Michael Haneke se esmera en exponer ante nuestros sentidos, de manera sobrecogedoramente hermosa, pero al mismo tiempo tremendamente dolorosa, el proceso de extinción de la vida de una persona, testimoniado y sufrido con absoluta impotencia por el ser que más la ama.
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Por Alfonso Flores-Durón (@SirPon)
El que de pronto, un día, nos hayamos enterado que el proyecto fílmico en el que trabajaba Michael Haneke se llamaba Amour resultaba inesperado, y también difícil de concebir, de figurar. Su filmografía, atestada de obras excepcionales, pero en las que el vaso comunicante era su severa e intransigente crítica a la hipocresía burguesa y su propensión a la violencia, la destrucción del otro y la autodestrucción, no daban pie a pensar en la posibilidad de que el amor pudiera ser el centro de un relato suyo. Efectivamente pueden encontrarse gestos, propósitos y hasta sólidas manifestaciones de éste, pero nunca a manera de piedra angular de sus historias. En todo caso, expresiones torcidas de amor llegaban a incidir impetuosamente en trágicos desenlaces.
Padres e hija del Séptimo continente (1989) se amaban; las familias de Funny Games (1997 y 2007), de Code Inconnu (2000) y de Time of the Wolf (2003) también, o la de Caché (2005), incluso la de Das weisse Band (2009). Pero es verdad, asimismo, que el amor de la familia del Séptimo continente se desfigura, que el obtuso amor de los padres a Benny (Benny's Video, 1992) es germen de fatalidad, que el amor de madre e hija en La pianiste (2001) no era envidiable, y que en Das weisse Band son malinterpretaciones del amor, incluso a Dios, piezas fundamentales para entender la forma en que el ambiente social se enturbió hasta la enajenación total. El amor, pues, aparentemente, no se presentaba como el tema predilecto de Haneke, ni el que manejara con mayor gracia y soltura. Por otro lado, que utilizara el título en modo irónico resultaba demasiado simplón y barato para una mente como la suya.
Quizá la palabra ‘amor’, en cualquier idioma, sea la más difícil de definir con exactitud. En español, por ejemplo, la RAE ofrece más de 14 acepciones distintas, la mayoría de ellas complementarias, todas imprecisas. Y, para salir del escabroso paso, muchas veces se recurre a querer distinguir entre los diferentes tipos de amor para atajar el reto: a los padres, a los hijos, algunos a la patria, a un ser supremo, a uno mismo. Pero la identificación inmediata de la palabra, siempre, tiene que ver con la pareja, con la persona, eh, amada. A partir de su estreno en la pasada edición del Festival de Cannes (donde, por cierto, ganó la Palma de Oro) bien podría aparecer, en todos los diccionarios del mundo, una referencia a la película de Haneke a un costado de la palabra ‘amor’; bueno, cuando menos hasta el desenlace, a partir del cual podría resultar comprensible que algunos quisieran polemizar respecto a su pertinencia. Dejemos esa discusión para el final; primero revisemos lo previo.
George (Trintignant) y Anne (Riva) son una pareja octagenaria, maestros de piano retirados, que viven en un austero departamento, decorado con sobriedad y buen gusto, en París. El filme arranca con un especie de prólogo, en el que un escuadrón de bomberos irrumpe en el apartamento, inspeccionan el lugar y descubren un cadáver rodeado de flores en la habitación principal. En realidad, a partir de ahí, todo es contado en flashback; dentro de él, la historia guarda linealidad en la estructura, aderezada con un sueño, un par de breves interludios, y algunas emotivas maniobras de la imaginación.
