Django sin cadenas
La efectividad de Django sin cadenas reside en el hecho de que, por más que Tarantino rinda homenaje al spaguetti western, está rindiendo, ante todo, un homenaje a sí mismo.
★★★★✩
Por Enrique Sánchez (@RikyTravolta)
El western no ha muerto. Luego de que Clint Eastwood realizó Unforgiven (1992) –el llamado “último gran western”– y puso en tela de juicio el código ético en el que se basaba el género, el western se ha convertido en un modelo con el que muchos cineastas se han sentido tentados a experimentar. Ya en los últimos años hemos visto resultados afortunados con The Proposition (2005) –de John Hillcoat–, No Country for Old Men (2007) –de los hermanos Coen–, o The Assassination of Jesse James by the Coward Robert Ford (2007) –de Andrew Dominik–. Era cuestión de tiempo para que el amo de la violencia y los mercenarios en tiempos modernos, Quentin Tarantino, se sumara a esta lista, y nadie debería de mostrarse sorprendido. Desde su arsenal de asesinos en los que conjuga el carisma cínico con una irrefrenable codicia, hasta los recursos técnicos copiados al pie de la letra de películas de Leone y Corbucci, los filmes de Tarantino han rendido siempre homenaje al western, y Django sin cadenas no es tanto su incursión al género, sino la culminación de toda una trayectoria.
La película llega en un momento hostil para el tipo de cine que muestra la violencia de forma explícita. Su estreno se vio obstruido por el tiroteo ocurrido en Connecticut el pasado 14 de diciembre, y esto –aunado a la matanza en Aurora durante la premiere de The Dark Knight Rises (2012)– generó un debate en torno a la influencia que estas películas tienen en la sociedad. Django fue sin duda la más atacada, e incluso Spike Lee arremetió desde otro ángulo al declarar que la película “es una falta de respeto a mis ancestros”, y que “la esclavitud en Norteamérica no fue un spaguetti western de Sergio Leone”. Hasta el momento, los cineastas estadounidenses han tratado el tema de la esclavitud con cautela, incluso con cierto resquemor, y solo lo abordan en caso de que sea sumamente necesario o cuando la película pretende hacer una denuncia explícita de este acto aberrante –el ejemplo más obvio es, sin duda, Amistad (1997), de Steven Spielberg, en donde un abogado es contratado para defender a un grupo de esclavos africanos–, evadiendo frente a la cámara los maltratos y las humillaciones, y expiando este periodo a través de sus contestatarios. Y es que aunque la cinta se vale del tema de la esclavitud, ciertamente lo utiliza no para construir una crítica, sino para darle un rumbo violento a sus personajes, a quienes encamina hacia el espectáculo –sangriento y sonoro, lleno de diálogos persuasivos sobre el poder– que el público espera de Tarantino.
El título de la película es un homenaje a Django (1966), de Sergio Corbucci, −Tarantino imita los bellos paisajes nevados que el director italiano utilizó en The Great Silence (1968), con Jean Louis Trintignant−; la otra parte del título proviene de la película italiana de 1959, Hercules Unchained, que presenta las hazañas del héroe mitológico luego de que es esclavizado por una reina. Django sin cadenas se sitúa en 1858, tres años antes del inicio de la Guerra de Secesión, que dio como resultado la abolición de la esclavitud (Tarantino comete el error de mencionar al comienzo que fueron dos años antes), y comienza con el encuentro entre Django (Foxx) y el Dr. King Schultz (Waltz), dos hombres que si bien pertenecen a estratos sociales distintos, comparten un desprecio por la sociedad esclavista estadounidense. Schultz es un dentista alemán virtuoso en el oficio de la cacería humana, y se distingue de cualquier otro cazarrecompensas del Lejano Oeste por su formación aristocrática y una fina elocuencia a la hora de tratar con los estadounidenses, que a su lado quedan como un montón de bárbaros con aires de grandeza. Django, por su parte, es un esclavo con un espíritu humilde que se ve truncado por una rabia reprimida, producto de un sinfín de actos crueles que ha presenciado y vivido en carne propia a lo largo de su vida. Schultz libera a Django para que lo ayude a eliminar a un grupo de bandidos que el esclavo conoce y por los que se ha ofrecido una gran recompensa, y la empresa se realiza sin mayor dificultad. Además de servir de excusa para mostrar la manera en que operan los cazarrecompensas, la secuencia de la cacería inicial deja al descubierto el mayor temor (y motivación) de Django. Desde el momento en que es liberado, Django se convierte en esclavo de un terrible pensamiento: que en algún lugar aterrador (de ésos que él conoce tan bien) su mujer, Broomhilda (Washington), está sufriendo. Django le habla a Schultz sobre Broomhilda, y al reconocer en su historia similitudes con el poema germánico del Cantar de los Nibelungos, el alemán, en un gesto de nostalgia y simpatía, decide ayudarlo a rescatar a su amada.
