmarin)

Hirokazu Kore-eda centra en Like Father Like Son su habitual mirada a la niñez nipona y los vínculos familiares. En Nobody Knows (2004), su octava película, narra cómo cuatro niños intentan sobrevivir ante el abandono de su madre; cómo el mayor queda a cargo de sus hermanastros (tres, y de padres distintos) en un departamento pequeño sin gas, sin agua y con el alquiler pendiente de pago. En I Wish (2011), filme previo a Like Father… su visión es un tanto más esperanzadora a pesar de que los dos niños protagonistas han sido separados para irse a vivir, cada uno, a una ciudad diferente, uno con el padre y el otro con la madre. Las dos películas retratan distintos temas concernientes a la familia o más bien distintos aspectos derivados de las relaciones consanguíneas. Esta vez, el sesgo familiar que plantea en Like Father Like Son, la culpa que genera una realidad dislocada en la médula de la infancia no proviene de la disfuncionalidad interna de las relaciones, sino desde el exterior, desde un destino signado por el azar, una vendetta personal y macabra cobrada sobre un grupo de desconocidos. Pero es gracias a este hado que la falta infringida gratuitamente a los padres, les transforma las concepciones sobre su paternidad.

En esta cinta, Kore-eda enfoca su atención sobre los adultos para dilucidar el porvenir de los niños. Dos familias del Japón contemporáneo, los Nonomiya y los Saiki –la primera, de clase media alta, citadina; la otra de clase media baja, provinciana– reciben la noticia de que sus hijos, actualmente de seis años, fueron intercambiados en el hospital donde nacieron de manera que cada uno ha crecido con la que no es su familia biológica. Esta premisa brutal se antojaría material para un melodrama, pero en manos de Kore-eda se transforma en un historia sutil en la que los personajes sufren transformaciones profundas; y el director lo hace controlando con mano maestra el uso dramático del espacio cerrado, aniquilando cualquier rastro de sentimentalismo fácil y respetando el punto de vista de sus protagonistas, en un Japón cuyas altas expectativas de progreso –por ejemplo la búsqueda de la perfección en el sistema familiar–, no terminan de cuadrar en el mundo actual.

El realizador mantiene la atención en Ryota Nonomiya (Masaharu Fukuyama), el protagonista, que se debate ante la antigua creencia japonesa de la descendencia como único lazo entre un padre y un hijo, un legado inculcado por su propio progenitor, como se nos devela a lo largo de la cinta: la tradición cultural y familiar le fue transmitida a partir del trauma y los miedos.

Al centrar la historia en Ryota, Kore-eda, nos detiene en los sucesos desde la visión de un patriarca en el sentido más estricto. Su endurecimiento es atenuado por la candidez y el estado puro de desconcierto de los niños, expectantes por lo que el mundo de los adultos hace y hará con ellos. Ryota es un arquitecto exitoso y vive de manera estable junto a su esposa, Midori, (Machiko Ono), y su pequeño hijo, Keita (Keita Ninomiya), en un lujoso –aunque compacto– departamento de Tokio. Es un hombre competitivo y próspero que piensa que “la amabilidad es un defecto”. Es, además, un hombre recto y muy severo con su hijo, con el objetivo de que en un futuro siga sus mismos pasos y honre los esfuerzos que lo han colocado en una posición destacable en una sociedad disciplinada y en busca de una gloria corporativa. De hecho, la única falla que Ryota recalca en su primogénito es su actitud generosa y menos ambiciosa. Midori vive entregada a la crianza de Keita: lo cuida, juega con él, lo consiente ante las exigencias que el jefe de familia le ha impuesto al infante. Keita, de ojos grandes y expresivos, obedece, de manera dulce e indulgente las reglas que su padre le impone para convertirlo en el futuro en un hombre independiente.

La vida práctica y equilibrada de los Nonomiya se ve afectada cuando su mujer y él reciben una llamada repentina de un hospital en la que se les comunica lo que se nos anticipa desde la sinopsis de la película: su primogénito no es su hijo; una enfermera del centro de salud incurrió en una terrible falta y les entregó el niño incorrecto. Evidentemente, el mismo error ha ocurrido con otra familia que durante estos años se ha hecho cargo de su hijo genético.