Primeramente vemos a George y Anne asistiendo a un concierto de piano en el que se interpreta a Schubert, en el Teatro de los Campos Elíseos. Al finalizar la gala, ambos pasan al camerino a felicitar al intérprete, que fue alumno de Anne. Regresan a casa en transporte público y al llegar se encuentran con que la chapa de la entrada fue forzada. Alguien intentó vulnerar su espacio más íntimo, sin lograrlo, pero los dos quedan intranquilos; principalmente Anne. George intenta confortarla, alentándola a no dejar que ese episodio ensombrezca la maravillosa velada que han tenido. “¿Te dije ya que te ves hermosa esta noche?”, remata George, para aligerar el momento y reafirmar su devoción por ella. Ya en cama, él tiene problemas para conciliar el sueño y, al voltear a ver cómo va su pareja, que duerme junto a él, descubre a Anne incorporada, con la mirada perdida; le pregunta qué le pasa, y ella le contesta “Nada”. A la mañana siguiente, mientras almuerzan y platican sobre la compostura de la chapa violada, Anne se queda trabada, con los ojos abiertos, pero sin conciencia. Georges, cariñoso en primera instancia, ligeramente irritado después, intenta reanimarla; que su alma regrese al sitio que le corresponde.
Cuando finalmente Anne vuelve en sí, no recuerda nada y Georges piensa que se está burlando de él; al darse cuenta que no es el caso, le informa que buscará a su doctor. Ella se niega, no le da importancia. “No podemos fingir que nada ha pasado”, le amonesta Georges. Al concluir esta secuencia cargada de intenso drama, Haneke decide insertar un interludio, que actúa como reposo emocional y vehículo de transición de tiempo, a manera de un montaje formado por tomas fijas, semioscuras, de los distintos espacios que conforman su casa, los mismos que han atestiguado, por años, el desarrollo de esa que, se nos ha planteado en breves pero decisivas pinceladas, es una sólida relación de amor.
A partir de entonces, nos queda claro, todo irá en un declive insalvable. Los espectadores tampoco podemos fingir que nada ha pasado; y para quienes lo intentan, ahí está Haneke, siempre dispuesto a abrirles los ojos, sin condescender en lo absoluto. Todo el resto del filme se desarrolla en los confines del departamento. El agobiante peso del día a día cargado con la certidumbre de que su vida, la de los dos, no volverá a ser nunca igual, y asociado con la incertidumbre de ignorar cuánto tiempo les queda para compartirlo juntos, va dejando progresiva marca en los cuerpos y almas del marido y su mujer.
En la siguiente secuencia, llega la hija, Eva (Huppert), a visitar a su padre. Anne está hospitalizada y Georges la pone al tanto del estado en que se encuentra, que no es nada promisorio. A Eva le preocupa que Georges, anciano como está, pueda hacerse cargo de su madre enferma. “Siempre nos las hemos arreglado, tu madre y yo”, le puntualiza él. Antes de retirarse, Eva le cuenta que, al entrar al apartamento, recordó que, cuando niña, solía escucharlos hacer el amor y eso, lejos de perturbarla, le reafirmó la idea de que se amaban y estarían siempre juntos. Cuando Anne regresa del hospital, en silla de ruedas -con parálisis parcial en cara y cuerpo-, una vez acondicionado su cuarto con cama de hospital, ella y Georges intentan poner su mejor rostro al infortunio.
Anne está feliz de volver (le hace prometer a Georges que nunca, pase lo que pase, volverá a hospitalizarla), y él de que ella vuelva. Anne dependerá en gran medida de los cuidados de Georges, y él tendrá la responsabilidad de velar por ella. Sólo un auténtico amor es capaz de tolerar circunstancia semejante. “El amor exige pruebas sobrenaturales”, llegó a decir Borges; y vaya que este panorama queda pintado para dar fe de la sentencia.
