martes, 24 de febrero de 2015

La Muestra- Maps to the Stars






Tres elementos recurrentes en la obra de David Cronenberg son el uso de tropos y figuras retóricas (estructurales y estilísticas) de la pornografía, el manejo del horror como lenguaje (discursivo y visual) sobre y a través del cuerpo, y la eliminación de referentes culturales que permitan hacer una lectura sociológica inmediata de la época retratada –aunque este último aspecto sólo está presente en aquellos filmes realizados desde su ópera prima (Stereo, 1969)  hasta su última película del siglo pasado (eXistenZ, 1999)–.  Con la entrada del nuevo milenio, el director canadiense –que inició su carrera como estudiante de medicina (para explorar su interés constante en la anatomía, la biología, la sexualidad y la evolución)– dejó de hacer tan evidente su fascinación por la “carnografía” y el “body-horror” (exhibición de inusuales alteraciones del cuerpo humano) volviéndose más sobrio y preocupándose en otros temas que no estuvieran necesariamente vinculados con las alteraciones corporales: las narraciones subjetivas (Spider), la violenta condición humana (A History of ViolenceEastern Promises), el lenguaje y las teorías científicas (A Dangerous Method), y el hermetismo (Cosmopolis).


En Mapa a las estrellas (Maps to the Stars, 2014), una macabra sátira que aborda las perversiones y patologías asociadas a los que pertenecen a la fábrica de los sueños conocida como Hollywood, Cronenberg es capaz de condensar la mayoría de los temas que le han intrigado durante más de 40 años. El guión, escrito por el novelista Bruce Wagner (autor de I’m Losing You), posee un caótico y turbio sentido del humor, principalmente al inicio del filme, basado en la ignorancia y frivolidad de las celebridades (una actriz que considera “cool” conocer al Dalai Lama; un actor que confunde el SIDA con el linfoma no-Hodgkin; y otro actor que presume que una de sus seguidoras está dispuesta a comprar su excremento sin importar el precio). Wagner, un hombre que trabajó para el hotel Beverly Hills como conductor de limusina, se nutre de observaciones y de las experiencias vividas trasladando estrellas para examinar burlonamente las trivialidades de Hollywood. Y aunque Cronenberg entiende el tono burlón del guión, hace que el filme oscile entre el humor descarado, las risas nerviosas y las atmósferas de horror.


Los personajes son los encargados de incorporar en sus conversaciones nombres de famosos actores (Emma Watson, Ryan Gosling, Zooey Deschanel), talentosos directores (Paul Thomas Anderson) o personalidades que transitan la zona de la fama (Al Gore, Ryan Seacrest). El universo tecnológico al que alude no es el de las máquinas tangibles –aquellas que en su materialidad son relevantes (como la televisión en Videodrome; el teletransportador de La mosca; y el biopuerto en eXistenZ)–, sino el de la virtualidad –Twitter, Facebook y las fan pages–, el de las redes que otorgan poder y fama; herramientas contemporáneas que le rinden culto a la celebridad y alimentan el ego de las estrellas. Cronenberg condensa estos referentes culturales inmediatos para elaborar un comentario crítico, su “divina comedia” –según él, en una entrevista con Richard Mowe para el sitio británico Eye For Film, todas sus películas han sido comedias, “divinas comedias”–todas  contra el Hollywood contemporáneo. En un sentido menos espeluznante que el de Mulholland Drive (David Lynch, 2001), pero no por ello menos horrendo, Cronenberg no retrata las aspiraciones de una linda mesera (Naomi Watts en el filme de Lynch) por alcanzar, sin importar lo que le cueste, el estrellato y la fama en “la meca del cine”, sino los traumas, sucios pensamientos, trastornos mentales y dolores corporales de aquellos que ya son estrellas, recordando por momentos a Norma Desmond (Gloria Swanson), la actriz vieja y olvidada que planea su regreso triunfal a Hollywood en Sunset Boulevard (Billy Wilder, 1950). La paradoja consiste en que, para hablar del infierno californiano, Cronenberg echa mano de varios actores que han desarrollado su carrera ahí.


