martes, 5 de febrero de 2013

Killing Them Softly (en mi lista de espera)




Mátalos suavemente
Mátalos suavemente intenta despojar al país norteamericano de los adornos de gloria y libertad que muchos personajes célebres a lo largo de su historia se han esforzado por mantener en alto.
★★★★✩
Por Enrique Sánchez (@RikyTravolta)
El crimen no paga, pero sí cobra, y con muchos intereses. Si algo nos han enseñado las películas de mafia de Martin Scorsese es que uno puede pertenecer a este organismo traicionero desde toda la vida, seguir las reglas al pie de la letra, y al final ser eliminado por su compañero, socio, o incluso subordinado. El que quiera formar parte deberá estar dispuesto a colgar sobre sí su propia espada de Damocles y aceptar con resignación –eso sí, sin faltarle nunca al respeto a los peces gordos– que todo es un negocio en donde ser despedido por un error de juicio no es una opción. Es un orden despiadado y cruel en el que el director y guionista Andrew Dominik –quien recibió una merecida nominación a la Palma de Oro por esta película– y el escritor George V. Higgins reconocieron los atributos de la esencia política de Estados Unidos.


Mátalos suavemente intenta despojar al país norteamericano de los adornos de gloria y libertad que muchos personajes célebres a lo largo de su historia se han esforzado por mantener en alto. “Todos los hombres son creados iguales”, fueron las bellas palabras enunciadas por Thomas Jefferson para la Declaración de Independencia, y ya desde el siglo XVIII su veracidad era cuestionable (los negros, al parecer, no entraban en la categoría de hombres, y por eso siguieron siendo esclavos hasta 1863). Es a partir de la ambivalencia de este lema que Jackie Cogan –interpretado con resolución por un Brad Pitt que ya empieza a verse maduro– se vale para dejar en claro que en ese país no existe una comunidad como tal, sino una jerarquía encabezada por hombres que buscan una solución a los problemas solo cuando peligran sus bienes.
La película está ambientada en Nueva Orleans en el 2008, en una época de cambio político que se desarrolló justo en el punto álgido de la llamada “crisis de los países desarrollados”. Luego de que los líderes de Wall Street vieron con temor a dónde se dirigía la economía, tomaron lo que pudieron y dejaron a gran parte de la población sumergida en una condición precaria (una situación que resultó alarmante a nivel internacional, al tratarse de la primera potencia mundial). No es casual, pues, que ese fuera el estado en el que Bush entregó el país a Barack Obama, quien ganó las elecciones con su lema de esperanza. Mátalos suavemente se ubica en la fatídica etapa final del gobierno de Bush y muestra un sistema criminal decadente, que es reflejo –y también producto– del sistema político. Los puntos clave de la película se centran en una serie de discusiones para arreglar los problemas del deficiente aparato criminal, las cuales vienen acompañadas de transmisiones televisivas con discursos de las campañas electorales –tanto de Bush como de Obama– en donde las palabras “unión” y “confianza” se utilizan (muchas veces de manera demasiado explícita) para subrayar su carencia en la sociedad.
La historia comienza con el plan de un hombre conocido como Squirrel (Curatola), quien contrata a dos torpes criminales que parecen sacados de una película de Guy Ritchie: Frankie (McNairy), un ambicioso ladrón lleno de dudas, y su amigo Russell (Mendelsohn), cuyo sentido común le salvaría el pellejo de no ser porque su adicción a la heroína lo gobierna la mayor parte del tiempo. El plan suena estúpidamente arriesgado: asaltar a un grupo de mafiosos durante un juego de cartas presidido por Markie Trattman (Liotta), quien en el pasado organizó un robo de la misma manera, y tiempo después lo confesó ante todos como si se tratara de un buen chiste. Squirrel confía en que, debido a sus antecedentes, todos culpen a Markie nuevamente sin darle el beneficio de la duda y le impongan el castigo que no pagó en el pasado. Pero los líderes de la mafia no se lo creen, y por eso contratan a Jackie Cogan (Pitt), un asesino a sueldo, para que reprenda a Markie, encuentre a los ladrones, y ponga orden en el mundo del crimen.
En el pasado Dominik dirigió el western dramático El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (2007) –también con Pitt en el papel protagónico–, que desde el título adelanta una parte fundamental de la trama, y que se centra de igual manera en un fuerte desarrollo de los personajes, en vez de simplemente preparar el terreno para un final sorpresa. Esta vez dedica el tiempo suficiente de la introducción para despojar al par de ladrones y a su líder de cualquier atisbo de profesionalismo y, por lo tanto, de la esperanza de salir bien librados. En vez de mostrarse asustados, los criminales a los que roban se quedan incrédulos al ver a los asaltantes con medias en la cabeza, guantes de limpieza, y una escopeta cuyo cañón ha sido recortado más de treinta centímetros. No es la malicia lo que los mueve (Russell incluso considera la opción de retirarse cuando Markie se lo pide), sino su terrible ingenuidad, la cual, por ser un pecado imperdonable en el mundo criminal, termina por sellar su destino. Dominik confiere a ambos de una miseria poco común en los criminales que se entrometen en la mafia, pero también les da un espíritu, de manera que al final estos personajes (entre los cuales también podemos incluir a Squirrel y a Markie) son capaces de provocar la simpatía en el espectador, y cada acto de violencia en el futuro se vuelve significativo y deja de ser un espectáculo arbitrario.