A partir de la revelación, del trueque de los dos pequeños, decisiones conmovedoras sobrevienen sobre los paradigmas que plantea la naturaleza versus la crianza, los padres y su papel en la definición de la identidad de sus hijos. Ambas familias ponen a prueba su templanza y principios morales, sus prioridades, hasta que afloran los verdaderos sentimientos, certezas e incertidumbres, ante el primer dilema que plantea De tal padre…: (¿con que niño quedarse con el que han vivido, o con el que lleva sus genes?). Los personajes adultos deben asumir que se encuentran en una encrucijada de la que no saldrán sin pérdidas -tendrán que abandonar, aunque no sea radicalmente, a aquellos niños que han vivido con ellos y a los que han considerado sus hijos durante seis y formativos largos años-. Con este amasijo de tensiones, el director analiza con detenimiento a estas familias y lo que significa ser padre por encima de los lazos consanguíneos. De ahí que el nombre original del filme sea Y después seré un padre (Soshite chichi ni naru).

A la prudencia, la elegancia y bonanza de los Nonomiya se oponen la desmesura y la estridencia de los modales y forma de vestir de los Saiki, una familia humilde, verdaderos padres biológicos de Keita, cuyo progenitor, Yudai (Rirî Furankî), dueño de una desvencijada tienda de electrónica, no aspira a más que la comodidad y tranquilidad de su familia a la que dedica gran parte de su tiempo. “Deja todo lo que puedas para mañana” es su bromista lema.

Los padres, Ryota y Yudai, se muestran como dos polos opuestos y dos caras diferentes del Japón contemporáneo, que lleva al espectador a preguntarse: ¿quién es mejor padre, el hombre rico y estricto, o el humilde incapaz de cuestionar la validez de su condición socioeconómica, pero lleno de bondad? Pero Kore-eda no se ciñe a maniqueísmos. Las respuestas a las difíciles preguntas a los que los adultos son expuestos (la cámara se enfoca con mayor énfasis en la pareja citadina) comienzan a aflorar cuando dejan de buscar y comienzan a observarse a sí mismos y a los suyos. Las reflexiones paradójicas sobre la vida se mezclan con la mirada hacia el pasado de Ryota, hacia todo lo que tuvo y no, durante sus años de crianza. Vemos la difícil relación que mantiene en la adultez con un padre que fue autoritario, cerrado, poco capaz de escuchar, y que de alguna manera fue compensado por la dulzura de su madrastra a la que nunca aceptó del todo, tras haber sido abandonado por su madre biológica. Recordar un pasado en el que él no era el ganador en el que se ha convertido ya como adulto, lo hacen poner a un lado las expectativas colocadas sobre quien creía era su heredero genético y cómo las visualiza perdidas para siempre. Y comprender las actitudes rebeldes de su hijo biológico, Ryusei, que se reúsa a llamarlo ‘padre’ y se siente fuera de lugar entre sus progenitores genéticos.

El guión de Like Father, Like Son está estructurado de una manera progresiva, cronológica, sin sobresaltos. Predominan los planos medios y generales, consecuentes con el deseo de mostrar situaciones de desencuentro y separación desde una perspectiva distanciada, respetuosa con el entorno de los protagonistas. Los planos fijos y los delicados paneos de Kore-eda, sus breves transiciones musicales –armonizadas con los acordes de Las variaciones de Goldberg de Johann Sebastian Bach–, acentúan la atmósfera serena de la cinta, dotada de una cadencia suave durante las escenas del primer encuentro entre las familias, los juegos, los diálogos. Las interacciones entre los niños y sus nuevos padres se van sucediendo de manera natural y consecuente, como si observáramos una máquina donde lo único que se rompe es la psicología de los personajes, así como sus convicciones.

Hay en Like Father Like Son una riqueza interior que deriva de una exploración profundamente humana a sus personajes y circunstancias, y una exquisitez en el tratamiento de las situaciones argumentales. Kore-eda contiene las emociones, nunca manipula ni obliga a una reacción específica. El Japón contemporáneo y su tradición: el linaje, el honor, la rectitud y la persistencia del sentido de casta en una sociedad construida a partir de los papeles que un hombre juega dentro de su casa, dominan la trayectoria fílmica de Kore-eda. Elementos que conducen a que el drama suceda en la actuación y la cámara, no en la trepidación del chantaje emocional. El filme deviene en una exploración honesta y compleja del tema filial y del mundo adulto que se ve convulsionado por los quiebres de la infancia. En Like Father Like Son, los niños interpretan la mayor resistencia: la familia, para ellos –y más tarde para los propios adultos–, se construye con el amor, no solo con la sangre.



No hay comentarios:

Publicar un comentario