Mapa a las estrellas arranca con la llegada a Hollywood de Agatha (Mia Wasikowska), una joven procedente de Florida. La primera persona con la que hace contacto es con el atractivo conductor de la limusina que alquila, Jerome (Robert Pattinson), a quien le pide un “mapa de las casas de las estrellas” para conocer los espacios que habitan las celebridades, pero sus intenciones son mucho más ambiciosas que las de un simple y curioso turista. Al poco tiempo, Agatha comienza a trabajar como asistente de Havana (Julianne Moore), una veterana actriz obsesionada con obtener el papel de un remake, cuya versión original fue interpretada por su madre (Sarah Gadon) varios años atrás. La llegada de la joven pone en marcha una reacción en cadena de temor y pánico; ella es una especie de ficha de dominó a partir de la cual la vida de los demás termina por resquebrajarse, incluyendo su familia conformada por Stafford (John Cusack), Christina (Olivia Williams) y Benjie (Evan Bird), un niño de 13 años, cuya fama, escándalos, insolencias, adicciones y adinerado estilo de vida recuerdan la figura del adolescente Justin Bieber, sólo que trasladada a la industria del cine.

A través de Agatha, Cronenberg regresa a lo monstruoso; sus quemaduras en rostro, cuello, espalda, estómago, brazos y piernas son las de un ser arrepentido, que después de haber ingresado a una clínica de rehabilitación decide volver a su antiguo hogar para cerrar el ciclo y culminar el ritual que no pudo llevar a cabo la noche del incendio, en el que sus padres la acusaron de intentar matar a su hermano, Benjie. Tanto Sttaford como Christina consideran que su hija debe alejarse para mantener el orden de ‘lo normal’. La normalidad (entendida como la conformidad y aceptación de las normas sociales dominantes) no puede ser amenazada por Agatha; el acumulo de energía sexual y las fantasías reprimidas vinculadas al incesto tarde o temprano volverán. Apoyado en los discursos y teorías del psicoanálisis, Cronenberg diseña el personaje de Agatha como la figura monstruosa que regresa para crear un nuevo equilibrio y conducir a un “final feliz”. Cronenberg es brutalmente honesto y descarado; en tono aparentemente serio y poético, pero con intenciones burlonas, recurre a la voz en off para que Agatha, en constantes ocasiones, recite fragmentos de “Libertad” de Paul Éluard –un poema que retrata la evolución, de la niñez a la madurez del protagonista; y la manera en que, a lo largo de su vida, ha deseado al ser amado desde sus inocentes años en el colegio, hasta su obsesión adulta de poseer su cuerpo y sentir su carne–. La voz y la composición poética, que en apariencia proporcionan consuelo, son un disfraz para ocultar las oscuras intenciones de Agatha, pero sirven también como una reconfortante explicación de lo que estamos viendo: el deseo de consumar un acto amoroso inocente, pero también perverso. Mia Wasikowska, cuyo rostro aparenta el de una joven tierna, interpreta con una combinación de desquicio y dulzura a su personaje; su rostro despreocupado, sus pequeñas mentiras y sus comentarios irónicos (“hagamos un guión sobre una historia de incesto”, le dice a Jerome) refuerzan la aguda mirada del director canadiense que deja ver su desprecio por Hollywood.

En sus filmes anteriores, Cronenberg no pretendía representar una sociedad basada en la monogamia o en la familia. Las estructuras que dominan las relaciones de sus personajes abarcan desde matrimonios abiertos y promiscuos (CrashNaked Lunch), hasta deseos incestuosos (Dead Ringers), pasando por la pornografía sadomasoquista (Videodrome). En Maps to the Stars se emplea el círculo familiar como sinécdoque de Hollywood para mostrar que, aún ahí, en las estructuras socialmente aceptadas, habitan demonios enfermizos. Tanto la familia Weiss como Hollywood pretenden ocultar sus miedos y trastornos, edificando una fachada ilusoria de orden, bienestar y alegría. La crítica de Cronenberg es incisiva y violenta: Hollywood es aún más aberrante porque emplea su superficialidad de belleza, felicidad y fantasía para esconder su aspecto despiadado, donde las oportunidades se presentan de manera cruel, pero deben aprovecharse, sino alguien más lo hará. 

