jueves, 15 de diciembre de 2011

Había una vez en Anatolia por Carlos Bonfil


Foto
Escena del largometraje de Nuri Bilge
 
La indudable maestría de un realizador como el turco Nuri Bilge Ceylan (Distante, Los climas, Tres monos) es su capacidad de tomar de pretexto situaciones propias de una cinta policiaca –un accidente en una carretera, la búsqueda infructuosa de un cadáver– para progresivamente rebasar la anécdota inicial y proponer un amplio espectro de interpretaciones posibles que, por lo general, conducen a una intensa reflexión moral. En el caso de Había una vez en Anatolia, cinta ganadora del gran premio del jurado en el pasado festival de Cannes, el procedimiento del cineasta se ha afinado de manera notable.

El grupo de personas que en compañía de un prisionero recorre una región desolada en busca del cuerpo que ese mismo hombre ha ejecutado cobra muy pronto los tintes de una picaresca rural. Hay en los diálogos chispazos de humor negro y digresiones absurdas sobre la calidad del yogur de búfalo o sobre los padecimientos de la próstata, que emparentan el guión con una pieza teatral de Samuel Beckett o con alguna película de los hermanos Coen, Sin lugar para los débiles, por ejemplo.

A partir de cierto momento el espectador pierde la brújula tanto como los mismos rastreadores del cadáver, y eso importa ya poco, pues la cinta se ha vuelto algo más que un thriller convencional, de desenlace atendible. Los personajes, muy arquetípicos –un médico, un investigador policiaco, el practicante de una autopsia, dos hombres que ambiguamente comparten la responsabilidad del crimen– van revelando mediante diálogos en apariencia anodinos sensaciones muy encontradas de melancolía, dolor y nostalgia.

Como en Copia fiel, la estupenda ficción del iraní Abbas Kiarostami, una realidad se desdobla aquí en revelaciones inesperadas, y un relato parasitario arroja una nueva luz sobre la trama que venimos presenciando.

En una digresión narrativa más, el policía le cuenta al médico la sorprendente historia de una mujer que acertadamente profetizó su propia muerte. Con serenidad había anunciado al marido el desenlace cercano, mismo que se cumplió con puntualidad rigurosa. Al descubrirse después que el hombre era en realidad un esposo adúltero, una interrogación moral vendría a desbaratar las certidumbres médicas. ¿Puede un infarto tener por origen un deliberado propósito de revancha? ¿Es acaso otra cosa cualquier suicidio? Estas discusiones morales, encaminadas a plantear nuevas interrogaciones sobre la trama central de la película, son comunes en el cine de Bilge Ceylan, y para el espectador, retos estimulantes o bien ociosos, según el caso.

Lo innegable es el poderío visual de la propuesta: un paisaje que es una sugerente ilustración del estado de ánimo de los personajes, una estepa sumida en la penumbra, donde un haz de luz en el vano de una puerta resume todo un clima de soledad y desamparo. Un cine de sobriedad magistral, una emoción artística perdurable.

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