Frankie y Russell se muestran renuentes al principio, en parte porque cuentan con antecedentes penales, y en parte porque ambos están conscientes de que no son aptos para este trabajo. Cuando logran milagrosamente salirse con la suya, no huyen de la ciudad ni se esfuerzan siquiera por mantener un perfil bajo; lo que hacen, en cambio, es presumir su hazaña con otros criminales y, en el caso de Frankie, gastar el dinero en lo que quizás él piensa que son los lujos de un triunfador: un auto deportivo, ropa nueva y un corte de cabello atascado de gel. Russell, por su parte, no tiene problema con seguir viviendo como un vagabundo, y se enfoca únicamente en sus drogas. Cada uno está viviendo una versión bizarra del sueño americano, llevada a un mundo donde la manera más eficaz de sobrevivir es pisotear al otro, y mejor si es alguien que confía en ti.
La mafia se ha convertido en un ente con vida propia en el cine, y a veces parece que luego de Don Corleone, Scorsese y Los Soprano, ya lo hemos visto todo. Mátalos suavemente se distingue de sus predecesoras al sumergir a sus personajes en un mundo carente de brillo −todo es opaco, desde el cielo de Nueva Orleans hasta el auto dizque lujoso que se compra Frankie, y no hay rastro de la opulencia (aunque sí de comodidad) en los capos adinerados−, y en donde la ineficacia con la que opera el crimen organizado es un reflejo directo de la falla social, política y económica que vive el país. Los hombres que se ensucian las manos son los más necesitados de dinero, y de los altos mandos solo vemos una sombra en la figura de un secretario llamado Driver (Jenkins), a quien, como buen burócrata, vemos sentado en cada una de sus escenas. Cogan discute largo y tendido con Driver sobre la solución al problema del robo, y ésta no se limita a deshacerse de Frankie y Russell. No se trata solo de saldar una deuda; Cogan está consciente de que debe hacer caso a la opinión pública (es decir, la perspectiva de los criminales comunes) y que, por lo tanto, debe imponer un castigo significativo que pueda ser visto por los demás como una advertencia. Todo esto prepara el terreno para las escenas violentas –que en realidad son pocas, para una película de este tipo–, que unas veces pueden estar realzadas con música de fondo y en cámara lenta, y otras llegan de manera súbita, con un balazo que interrumpe el diálogo.
Pero a pesar de toda la atención que estos hombres dedican al asunto, nada resulta como estaba planeado, pues parece que la única fuerza dominante en este mundo es la incompetencia. Incluso Cogan, que en un principio parece un virtuoso en su campo, es incapaz de realizar un trabajo impecable. Aunque no es un hombre que se detiene a la hora de aceptar un trabajo, tiene una regla estricta que le impide matar conocidos, y que lo obliga a liquidar a sus víctimas desde la distancia, para evitar que le provoquen lástima; es lo que él llama “matarlos suavemente”. Esta regla, que le da nombre a la película, que remite irónicamente a la canción que Roberta Flack hizo famosa en los setenta, no se refiere a un acto de misericordia por parte de Cogan, sino que es una muestra más no solo de su ineptitud, sino de su cinismo (si algo nos enseña esta película, es que un asesinato a sangre fría no tiene nada de suave). Es esta “debilidad” la que lo lleva a subcontratar a Mickey (Gandolfini), un asesino que en el pasado realizó bien su trabajo, pero que ahora no es más que un hombre de mediana edad incapacitado por sus problemas sentimentales. James Gandolfini encarna a Mickey con gran credibilidad, provocando simpatía al mismo tiempo que causa temor, y sin duda esto es producto de sus años de experiencia como criminal en el cine y, sobre todo, por su papel de Tony Soprano, el líder de la mafia de Los Soprano. Al lado de alguien como Cogan, Mickey parece una sátira de los asesinos pagados, pero en realidad es una muestra del posible futuro que les espera a los hombres de este negocio: un asesino resentido, adúltero, alcohólico y hasta obeso. Lo más curioso de la manera en que operan todos estos personajes es la recompensa que los mueve. Los precios se dicen siempre en voz alta, seguramente para que quede claro que se están metiendo en un gran lío por tan poco dinero. En una película como El chacal (1997), por ejemplo, el personaje de Bruce Willis cobra 70 millones por matar a una persona, mientras que aquí basta con diez mil por cabeza. Así de mal está la economía.
George V. Higgins escribió Cogan’s Trade −la novela en la que está basada la película− en 1974, y Dominik trasladó la acción de Boston a Nueva Orleans, pero bien pudo haberla llevado a Las Vegas, y el paisaje no dejaría de ser lúgubre. Y es que este lugar, como dice Cogan, no es un país, sino un negocio (la palabra “sucio” ya está implícita). Por esta razón no encontramos un solo personaje al que podamos calificar como bueno, y la única mujer que vemos es una prostituta (haciendo negocios, por supuesto) a la que Mickey amenaza con golpear si se atreve a cobrar un dólar de más. Alguien en un sitio lejano se encuentra moviendo los hilos, pero nunca se muestra en pantalla, y en su lugar vemos en la televisión a los líderes del país, llenando este vacío. Algunas veces, los discursos de Obama sobre la unión del pueblo norteamericano suenan irónicamente de fondo mientras Cogan discute el plan para devolver el orden al mundo del crimen; otras, solo escuchamos a Johnny Cash cantando sobre el apocalipsis. Éste es un atinado comentario sobre la deficiencia de un sistema que pretende ser perfecto, y que bien puede llamarse mafia o Estados Unidos.



Enero 16, 2012.

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