Havana es constantemente atormentada por el regreso de la figura materna, a quien siempre imagina superior a ella: joven, hermosa, talentosa y deseada. Su madre se hace presente como aquello que Carl Gustav Jung denominó “imago” –una imagen de recuerdos inconscientes conformada durante la infancia–. Esta imagen, que regresa como una amenaza, se manifiesta como una existencia espectral que conduce a un trastorno psíquico en Havana, quien, además de la fuerte dosis de narcóticos que le suministra a su cuerpo, se somete a una terapia física impartida por Stafford, un psicólogo de las celebridades que fanfarronea con curar los cuerpos desgastados y cansados de los actores asumiéndose como una especie de sanador. La disposición minimalista del cuarto de terapia, donde Havana recibe masajes y consejos por parte de Stafford, recuerda la sala de tortura de Videodrome. Mientras que el personaje del filme de 1983 se obsesiona con las violentas relaciones sexuales; aquí, la actriz busca relajar cuerpo y mente. Ambos comparten su deseo de alcanzar la salida de una agobiante realidad. Julianne Moore no tiene reparos en exhibir una mezcla de vanidad y tragedia en su personaje; de manera sobria, y al mismo tiempo aterradora e inmediata, muestra la desesperación desgarradora de una mujer que ha vivido de su aspecto lozano y que, ahora, debe lidiar con la vejez. Moore, de modo macabro y perverso, sabe en qué momento –con una mirada o una gesticulación– transmitir el miedo y la hipocresía de su personaje.

Havana intenta despertar el deseo sexual para reafirmarse. En una conversación con el chofer Jerome, le pregunta si el acto sexual con Agatha no le resulta aterrador. “¿Soy más atractiva que ella? ¿Mi piel es más suave?”, le pregunta al joven conductor. La urgencia de Havana de sacar estas preguntas radica en un clara intención de excitar al que escucha, manifestar el interés en la vida sexual del otro y demostrar que el lenguaje es incapaz de representar la totalidad de la experiencia sexual. El sexo y los ritos que lo acompañan, son usados para darles poder a los personajes. Havana y Jerome: la mujer madura seduciendo al joven; no solo se trata de un cliché del porno, también es otra manera en la que ella puede intentar convertirse en su propia madre. 

El fuego, casi como elemento mitológico, es elemento de destrucción y mutación en el filme. Pero el agua es otro símbolo latente. El agua estancada (en el jacuzzi, la alberca, el lavabo y el inodoro) simboliza y materializa la presencia de los fantasmas que hostigan recurrentemente a Havana y Benji. Ambos se encuentran en procesos de sanación y rehabilitación; sin embargo, se sumergen en narraciones subjetivas visualizando los espectros del pasado y confundiendo sus realidades con sueños y alucinaciones.

La puesta en escena de Mapa a las estrellas es fría, austera, minimalista; Cronenberg no necesita regodearse en la opulencia y lujos de la clase alta californiana para hablar de Hollywood, sí los hay, pero evita mostrarlos en exceso. Los personajes están espacialmente aislados, permanecen herméticos dentro de planos medios y primeros planos; incluso, en los planos abiertos, hay una marcada distancia, dando la impresión de no querer convivir entre ellos, a menos que esa convivencia dependa del contacto corporal directo (masaje, acto sexual, compulsión hacia la violencia). Las estrellas bien colocadas le permiten a Cronenberg dibujar su constelación haciendo las conexiones pertinentes entre sus personajes. El elenco se sincroniza en varios extremos perversos; el cinismo de Wasikowska, la obsesión enfermiza de Moore, la inexpresividad contenida y extrema violencia de John Cusack, la tranquilidad de Robert Pattinson, el dramatismo y preocupación de Olivia Williams, la presencia seductora de Sarah Gadon, y el pavoroso desdén de Evan Bird. 

El riesgo que corría Cronenberg al hacer un filme sobre la superficialidad radicaba en volverse superficial. Mapa a las estrellas no sólo habla sobre Hollywood, sino sobre una gran familia disfuncional que puede habitar cualquier contexto. Cronenberg se desprende de su insistencia en mostrar aspectos corporales grotescos y repugnantes, pero sigue apuntando a la debilidad de la carne humana ante la superioridad del deseo. La fábrica de los sueños motiva a sus integrantes a alcanzar algo imposible: la inmortalidad. El cuerpo (de Havana) es tan transitorio como la fama (de Benjie). En el mundo de Cronenberg, el cuerpo es un fenómeno grotesco, es una materia que evoluciona, un perpetuo experimento, maleable, que supera sus límites, elástico y capaz de concebir nuevos cuerpos. En el mundo de Hollywood, el cuerpo es un sistema cerrado (joven y bello)  donde las criaturas no deben envejecer ni desgastarse. Los personajes del realizador canadiense, como Agatha, son capaces de aceptar y asumir su condición monstruosa como parte de un proceso evolutivo y un cambio biológico; los de Hollywood, como Havana, no. De ahí, de esa contradicción, se desprende su constante repudio hacia esa industria. Hollywood es el polo opuesto del interés existencial fundamental de Cronenberg: la evolución (monstruosa o no) del ser humano inevitablemente desemboca en la muerte.

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