Entonces Michael Haneke, muy probablemente el realizador de cine con mayor control y maestría artística al momento de crear la vida dentro de un filme en la actualidad (y esto, desde varios años y varias películas antes de ganar dos Palmas de Oro consecutivas en Cannes), se esmera en exponer ante nuestros sentidos, de manera sobrecogedoramente hermosa, pero al mismo tiempo tremendamente dolorosa, el proceso de extinción de la vida de una persona, testimoniado y sufrido con absoluta impotencia por el ser que más la ama. Y Haneke, consciente de la gravedad del desafío, fiel a su vocación de artista, mucho antes que de entretenedor, rehúye toda tentación de endulzar su discurso con sentimentalismos y melodramas. Nunca lo ha hecho, y pese a la deformación que ha tenido la palabra que da título al filme (en buena medida gracias a la publicidad y los medio de comunicación), no tendría por qué hacerlo ahora. Además, los minuciosos perfiles psicológicos que labró para sus protagonistas se lo impedirían terminantemente. Michael Haneke se propuso observar a través de su cámara, y del amor, a la muerte, de frente, sin parpadear, con absoluto respeto, eso sí. Y ha logrado un triunfo rotundo.
Para conseguirlo, la mirada de Haneke, sin distraerse en paisajes, ni siquiera en muchos personajes, se enfoca con precisión en estos dos seres humanos encerrados en su espacio, en su mundo, pero bajo condiciones que sólo quienes las han vivido entienden, aunque con las que la mayoría de quienes se detienen a pensar en las vicisitudes de la naturaleza humana, de la inevitabilidad de la muerte de los que más queremos, y de nuestra propia muerte, empatizan.
Con fidelidad quirúrgica, el realizador austríaco, retrata la crueldad que conllevan los altibajos en la salud de Anne. Las horas, los días buenos esperanzan, ilusionan, animan. Las horas, los días malos, impacientan, deprimen, desaniman. Tanto unos como otros sucediéndose sin esquema preciso, pero sí bajo la constante del desgaste, la fatiga y el deterioro. La muerte, con esa sombra tenaz e intrusiva que posa en la vida de los mayores y enfermos –que solemos ignorar quienes no nos ajustamos a esas circunstancias, no obstante sepamos de su omnipresencia y la arbitrariedad con que actúa-, despliega sus rituales grotescos burlándose de la impotencia de Georges y Anne.
Están verdaderamente solos, él y ella. Él. Y ella. Ni en Dios encuentran refugio ni buscan su protección; su única presencia en la forma de crucifijo a un costado de Anne el día de su Primera Comunión, revisada en un conmovedor momento en que la anciana quiere repasar su vida reconstruida en los fragmentos que un álbum de fotos le permite revivir. “Es bella”, dice Anne. “¿Qué?”, le inquiere Georges. “La vida… La vida es tan larga”, decreta Anne en uno de esos instantes de lucidez que crecientemente le escasean. Se van agotando los momentos de compartir miradas, recuerdos, vivencias, mientras que se incrementan en los que Anne pierde la coherencia verbal, pierde la conexión a este mundo pues los cables necesarios se le oxidan y Georges, a su vez, pierde la paciencia, por más que se esfuerce constantemente, y en la mayoría de los episodios logre controlarla (al ayudarla en el baño, a comer, a tomar agua, a hacer ejercicios verbales y físicos, al amarla aunque esté dejando de ser a quien ama).
Anne intenta reconquistar la vitalidad a partir de gestos de cariño, de recuperar experiencias, de escuchar música con Georges (trascendental punto de comunión para ellos), de jugueteos con los que se aferra al frágil hilo que la mantiene unida a la vida, pero va perdiendo resistencia frente a la frustración que le provoca no poder tocar más el piano, no poder conducirse por sí misma, no poder comunicarse con propiedad (ella, una mujer articulada), no poder controlar sus esfínteres (humillante derrota de la dignidad humana de un adulto). El desgaste físico y emocional cotidiano es asfixiante, abrumador hasta la demencia para ambos.
