Despegue formal de la 53 Muestra Internacional de Cine con una auténtica obra maestra. El caballo de Turín, del
húngaro Béla Tarr, surge de una curiosa anécdota, a medio camino entre
la realidad y el mito. En 1889, Federico Nietszche habría tenido durante
una caminata en la ciudad de Turín una visión terrible. Un caballo,
renuente a trabajar, era golpeado inmisericordemente por un cochero.
Conmovido profundamente, el filósofo abrazó al animal y no pudo después
reponerse de tal experiencia. La duda que durante largo tiempo obsesionó
a Béla Tarr y a su guionista Lázsló Krasznahorkai fue saber qué sucedió
después con el caballo. Con esta idea fija en mente se construyó una
historia original que habría de transcurrir a lo largo de seis jornadas.
El dueño del caballo y su hija, aislados en un territorio desolador, azotado por el viento, asisten a la lenta degradación de la salud del animal, el cual se niega primero a trabajar y después a consumir agua y alimento. Siendo la bestia el elemento principal de sustento doméstico, padre e hija ven paralelamente disminuir sus propias fuerzas hasta el punto en que la suerte humana y la animal se confunden perturbadoramente. Béla Tarr describe en planos muy largos, algunos de casi 15 minutos de duración, la faena cotidiana de la pareja (cortar leña, coger agua del pozo; comer siempre, con austeridad monacal, la misma papa hervida), pero sobre todo el desasosiego moral que los invade cuando toda esperanza de sobrevivir parece cancelada.
El dueño del caballo y su hija, aislados en un territorio desolador, azotado por el viento, asisten a la lenta degradación de la salud del animal, el cual se niega primero a trabajar y después a consumir agua y alimento. Siendo la bestia el elemento principal de sustento doméstico, padre e hija ven paralelamente disminuir sus propias fuerzas hasta el punto en que la suerte humana y la animal se confunden perturbadoramente. Béla Tarr describe en planos muy largos, algunos de casi 15 minutos de duración, la faena cotidiana de la pareja (cortar leña, coger agua del pozo; comer siempre, con austeridad monacal, la misma papa hervida), pero sobre todo el desasosiego moral que los invade cuando toda esperanza de sobrevivir parece cancelada.
La primera secuencia del filme es antológica. El caballo es capturado en movimiento, de frente y en primer plano, en una larga secuencia en blanco y negro que resume magistralmente la atmósfera del lugar y el dramatismo de la historia. Apenas dos incursiones de otros seres humanos, entre ellos un grupo de gitanos, habrán de interrumpir por tiempo breve la lenta rutina doméstica. Lo notable en este trabajo eminentemente contemplativo es el poder hipnótico de las imágenes y el notable aprovechamiento de la banda sonora.
Resultaría ocioso glosar sobre el significado filosófico de la cinta, pues el propio director cierra las vías para una mayor interpretación en lo que simple y llanamente se presenta como un cuento moral sobre el dolor humano y la fragilidad de la existencia. El triunfo artístico tiene que ver con la manera en que la extrema parquedad de los diálogos cede el paso a una riqueza visual concentrada en los rostros y el paisaje. Una gran lección de arte cinematográfico.
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