Su búsqueda los lleva a conocer a Calvin J. Candie (DiCaprio), el dueño de una de las plantaciones más grandes del país, quien tiene de brazo derecho a un anciano negro llamado Stephen (Jackson). El plan es hacerse pasar por un par de curiosos adinerados en busca de esclavos para que participen en peleas de Mandingo (luchas a muerte entre esclavos), y que luego de ganarse la confianza de Candie, terminen por llevarse a Broomhilda. Tarantino se basó en un filme de bajo presupuesto titulado Mandingo (1975) para incorporar estas brutales peleas en donde dos esclavos luchan a muerte mientras los amos apuestan por su favorito, pero la realidad es que no existe ningún registro de que algo así haya sucedido, y aunque es fácil imaginar a los aristócratas del siglo XIX jugando con la vida de estos hombres, este capricho les hubiera costado bastante dinero. Es un aspecto brutal del filme, pero algo más cruel es la tibieza con que los amos presencian el acto, y más aún, el sadismo con que éstos propician momentos más salvajes. Tarantino muestra una secuencia en donde –al igual que sucede en todos sus filmes– prepara el terreno para la violencia con un discurso frío y sagaz por parte de uno de sus personajes principales, para contribuir a la tensión del momento. Esta vez el panorama incluye a un esclavo lastimado, una jauría de perros lista a atacarlo, y al desalmado Candie, quien intimida a todos con su explicación sobre la pérdida que representa un luchador con miedo. Es obvio, a partir de este discurso, que Candie hará que le paguen de cualquier forma. Acomoden las piezas y tendrán un momento atroz con el sello de Tarantino. Lo que llama la atención de esta secuencia, sin embargo, es que el director evita mostrar de manera demasiado explícita la violencia −algo que en cualquier otro caso le tendría sin cuidado−, y para lograr un resultado efectivo, se apoya en las reacciones de sus personajes: la brutalidad de Candie, la indiferencia forzada de Django y la angustia de Schultz.
Tarantino conoce a sus actores y los sabe dirigir –pocos sabrían qué hacer en un mundo tan hostil e ilusorio como el del director–, y es por eso que aprovecha de buena manera el talento de Foxx, Waltz, DiCaprio y Jackson. Este último es el que más se arriesga con su interpretación de negro racista y lambiscón, mientras que Christoph Waltz se mueve en su papel con libertad y carisma de la misma forma que en Bastardos sin gloria (2009). DiCaprio se luce en el papel del tirano carismático que vive por y para el dinero, y presenta una oposición intensa para el personaje de Waltz. Mientras que Schultz es culto, multilingüe y con valores, Candie es un hombre al que le gusta vanagloriarse por la riqueza que ha obtenido a través de la opresión, y el mayor indicio de su antagonismo yace en la dentadura amarillenta y putrefacta de Candie, que se contrapone a la profesión de dentista de Schultz. Algo similar sucede con Stephen, quien a pesar de ser esclavo no acepta que un negro se porte como un hombre libre; para Stephen, la libertad de Django representa una violación a lo que él mismo ha llegado a aceptar como un orden natural: el blanco por encima del negro y, de paso, el hombre por encima de la mujer. Es en este juego de antagonismos que queda expuesto el fondo detrás de la forma tan artificiosa y sangrienta del cine de Tarantino: la esclavitud es, más allá de un fenómeno social, un estado mental provocado por el miedo. En más de una ocasión vemos a Django castigando al hombre blanco mientras es observado por esclavos, y éstos en vez de vitorear o unirse a él, son testigos mudos e impávidos que no se permiten reaccionar. En una escena Django incluso deja abierta la jaula donde viajan tres esclavos, y los hombres permanecen dentro de ella mientras ven en silencio cómo el pistolero cabalga hacia el horizonte.
Tarantino no se limita a condenar la esclavitud, sino que alcanza a la sociedad estadounidense para dejar expuesta su hipocresía y, de esa manera, ponernos del lado del alemán culto y el esclavo al que acaba de liberar. Es un arma de dos filos; no solo los negros deben vivir como personas libres, sino que los blancos merecen ser castigados. Candie insiste en que lo llamen “monsieur”, pero enfurece si le hablan en francés −seguramente porque no es capaz de comunicarse en otro idioma− y ha nombrado a uno de sus peleadores D’Artagnan, sin saber que el autor de Los Tres Mosqueteros, Alejandro Dumas, es un escritor negro, nieto de una esclava de Santo Domingo. De esta manera, en el mundo de Tarantino, Candie no solo merece un castigo por ser un esclavista, sino también porque es inculto e hipócrita. A esto se suma la presencia de un grupo parecido al Ku Klux Klan −no el original, que surgió en 1865−, que no aparece en plan amedrentador, sino como un montón de sureños torpes que discuten demasiado tiempo sobre la comodidad de su disfraz, en un momento plagado de sandeces que parece sacado del programa de los Monthy Python. Lo único que pueden acordar estos hombres, es que hay que matar negros.
Para mantener su característico estilo, Tarantino transgrede ciertas convenciones del western (el humor agrio, la irreverencia y la transparencia de sus personajes, que poco se parecen a los forajidos del Lejano Oeste sin nombre, sin pasado y sin rumbo definido), pero aprovecha algunas de las particularidades del género, y es por eso que entre las grandes virtudes del filme destaca la fotografía del tres veces ganador del Oscar, Robert Richardson, a quien muchos recordarán por su labor en Hugo (2011). En sus primeros trabajos, una de las características elementales de los filmes de Tarantino fue la manera en que elaboró secuencias a partir de la música, pero por esta vez hubiera sido mejor dejar un poco de lado el rap y el soul, y aprovechar al máximo las piezas instrumentales de Ennio Morricone, quien indudablemente aún sabe cómo contribuir al carácter épico de una película. El uso de recursos clásicos del western puede dar la impresión −sobre todo al inicio de la película− de que el director se ha moderado para rendir homenaje a sus ídolos italianos, pero hacia el final Django sin cadenas deja de ser un homenaje puro al género y se convierte en una colección de artificios, como tantos que el director nos ha entregado en el pasado. No podía ser de otra forma. La efectividad de Django sin cadenas reside en el hecho de que, por más que Tarantino rinda homenaje al spaguetti western, está rindiendo, ante todo, un homenaje a sí mismo.
Enero 25, 2012.
EnFilme < Reseñas < En Pantalla < Django sin cadenas
No hay comentarios:
Publicar un comentario