Poco ayuda la presencia (acentuada en ausencia) de la demás gente, cercana, o no tanto. La figura de la hija, repleta de sus propios problemas, sólo dispara la desesperación de Georges, incomprendido y frustrado por tener que escuchar consejos y reclamos de quien ve el problema de manera egoísta, insensible, y a la distancia. ¿Los nietos? Apenas aparecen nombrados. La visita del exitoso alumno de piano los regocija, pero los confronta con esa parte de su vida irrecuperable, y con la forma distorsionada en que ahora reciben en sus corazones la música. Las enfermeras, cuando están, invadiendo su lucha privada, cuando no, anhelando su ayuda; pero también alertando sobre la debilidad del temperamento al lidiar con quien está dejando de parecer persona (recién reclama ásperamente Georges el comportamiento de una, cuando a la secuencia siguiente es él mismo quien se desmorona). Los doctores, desde la frialdad y la lejanía, dictaminan diagnósticos desmoralizantes y pronósticos fatales. Georges y Anne están solos. Georges está solo. Anne está sola.
Únicamente un maestro al hacer cine, en absoluto y poderoso control del medio en que trabaja, puede levantar una obra con tal grado de perfección, de fidelidad a la vida, con un tema así de complejo y desafiante, ceñido a la limitante del espacio. Pocos, muy pocos, además de Michael Haneke saldrían avante. Cierto es, asimismo, que por más portentoso que sea el talento del autor, imposible le habría resultado alcanzar este grado de sublimación si no es por los descomunales rangos de histrionismo a los que llegan Jean-Louis Trintignant y Emmanuelle Riva. Sin su ejecución precisa, desprovista de toda afectación y guiños superfluos, el filme no cuajaría. Cada gesto, movimiento, vacilación, inflexión de voz está en el tono exacto, inmejorable. Y la progresión de la decadencia de Anne reclama una valentía y despliegue de recursos que Riva no se cansa de exponer. La figura de Isabelle Huppert apuntala el cuadro con sus modos adecuados para cada exigencia. Alexandre Tharaud, el alumno, es en la vida real un prominente pianista, que aporta al filme frescura y un momento mágico al piano.
En términos de la realización, Haneke ha elegido ser clásico, en el mejor de los sentidos. La cámara está ahí para capturar la vida y el realizador sabe que no necesita disfrazar nada; sólo la mueve cuando es indispensable, generalmente a partir de delicados paneos y con ‘steady’ en secuencias en las que sigue el intranquilo caminar de Georges por el apartamento, notablemente en la secuencia onírica. Tan delicada como progresivamente nos va descubriendo cada rincón del departamento, demandando que el espectador conjeture su geografía. La iluminación, tan natural como el resto de los elementos del filme, nos acerca aún más a la vida de este par de ancianos a la que, precisamente, de lo poco que le queda es la luz que entra a su casa por múltiples ventanas. Y la música, restringida a las secuencias en que ésta es parte integral de su desarrollo (ejecutada en el piano, tocada en el reproductor), siendo leitmotiv de sus vidas, y por lo mismo extirpada durante la fase terminal de la ruina, cobra aún mayor relevancia porque, a semejanza suya, está dictado el ritmo del filme.
Eros y Tanatos, lo sabemos, son los dos ejes principales de nuestra vida. Las dos caras de una misma moneda. Pocas veces en la historia del arte, se ha podido patentizar con tal osadía, determinación y detalle la honda relación entre los dos términos, entre las dos fuerzas. Haneke se toma su tiempo para retratar, escrupulosamente, ese escabroso combate, en esta obra maestra del cine. No hay prisa cuando lo que se debe mostrar es, precisamente, el tiempo que se agota. Ternura y perturbación (a la Haneke), se funden a cada instante. Pero no esperen concesión alguna del maestro austríaco; mucho menos en la resolución, sorpresiva, desgarradora y, aunque moralmente discutible, sustentada con firmeza en cuanto ha ido cincelando, segundo a segundo, respiro a respiro.
C’est la vie. C’est l’amour. C’est la mort… C’est la vie.
Enero 18, 2013.
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